POR ALEJANDRO TOLEDO

La agudeza de nuestra conciencia sólo puede existir en la medida de la intensidad de nuestras obsesiones.

Salvador Elizondo

 

El 3 de mayo de 1979, a petición de Octavio Paz y Ramón Xirau, envió Salvador Elizondo (1932-2006) al director en turno de El Colegio Nacional un currículum vitae que es un buen retrato del escritor en esa época. Lo recupero en sus partes sustanciales porque en ese texto el propio Elizondo hace un ajuste de cuentas preliminar con su vida y sus libros. Así se presenta:

Mi nombre es Salvador Elizondo Alcalde. Nací en la ciudad de México en 1932. Soy hijo de padres mexicanos. Hice mis estudios de primaria en el Colegio Alemán y en el Colegio México, de secundaria en una escuela particular en los Estados Unidos y de preparatoria en la Universidad de Otawa. Posteriormente hice los cursos para el diploma en Inglaterra, Francia e Italia. Solamente obtuve el de Cambridge años más tarde. Como nunca pude revalidar mis estudios hechos en el extranjero he tenido que asistir a la Universidad a título de alumno irregular. Con este carácter cursé el primer año de la carrera de Artes Plásticas dos veces: la primera en la Escuela La Esmeralda y la segunda en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (Academia de San Carlos), estudios que más tarde seguí por mi cuenta en Europa hasta que decidí seguir la carrera literaria en la que a la fecha me desempeño. En 1959 ingresé, como alumno irregular, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma para seguir la carrera de Letras Inglesas que abandoné al presentar con éxito el examen para el diploma de Cambridge. Entre mis maestros de entonces recuerdo con particular afecto y gratitud a Julio Torri.

 

La escuela particular en los Estados Unidos, en la que cursó sus estudios secundarios, es, claro, la Escuela Naval y Militar del Lago Elsinore, que será el escenario de una novela corta aparecida casi diez años después de que fueron escritas estas líneas (Elsinore, 1988). En el párrafo se dibuja además el carácter multicultural de la formación de Elizondo (desde su paso por el Colegio Alemán hasta sus estudios en Estados Unidos, Canadá y Europa), además del tránsito de las artes plásticas a la literatura, que tiene como punto de arribo (cual Ulises en busca de Ítaca) el magisterio de Julio Torri. Recuérdese «A Circe», de Torri, que abre Ensayos y poemas (1917), y la respuesta elizondiana, «Aviso», segundo texto de El grafógrafo (1972), en memoria de su maestro… y ambos reacción literaria a aquel pasaje de la Odisea.

El navegante de Torri va resuelto a perderse, mas las sirenas no cantan para él; el de Elizondo, igualmente «dispuesto a naufragar en un jardín de delicias», descubre que «el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo» y, para cerrar, «Su carne huele a pescado».

Vuelvo al currículum. Habla Elizondo de su regreso a la universidad en 1964, ahora como maestro de literatura: «primero en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos; desde 1968 doy la clase de Poesía Mexicana Moderna y Contemporánea en la Escuela para Extranjeros y desde 1976, como Profesor Asociado, soy titular del seminario de Poesía Angloamericana Comparada en la Dirección de Estudios Superiores, de un curso de Poética y de un taller de Poesía en la Facultad de Filosofía y Letras». Asimismo, a partir de 1968 se desempeñó como asesor literario del Centro Mexicano de Escritores.

Enlista, luego, sus libros. El primero, Poesía (1960); luego, Luchino Visconti (1963); y el tercero, Farabeuf o la crónica de un instante (1965). Es decir, siguen las navegaciones: del verso a la crítica cinematográfica, y de ahí a la novela. Al fin parece instalarse como narrador, sobre todo por el sonoro éxito de Farabeuf (novela por la que recibe el Premio Xavier Villaurrutia, traducida además en esa década al francés, alemán, italiano y croata), y publica en 1966 el conjunto de relatos Narda o el verano y la Autobiografía (también conocido como Autobiografía precoz), que es una suerte de apéndice malévolo de Farabeuf; de 1968 es la novela El hipogeo secreto y de 1969 los relatos de El retrato de Zoe y otras mentiras. También de 1969 es su primer tomo ensayístico, Cuaderno de escritura. La lista del currículum no termina ahí: aún aparecen El grafógrafo (1972); una reunión de artículos periodísticos, Contextos (1973); la antología de poesía mexicana moderna Museo poético (1974), y su Antología personal (1974).

Dice enseguida: «Durante los últimos cinco años he escrito una gran cantidad de artículos de crítica literaria y de artes plásticas que actualmente estoy revisando y seleccionando para formar con ellos dos o tres volúmenes que incluirían también los prólogos que he escrito para una docena de libros que por ser casi todos de edición limitada fuera de comercio son poco conocidos».

Esto ya nos sitúa en los años posteriores a 1979, cuando redacta este currículum, y quizá el afán de reunir ese cuerpo de escritos críticos, con esa intención exhaustiva, no se haya cumplido. Habrá ensayos y conferencias, mezclados con ficciones, en Camera lucida (1983); y una buena reunión consagrada a ese género, su libro ensayístico más integral, es Teoría del infierno (1992), en el que me detendré más adelante.

Siguió reuniendo, sí, sus textos periodísticos: Estanquillo (1993) y Pasado anterior (2007, edición póstuma)… En la ampliación del panorama parece que llegamos a una suerte de hoyo negro, pero no es así. Tendríamos, es verdad, que toparnos con esa corriente interior elizondiana, de pensamientos sobre la vida y el arte, que son los diarios y los noctuarios, escritura secreta, de estudio, a la que hemos ido accediendo poco a poco en lo que de ella ha rescatado la fotógrafa Paulina Lavista, viuda de Salvador Elizondo. A saber: la sección «Noctuarios» que aparece en El mar de iguanas (2010); y el gran tomo de Diarios 1945-1985 (2015), que es sólo una parte de los más de cien cuadernos, unas treinta mil páginas, que dejó listos Elizondo con la recomendación de que se publicaran veinte años después de su muerte.

Y aquí el paisaje se invierte o aclara. Quizá pueda decirse que para Salvador Elizondo la escritura era una labor diaria, que tenía en primera instancia el despliegue de los cuadernos y se bifurcaba hacia la creación literaria, el texto periodístico o el ensayo, o se conformaba con permanecer en ese límite marcado por el diario personal. Piénsese acaso en un Elizondo ensayista a la manera de Montaigne, en este sentido: «Lo que yo escribo es puramente un ensayo de mis facultades naturales, y en manera alguna del de las que con el estudio se adquieren; y quien encontrare en mí ignorancia no hará descubrimiento mayor, pues ni yo mismo respondo de mis aserciones ni estoy tampoco satisfecho de mis discursos».

Lo expuso así Elizondo: «En las páginas de mi diario la vida transcurre conforme a otra estructura del tiempo».

Insisto: en los cuadernos de Elizondo podemos encontrar una suerte de corriente interior de su escritura, y la revisión de éstos ayuda a entender sus avances, si la confrontamos con la obra publicada. En los cuadernos está el ensayista a lo Montaigne, en estado puro, que llevará luego algunos de esos impulsos, depurados, al conocimiento público.

Pero el currículum aún no termina. Habla enseguida Elizondo de los autores que ha traducido (William James, Malcolm Lowry, Paul Valéry, Georges Bataille o Stéphane Mallarmé, entre otros), de la suerte de sus libros en otros idiomas, de la inclusión de textos suyos en antologías extranjeras, de críticos que se han ocupado de su obra, de su participación en suplementos culturales y revistas, de becas recibidas e incursiones como jurado en concursos literarios…

El envío del currículum rindió frutos, y el 28 de abril de 1981 Salvador Elizondo ofreció su discurso de ingreso a El Colegio Nacional; su tema: «Ida y vuelta: Joyce y Conrad».

 

*

James Joyce es uno de los centros activos de su pensamiento literario. Según sus Diarios, lo descubre en 1955, a los veintitrés años. El 22 de marzo apunta: «Anoche terminé el Ulises. Qué libro tan maravilloso. Es la más grande lección de literatura de muchos siglos para acá».

El 22 de mayo dice haberle robado cien pesos a su mamá para comprar Finnegans wake; y al día siguiente presume tener ya el ejemplar en sus manos. A la vez se topa con Pedro Páramo; y combinará esas lecturas en la redacción de un cuento rulfiano que utiliza la técnica del monólogo interior.

Ulises se convertirá, en esos años, en libro de cabecera y volverá a leerlo íntegro en 1956, con el apoyo del estudio de Stuart Gilbert que revisa la novela de Joyce capítulo por capítulo. Escribe Elizondo el 10 de junio, días antes del celebrado Bloomsday, el día que ocurre el Ulises, que es el 16 de junio: «Hoy terminé de leer Ulysses. Es verdaderamente prodigioso. Creo que si no fuera porque tengo tantas ganas de leer a Shakespeare me pondría a leerlo en el acto nuevamente. El último monólogo interior de Molly Bloom es la más bella pieza jamás escrita».

Alguna vez tuve ese ejemplar del Ulysses de Elizondo en mis manos, edición de Modern Library, firmado por él en Nueva York el 23 de abril de 1956. En las páginas finales escribió con pluma fuente: «Éste es el libro más genial que jamás se ha escrito».

Sigo, rápidamente, las huellas de Joyce en sus Diarios: en 1958 relee Dubliners («No cabe duda de que Joyce es el más grande escritor de nuestro tiempo»), e incluso se propone adaptar «Eveline» para la televisión; e intenta una «Aproximación a James Joyce» que, al parecer, no sale de ese espacio íntimo, apuntes que no serán incluidos en Cuaderno de escritura, donde, no obstante, está la «Invocación y evocación de la infancia», dedicado a Proust y Joyce.

En la «Aproximación a James Joyce» discute Elizondo con Stuart Wilbert y Carl Gustav Jung (una lectura exegética y otra psicoanalítica), para concluir:

La esencia del Ulises no reside en la forma misma con que a nosotros nos es dado comprender la novela. Si se busca bien en los intersticios de esa forma aparentemente compleja se llega forzosamente a Moby Dick, por lo que a la historia de las formas literarias respecta. Sin embargo, no se trata aquí de un realismo simbólico, es decir, de un realismo que propone símbolos constituidos por objetos de la realidad, símbolos que fundamentalmente nunca traspasan los límites entre la novela y la poesía. Moby Dick es la transcripción real de la realidad al plano de la literatura por medio de la realidad-apta-de-ser transformada-en-símbolo. El Ulises, por el contrario, independientemente de su carácter simbólico (carácter que, por lo demás, está más allá de su forma), no es sino una recreación, una reconstrucción detalladísima de la vida, pero no de la vida con el sentido trascendental que le dan la mayor parte de los pensadores, sino de esa vida que se desarrolla dentro de los límites de la percepción sensible, inmediata.