En Cuaderno de escritura hay ensayos sobre poesía y artes plásticas; sabemos que Elizondo intentó ese género literario y también en su arranque artístico se vistió con el traje de pintor.

En cuanto a lo primero, en Cuaderno de escritura revisa «La poesía de Borges»; y en Teoría del infierno se detiene en cuatro poetas mexicanos para él fundamentales: José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Ramón López Velarde y José Gorostiza. Considera Elizondo que la poesía es, esencialmente, una descripción de la tierra de nadie que se extiende entre el panorama subjetivo y el panorama objetivo; y al leer a Gorostiza encuentra, otra vez, el mito de Orfeo como fundamento poético, para decir: «Todo poema refleja el drama del descenso a los infiernos de la nada, viaje a la muerte en el que se cifra no solamente el significado del poema que puede ser único, múltiple, o no ser, sino el movimiento por el que se cumple la poesía».

Y en lo que respecta a las artes plásticas, en Cuaderno de escritura se limita Elizondo a mostrar empatía por contemporáneos afines a sus búsquedas, como Alberto Gironella, Francisco Corzas, Sofía Bassi y Vicente Rojo… Con Gironella se planta, previsiblemente, ante la recreación en lienzo que éste hace de la imagen fotográfica del supliciado chino hallada en Bataille, para decir: «La condición esencial de la tortura es su antítesis: el sacrificio de quien la sufre. Sólo la relación que existe entre los amantes es tan estrecha y solidaria como la que existe entre el supliciador y el supliciado».

 

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Y acaso otro de sus temas centrales es la escritura, aquello que fue concentrado, del modo más sintético posible, en «El grafógrafo». Por la revisión de los diarios, y luego de atender esas concreciones que fueron los artículos periodísticos y los ensayos de largo aliento, además de la obra narrativa, uno se percata de que en el ejercicio cotidiano Elizondo es aquel que siempre escribe, escribe que escribe, mentalmente se ve escribir que escribe… Es decir, la escritura, diurna o nocturna, era su forma natural de respirar. Aunque sus libros se fueron haciendo breves, aún con esa tendencia a la síntesis acaso heredada por su maestro Torri de publicar sólo lo esencial, surgía un brote constante, casi sin sosiego, al enfrentarse caseramente a los cuadernos, en páginas en las que Elizondo, día a día, escribe, escribe que escribe, mentalmente, etcétera. Pudo haber dicho, a lo Flaubert: «El grafógrafo c’est moi».

Esto queda expuesto en el ensayo final de Teoría del infierno, titulado «La autocrítica literaria», en el que se hace las siguientes preguntas:

¿Cómo podría ese escritor que se llama Yo crear una obra sin que para ello empleara o aplicara, al acto mismo de crear esa obra, una potencia que no fuera, ella misma, acentuadamente crítica?, ¿cómo podría ese Yo crear una obra que no estuviera hecha de la substancia de sí misma que el concebirla crea?, ¿de qué podría estar hecha la obra si no de sí misma y de la conciencia de sí misma en su creador?

 

Para ofrecer esta respuesta:

Sería necesario obtener, no una crítica tardía de la obra, sino una crítica inmediata de la escritura: una crítica que estuviera empleada como método y que se fundara en el esquema «Escribo. Escribo que escribo, etcétera…» Es decir, sería necesario poder verse escribir como procedimiento mismo de la escritura.

 

En Salvador Elizondo se cumple ese procedimiento. El escritor se enfrenta a un laberinto múltiple conformado, como en Borges, por espejos, y en el que a ratos se asoma, como una réplica deformada, la imagen del supliciado chino. La página del libro o del cuaderno es el escenario en el que ocurre ese desgarramiento.

 

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