«Lo que me interesa contar es la historia del estilo o de la búsqueda del estilo, un proceso que transforma el cómo en el qué»Por Nadal Suau

Fotografía de Alfredo Garófano

Tenemos nuevo libro de Rodrigo Fresán, que es tanto como decir que la obra de Fresán sigue devorando, creciendo, retornando. (Re)haciéndose. La noticia es importante para sus lectores fieles y merece el eco objetivo que obtienen los consagrados en el sistema literario de lengua castellana, pero creo que cualquier aficionado a las complejidades del proceso creativo encontrará aquí un caso de estudio. A fin de cuentas, siempre es intrigante saber cómo sale un Gran Escritor del atolladero que supone alcanzar su Gran Obra. Este es el punto exacto en el que se encontraba Fresán cuando comenzó Melvill. Afortunadamente, y como él mismo me comenta, no estamos ante «un escritor de consenso» (un oxímoron, probablemente), pero sería absurdo que alguien negara la monumental ambición y coherencia de su trabajo. Ser escritor es ser como él, luego cada uno construye lo que le corresponde con el don recibido. En cuanto a la trilogía que forman La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada, digamos que llevó los temas y motivos del novelista a un punto imposible de rebasar. La referencialidad, los bucles estilísticos, la concepción autónoma y todopoderosa de la literatura, la paternidad, e incluso una Argentina «indirecta y twinpeaksada»… (Casi) todo esto, bigger than ever. Ante una posible discrepancia, insisto: discutamos sobre qué Fresán preferimos sin obviar las dimensiones de semejante apuesta suicida. 

Melvill ha sido la solución al vértigo del día después. Sin adelantar las respuestas de esta entrevista, digamos que el libro opta por asumir los ecos inevitables de aquel esfuerzo e integrarlos en un proyecto atmosférica y conceptualmente distinto. El título hace alusión a una figura histórica pero casi indocumentada, el padre del escritor Herman Melville. De él se sabe que tuvo conexiones con Europa y que antes de agonizar en cama, mal de la cabeza, atravesó un río helado de noche. Melvill lo sigue en sus viajes y tentaciones, en sus fracasos económicos, en su paternidad. Su voz contrasta con la del autor de Moby Dick, coprotagonista del libro. Conoceremos su trayectoria lite raria, su condición de hijo y padre, y sobre todo aquel gesto inconcebible: dejar de escribir tras el fracaso de una obra maestra colosal. 

Y como esto es Fresán, no olviden que en cualquier momento puede plegarse el tiempo sobre sí mismo, escucharse una melodía edificada por un cuarteto de Liverpool o presentarse una sombra vampírica en la función. Durante nuestra conversación en Barcelona no ocurrió nada de eso, sin embargo. Sencillamente, el discurso de Fresán se desparramó en una plaza junto a la librería La Central, generosamente, entusiastamente. Luego, en el Mercat de Sant Antoni, le acompañé en la compra de su undécima (¿o dijo vigésima?) edición de Ada o el ardor. El dueño del puesto de segunda mano lo reconoció. «Señor Fresán, está difícil esto de vender libros, ¿eh?», le dijo. «Yo solo los escribo», respondió. Y los compra, los lee, los perpetúa con su entusiasmo. So let me introduce to you… 

De camino a esta cita, pensaba en cómo el descubrimiento de un autor marca para siempre nuestra percepción de toda su obra anterior o posterior. Jardines de Kensington se publicó cuando yo tenía poco más de veinte años y empezaba a interesarme de verdad por los narradores latinoamericanos jóvenes, de modo que fue el primer libro tuyo que leí. Aprendí en él ritmos, referencias y reinvenciones estilísticas que ya no he abandonado. Poco después, encontré en Internet la crónica de un concierto de Franco Battiato, segundo motivo de peso para recuperar de inmediato tu narrativa previa y prestar atención a las novedades sucesivas. Quiero decir que Jardines nunca dejará de ser la piedra de toque con la que mido a Rodrigo Fresán, da igual que no me parezca la mejor o que sea una preeminencia arbitraria. Además, siempre empiezo a leerte por los Agradecimientos, para comprobar que te acuerdas de Battiato una vez más. Supongo que mi deuda particular contigo empezó ahí, y eso se impone a criterios críticos o cronológicos («¡Muerte a la cronología!», grita un personaje de Melvill) misterioso y hasta annericeano). 

Ocurre a menudo que amamos los libros más allá de jerarquías supuestas. Mi Bolaño favorito es Estrella distante, algo que a Roberto siempre le pareció inconcebible. «¡Pero si mi obra maestra es Los detectives salvajes!«, me replicaba exaltado cada vez que se lo decía. Bueno, seguro que sí, solo que yo vuelvo inevitablemente a donde descubrí su voz. De Saul Bellow prefiero El legado de Humboldt y de Iris Murdoch El mar, el mar, no porque sean el punto más alto de sus respectivas literaturas (en el segundo ejemplo, es probable que sí) sino por razones de sintonía o qué sé yo. Ahora bien, en cuanto a mis libros, no me parece importante el orden porque casi constituyen un solo texto. Hay constantes que los atraviesan a todos, empezando por la aparición de sospechosos habituales como los Beatles, Vonnegut, Kubrick, Dylan, Proust, o el mismo Battiato, que fue otro maníaco de la cita. En la última década, y para mi sorpresa inicial, Nabokov se ha incorporado a este listado. He descubierto en él al novelista que siento más cercano, incluso a mis defectos. 

Ya que mencionas a los Beatles, leyendo Melvill me preguntaba si lograrías incorporar en algún momento el Sgt. Pepper’s y la espiral de ruido que cierra “A day in the life”, como ya es tradición. ¡Esta vez parecía imposible! Sin embargo, al final lo haces. Y funciona. Recuerdo que en esa página pensé: “Ahora sí, definitivamente estamos en casa, en una novela de Fresán». 

Es que los Beatles son mi unidad de medición no solo artística, también narrativa. Funcionan como arquetipos perfectos. Ayer vi la primera parte del documental de Peter Jackson, por cierto. Me puso tristísimo contemplar tanta agresividad soterrada, el abandono temporal de Harrison, ese ambiente incómodo que solo puedo comparar a unos padres en plena separación mientras el hijo, que soy yo, observa desde un rincón. Igual, vale mucho la pena. Lennon y McCartney son tan absolutamente opuestos, encarnan con tanta plenitud dos extremos de creatividad y carácter, que parecen personajes sacados de una mitología fantasy. Dudo que se haya producido otra conjunción semejante en toda la historia. No sorprende que quisieran protagonizar El señor de los anillos a las órdenes de Kubrick.

Lennon y McCartney son tan absolutamente opuestos, encarnan con tanta plenitud dos extremos de creatividad y carácter, que parecen personajes sacados de una mitología fantasy. Dudo que se haya producido otra conjunción semejante en toda la historia. No sorprende que quisieran protagonizar El señor de los anillos a las órdenes de Kubrick

Pero, referencias aparte, tu verdadera constante es el estilo. 

En realidad, unas y otro son lo mismo. Los libros fundamentales en mi vida de lector transcurren dentro de una cabeza, y eso es lo que he hecho yo mismo como escritor. Lo que me interesa contar es la historia del estilo o de la búsqueda del estilo, un proceso que transforma el cómo en el qué. Y esa es una historia que no se interrumpe de un libro al siguiente por mucho que cada uno exija sus variaciones específicas del idioma. Por eso decía que escribo un solo texto. La trama, en cambio, me preocupa poco. Leo best-sellers con mucho gusto, aprecio el ingenio argumental que exhiben y hasta agradezco a sus autores que escriban lo que yo no escribiría… Pero estoy a otra cosa. ¡Quizás sea culpa de la sobreexposición infantil a las diez páginas de epígrafes de Moby Dick! O de los relatos de Borges, que juntos configuran una verdadera novela oculta de la que siempre renegó. Aunque no olvido que el estilo es la trama a veces y, ahora que lo pienso, cuanto más se incardinan ambos más me interesa el resultado: Philip K. Dick, por ejemplo. 

Creo que el lector actual percibe al estilista como un modelo de escritor más cerebral o distante que el confesional o el que dice limitarse a «contar una historia». ¿No es un error? ¿La búsqueda del estilo no es, al fin y al cabo, un proceso apasionado y confesional, una auténtica experiencia vital? 

Es que no entiendo de qué otro modo escribir, por qué otra razón hacerlo. Con el manuscrito de Melvill he dado tantísimas vueltas a estructuras sintácticas, adjetivos, puntos o comas, que la redactora editorial Lourdes Gonzáles se ha convertido en mi nueva heroína, ¡cuánta paciencia tiene! Es una parte fabulosa del trabajo de escritor que, por supuesto, no tiene una recompensa monetaria a la altura del tiempo invertido. No lo haces por eso, sino porque es tu deseo. El estilo es un asunto que se dirime en privado, mediante el ensayo y error constante.

Fotografía de Alfredo Garófano

En tu caso, esa minuciosidad sirve para lograr una prosa que cualquiera calificaría de compulsiva, huracanada…

Es la herencia de trabajar durante veinte años en una redacción con cierre diario, y nunca renunciaré a esa velocidad adquirida que me ayuda a escribir «a partir del no saber», como decía Barthelme. Se trata de desprenderte de la teoría y divertirte intentando averiguar qué viene a continuación. Hay escritores que planifican previamente cada detalle, pero sospecho que eso casi siempre acaba por embalsamar en alguna medida el resultado. Si sabes desde el principio todo lo que va a pasar en el texto, ¿para qué cuernos escribes? Ahora bien, después tiene que haber un trabajo de revisión línea por línea. Igual que no se lee hasta que se relee, no se escribe hasta que se reescribe.

Te preguntaba acerca del estatus del «estilo literario» porque las tres Partes de tu trilogía son muy combativas con los usos culturales recientes. No sé si estoy de acuerdo en todo lo que escribías allí, pero admito que últimamente está imponiéndose la idea simplificadora de que la literatura debería ser un taller de reparaciones de la vida del lector… ¿Lo ves así? 

Afortunadamente, nunca se ha leído y escrito tanto como ahora. Eso hace que la gente se sienta autorizada a exigir cosas a la escritura que antes, por respeto o distancia, no plantearían. Así pues, es un fenómeno al que encuentro explicación. Me sorprenden más los comentarios que lamentan no haber encontrado en determinada novela ningún personaje con el que «sentirse identificados», cuando yo siempre entendí la lectura como puerta no a reconocerse sino a desconocerse primero para recién luego conocer una parte tuya que acaso ignorabas. Una ficción que te acerca a tu propia realidad me parece un oxímoron, puesto que para mí ha sido un punto de fuga, el recurso para vivir experiencias que no tendrás en la vida: cazar ballenas, abducir a una niña por moteles de Estados Unidos… De igual manera me sorprende la actual proliferación de escritores dedicándose a escribir pura y exclusivamente sobre sí mismos y, en más de una ocasión, incluso proponiendo a sus vidas como casi obligatoria materia de gran interés y hasta de enseñanza útil para sus alumnos-lectores.

Si de algo estoy satisfecho con las tres Partes, es que empiezan siendo una especie de apología de la manía referencial para acabar renunciando a eso en nombre del sentimiento puro. Todo va a dar a un tipo que recoge a su hijo a la salida del colegio. Estoy seguro de que lo único que puede alterar y mejorar el entramado de un escritor es la paternidad

En Melvill, dices que leer es lo más parecido a escribir, «si se hace bien». ¿También a vivir?

Una vez más, las tres cosas son lo mismo. Recuerdo que en tu reseña de La parte inventada, la primera parte de la trilogía, decías que las redes sociales quizás no eran un villano a la altura del protagonista. El apunte me invitó a pensar. Me di cuenta de que el personaje descargaba su ira sobre las redes como subterfugio para no enfrentarse al verdadero enemigo, es decir, los sucesos de su infancia. Dirigir la trilogía en esa dirección supuso conseguir la convergencia plena de vida, lectura y escritura. Si de algo estoy satisfecho con las tres Partes, es que empiezan siendo una especie de apología de la manía referencial para acabar renunciando a eso en nombre del sentimiento puro. Todo va a dar a un tipo que recoge a su hijo a la salida del colegio. Estoy seguro de que lo único que puede alterar y mejorar el entramado de un escritor es la paternidad. 

¿El amor no? 

Ni siquiera el amor. Esta convicción mía protagonizaba la trilogía, cuya portada fue idea de mi hijo, y vuelve a verse en Melvill. La paternidad altera a la persona, te coloca en un lugar donde sigues proyectándote hacia un futuro que te excede. Funciona como una nave espacial que te obliga a pensar mejor los signos que muestra el horizonte. Cuando escribía Jardines de Kensington y Bolaño trabajaba en 2666, compartíamos fragmentos e ideas. Un día, me preguntó: «¿En el libro muere algún niño?». Le dije que sí. «Eres un hijo de puta y no lo voy a leer nunca», contestó, «no se mata a los niños. Cuando seas padre ya vas a ver que no podrás». Tenía razón, ahora lo sé. Los autores que afirman públicamente haber renunciado a la paternidad por la literatura me resultan interesantes. Bueno, «interesante» es una palabra ambigua. Es solo que no entiendo en qué sentido la paternidad (o la hijitud) suponen un obstáculo para la literatura. En mi caso la mejoró, ¡aunque no faltará quien diga lo contrario!

Me ha gustado mucho Melvill por todas las razones correctas, incluidas las personales (no hablaré de «identificación», pero sí de resonancias íntimas). Sobre todo, me parece un modo elegantísimo por tu parte de sobreponerte a la onda expansiva de la trilogía previa. No era fácil regresar de un proyecto tan total, en el que escudriñaste hasta el último rincón de tus ideas acerca de la imaginación, la memoria o el sueño y su relación con la literatura. Yo me preguntaba lo mismo que al ver Inland Empire de David Lynch en 2006: ¿y ahora, qué? ¿Qué más decir cuando se ha forzado al límite el propio estilo y las ideas que lo nutren? Pues Melvill ha resultado ser una respuesta muy oportuna. Su atmósfera y su anclaje histórico se aleja mucho de las Partes, sin renunciar a que se escuche su eco en cada arista de los personajes: las relaciones paterno-filiales, la figura del autor que abandona la escritura, el juego de espejos con la prosa del propio Herman Melville…

Fotografía de Alfredo Garófano

La trilogía me dejó agotado, sentía haber llegado a algún tipo de final como escritor. No me planteé dejar de escribir, pero tenía muchas dudas sobre los siguientes pasos que debía dar. Al final, Melvill, que ya se anunciaba como proyecto frustrado del protagonista excritor de La parte recordada, se impuso a otros proyectos porque me fascinaba la imagen de un padre volviendo a casa con su hijo a través del hielo. Vi en ella una manera buena de abandonar lo anterior sin abandonarlo del todo. Había empezado una novela siamesa de El fondo del cielo, que quizás será mi siguiente libro, y es probable que acabe volviendo al género del cuento (pese a que las categorías genéricas cada vez me las creo menos), pero Melvill me ofrecía la solución perfecta al problema en el que estaba metido: saldría del laberinto saltando el muro y, por lo tanto, sin renunciar a perderme en él otra vez cuando quiera. 

¿Escribir sobre el autor de un libro tan colosal como Moby Dick es un modo de resaltar la magnitud de tu trilogía? 

No, no, ¡yo solo tengo clara la magnitud que suponen en una vida dos mil páginas escritas a lo largo de diez años! Más allá de eso, si te refieres al efecto de esas páginas en un sistema literario concreto, no sé nada. No pienso en esos términos. Entre otras cosas, porque mi idea de creación se parece mucho a la de los Beatles cuando renunciaron a los tours y se encerraron a componer y a grabar capas, capas y capas de sonido, alejados del ruido y del efecto que pudieran provocar en el público. 

La ballena en Moby dick o la espiral sonora en “A day in the life” son dos de esos símbolos perfectos que parecen contenerlo todo en un grado de síntesis tan alto que se acercan a no significar nada. El último tramo de Melvill me recuerda a ambos: es una acumulación autoconsciente e imparable de finales posibles en los que siempre queda algo que decir, y al decirlo se abren nuevas posibilidades o se reactivan bucles recurrentes. Es como si el texto estuviera dispuesto a tragárselo todo.

Está bien, pero fíjate en que la nota de agradecimiento tiene muchas fechas de cierre. Lo que tú señalas tiene que ver con los plazos de escritura. Con la primera versión de Melvill me propuse parar a las cien páginas, algo que por supuesto no logré. La segunda versión, que acabé dos meses más tarde, tuvo ciento noventa y nueve páginas y media. Luego, dispuse de hasta tres fechas más de reescritura a partir de los comentarios que hicieron sus primeros lectores. Este ha sido mi libro que más amigos han valorado antes de la publicación. El cuello de botella de la pandemia fue retrasando su salida hasta plantarnos en enero de 2022. En definitiva, por primera vez he tenido un año para convivir con un texto que había dado por cerrado, y eso me ha permitido hacerlo crecer paulatinamente. Al final, me obligué a parar: en octubre estaba de viaje en Venecia y mi único esfuerzo era no mirar nada, primero para no sentir la necesidad de escribir más, y segundo porque es una ciudad muy siniestra. Mi idea de Venecia se mueve entre Corto Maltese y Don’t look now, aquella película tan opresiva con Donald Sutherland y Julie Christie que habla, precisamente, de la muerte del hijo. ¡Y encima estábamos en pandemia! Si no reprimía los sentidos, en esos días habría podido enfermar y morir.

Ser escritor es una vocación irrevocable que casi siempre nace en la infancia. Yo siempre quise ser escritor, ¡incluso antes de aprender a leer! Por eso, aun no siendo creyente, me siento en deuda con alguna deidad sin nombre. Sospecho que muy poca gente puede decir, como yo, que ha llevado a cabo plenamente su vocación primera. Esto me coloca en un lugar de agradecimiento y compromiso con la literatura

Drácula hace su aparición en Melvill, asociado entre otras cosas al descubrimiento de la literatura. ¿Siempre hay un monstruo en el origen de pasión lectora?

Si fuera así, el mío se parecería más bien a un engendro tumoral o tentacular a lo Lovecraft. Pero es cierto que Drácula fue el primer libro que leí en edición completa, con ocho años. Lo viví como si hubiera pasado a la siguiente pantalla en el videojuego de la literatura. Hay cosas del libro que me encantan. Por ejemplo, Drácula consigue que el resto de personajes se vuelvan todos escritores. No solo eso: en vez de comunicar los sucesos a Scotland Yard, sienten una necesidad desconcertante de guardarse la información para ellos. Además, el vampiro solo accede a tu casa si tú lo invitas, una metáfora perfecta de la literatura y su entrada en la vida del escritor. Ser escritor es una vocación irrevocable que casi siempre nace en la infancia. Yo siempre quise ser escritor, ¡incluso antes de aprender a leer! Por eso, aun no siendo creyente, me siento en deuda con alguna deidad sin nombre. Sospecho que muy poca gente puede decir, como yo, que ha llevado a cabo plenamente su vocación primera. Esto me coloca en un lugar de agradecimiento y compromiso con la literatura.

Hay dos aspectos de la escritura de Melvill que me gustaría tratar. Uno es el riesgo de dialogar con una obra maestra como Moby Dick. El otro es la dificultad de dar relieve a un personaje histórico como el padre de Melville sobre el que, sin embargo, apenas existe información. 

Moby Dick es un libro que se inventó un lector para sí mismo. Iba a ser una novela popular y se convirtió en lo más parecido a la Biblia que un individuo solo haya escrito jamás. Lo que a mí más interesa es el camino que recorre Ishmael, un joven que irá convirtiéndose en lector ante nuestros ojos. Su voz va adquiriendo resonancia poco a poco, y yo quería emular, no la escritura de Melville, pero sí cierta respiración que la caracteriza. Vuelvo al principio: he intentado que mi novela sea la historia de un estilo. En cuanto al padre, es cierto que no se sabe casi nada. Para crearlo me sirvió mucho la referencia de El paciente inglés, la novela de Ondaatje. Es un libro al que vuelvo a menudo. En la realidad histórica, su protagonista el conde László Almásy jamás se quemó todo el cuerpo y, además, era gay, pero Ondaatje lo convierte en el arquetipo de personaje romántico, en un auténtico Doctor Zhivago. Esto tiene su resonancia en la historia sutil y vampíricamente homosexual que vive el padre de Melville en la segunda parte de mi libro. Y bien, ¿es posible que el hombre real fuera homosexual? Sin duda, es una elucubración por mi parte, aunque no es difícil imaginar que, entre marineros ingleses del siglo XIX, la camaradería pudiera devenir a veces en una forma u otra de carnalidad. No creo que algo así resultara anormal. En cualquier caso, servirme de esta hipótesis le da una amplificación intrigante a las sospechas que siempre han rodeado al propio Melville. Como sabes, sus muestras de afecto hacia Nathaniel Hawthorne eran tan desmedidas que han dado pie a la duda de su verdadera naturaleza. He de decir que yo solo veo en ellas una muestra de admiración literaria desgraciadamente no correspondida. Por cierto, ellos dos son otra buena muestra de dos arquetipos en contraste perfecto. Supongo que a Hawthorne le correspondería ser McCartney, y a Melville, Lennon. 

¡Otra vez los Beatles! Aprovecho para confesar mi mayor deuda con Jardines de Kensington: el libro me enseñó que los textos literarios podían estructurarse a semejanza de una canción o un álbum pop. Algo recurrente en tu obra, por otra parte. 

Es una estrategia perfecta que, además, te reconcilia con el sueño de ser un tarado de la poesía. Es curioso, a mí me dicen a menudo que mi prosa es propia de un gran lector de poesía, cuando no es del todo cierto. Para empezar, soy un fundamentalista de la rima: ¡si tus versos no riman, siento que me estás estafando! Aparte de eso, claro que me gustan muchos poetas, como Charles Simic o Louise Glück, a quien ya citaba antes del Nobel… Pero sobre todo me debo a los songwritters. No escribiría como lo hago sin haber escuchado obsesivamente las frases serpenteantes de Dylan o las canciones de The Kinks. Por eso vuelvo una y otra vez a ellos, los cito, los incorporo a mi obra. Es una cuestión de respeto y agradecimiento, algo muy parecido a asistir a misa para rezar a tus santos. Diría incluso que he desarrollado una concepción evangelizadora de la cultura: considero parte sustancial de mi obra contribuir a que la gente los lea o escuche. Esto me ha reportado mucha felicidad, porque a menudo los lectores me comentan con entusiasmo algún descubrimiento que hicieron gracias a mí. ¿Sabes que la familia de Cheever se puso en contacto conmigo para agradecerme el trabajo de divulgación de su obra que he hecho en lengua castellana? No puedo desear nada mejor que eso. 

Fotografía de Alfredo Garófano

En el ranking de autores que has contribuido a popularizar, diría que Kurt Vonnegut ocupa el primer lugar. ¿Lo conociste en persona?

Sí, muy brevemente. Ocurrió durante mi época de visitante en Iowa, donde escribía La velocidad de las cosas. Me habían contado que él tenía amigos en la ciudad y eventualmente los visitaba. Me informé del lugar en el que vivían y empecé a pasar horas en un bar cercano. Un día, a través del cristal, vi una figura alta avanzando entre la nieve, con abrigo de piel, pelo parado… Solo podía ser él. Salí a toda prisa, lo intercepté y le entregué un ejemplar de Historia argentina que llevaba siempre conmigo. «Mr. Vonnegut, puede tirarlo a la basura si quiere», le dije, «pero para mí era esencial entregarle en mano este libro del que forma parte como personaje». Él se detuvo en seco, muy sorprendido. 

– Entonces, ¿en Argentina me leen?

– Algunos argentinos, sí. ¡Lo leen en todo el mundo, Mr. Vonnegut!

– ¿Y dice que soy un personaje de este libro?

– Así es. 

– Esto es lo más impresionante que me ha pasado nunca. 

Naturalmente, yo le dije que dudaba mucho que fuera cierto. 

-¿Qué puede ser más impresionante que esto? –me replicó.

-¡Por ejemplo, ver Dresde bombardeada!

-¡No, no, de ningún modo, esto es mucho más impresionante!

Luego, se hizo un breve silencio. Vonnegut tomó el libro, lo miró con aparente curiosidad y volvió a hablar:

-Entonces, nuestra historia acaba aquí, ¿verdad?

-¿A qué se refiere?

-A que si aparece usted frente a mi apartamento de Nueva York, llamaré a la policía. 

Por supuesto, me reí mucho y siempre le he agradecido ese final, que lo hizo todo mucho más vonnegutiano. 

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