«Estoy segura. Este primer acceso a los libros, percibirlos, ellos de cuerpo entero y yo de cuerpo entero, me hizo lectora para siempre, aunque no supiera leer. Había prendido el fuego. Un deseo de habitar lo que se me escapaba. Habitar es comprender. Y comprender es pertenecer un poco»

POR KATYA ADAUI

Hace poco caí en la cuenta de que, si bien en mi casa no hubo muchos libros, los oficios de mis padres tenían que ver con grafías: mi padre era profesor de inglés y mi madre, secretaria. Él corregía exámenes, los pasaba de un idioma a otro, grababa casetes leyendo cuentos para sus alumnos, y ella, gran taquígrafa, convertía todo al vuelo –las llamadas de sus hermanas, los dictados de sus jefes, las recetas de la cocinera de la tele, las listas del mercado, los reclamos que bullían–, en signos secretos. 

Nacidos en Arequipa y en Lima, hijos de migrantes palestinos e italianos, esto no lo viví como extrañeza, nunca, estaban inmersos en el quehacer de la ciudad, se iban todos los días sin falta al trabajo y volvían tarde. ¿Cómo recién puedo notarlo? Me los hacía extranjeros, perpetuamente extranjeros, es decir, interesantes, su creación con materiales que yo no estaba en capacidad de traducir, pues no me iban dedicados ni esperaba que fueran para mí. En las vidas que les imaginaba, las vidas que ocurrían por fuera del espacio compartido, mis padres tenían quien los comprendiera, lectores afines, destina  tarios que atravesaban sus contraseñas y les encontraban sentido.  

Si bien los gatos no se arrastran, quizás cuando decimos “la niña ya gatea”, estamos reconociendo: ensaya una curiosidad. He leído que ponerse de pie, volverse bípedo, es una decisión. Ningún niño comienza a caminar al mismo tiempo que otro, así como tampoco empieza a hablar al mismo tiempo que otro.  

Tenía menos de un año cuando gateé (¿así se escribe?) hacia la estantería de la entrada de casa. Mi madre no tenía oficina, sino un escritorio público en el banco donde trabajaba. Oficinistas, gerentes, otras secretarias y una fila interminable de vendedores puerta a puerta la visitaban a diario. Con la ambigüedad de ser compulsiva y precavida, regresaba orgullosa de sus compras: sobre todo colecciones de enciclopedias ilustradas y mermeladas. Y aunque mi padre, el más dulcero de todos, se quejara de que no hubiera plata y de que sus hijas todavía no sabían leer, mi madre las escondía y olvidaba en el primer piso de la estantería, al ras del suelo. 

Sacarlas, empujarlas, abrirlas, pasar las páginas, babearlas, montarlas, recorrer los dibujos con los dedos, volver a cerrarlas. Un juego despreocupado y feliz. Nadie me cargó lejos gritando: ¿Qué estás haciendo? 

Estoy segura. Este primer acceso a los libros, percibirlos, ellos de cuerpo entero y yo de cuerpo entero, me hizo lectora para siempre, aunque no supiera leer. Había prendido el fuego. Un deseo de habitar lo que se me escapaba. Habitar es comprender. Y comprender es pertenecer un poco.

Los caracoles y las tortugas, los primeros animales que adoré. En los dibujos animados de mi infancia quedaban desprendidos. Ante cualquier sobresalto, escapaban de sus caparazones –cascabeleaban largo rato vacíos– y corrían desnudos. Pasaron años hasta que entendí que son estructura de una sola cosa. Los caparazones crecen a medida que ellos crecen, su blandura inicial metamorfosea en costra.  

Hay tortugas que hibernan y al despertar meses más tarde tienen un jardín a cuestas. El espiral ajado de un caracol adulto muestra las marcas de todas sus sobrevivencias. 

En la mudanza amorosa que hice hace tres años y medio a Buenos Aires supe por primera vez de la existencia del gliptodonte. Solo descubrimos el mundo que buscamos, escribe en su diario Henry David Thoreau. No en el lugar más obvio, un museo de historia natural: lo vi en una estación de subterráneo. Exhibido al tránsito, al que está apurado uniendo un punto con otro. La coraza, en su caja de vidrio, en medio del vaivén, cerca de las escaleras de salida. Hoy me tocó volver a pasar por ahí, la estación Triunvirato y Tronador, en Villa Ortúzar. Una memoria permanente, con solidez de armadura: sobre esta tierra vivimos y bajo esta misma tierra fuimos encontrados. 

Escribe Oswaldo Reynoso en El escarabajo y el hombre que “el aroma violeta de la hierba y nocturno de gasolina nos arrastra por un subterráneo a la infancia”.

Durante la construcción de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, mientras excavaban el terreno para sentar sus pilares, apareció un fósil de gliptodonte. Por la disposición de los restos, la sospecha de que el animal murió caminando hacia el Río de la Plata. La estructura de armadillo de la biblioteca imita –en coincidencia milagrosa– el cuerpo que albergó silencioso por miles y miles de años. En su honor, los ventanales miran al agua, en vez de darle la espalda, como tantos otros edificios porteños. La vista desde cualquier salón de la biblioteca, bocanada al horizonte, una altura desde donde escuchar el silbido de las copas de los árboles y, sin embargo, todavía a escala. Armadillo, librería y pájaro, espécimen único en su especie. 

¿Pero por qué estos animales me gustan tanto? ¿Por qué me abordan brindándome consuelo? ¿Por qué los he observado sin tocarlos, apreciándolos de lejos como a todo lo sagrado? Porque son inseparables de sus casas. Son sus casas. Avanzan con ellas, con un peso nunca excedido, a medida. Desalojarlos es la muerte. La mayoría de animales huimos del peligro, ellos se inmovilizan. Confían en la firmeza atávica de su propia rugosidad y al esconder su cuello y su cabeza los resguardan. 

¿Y qué es casa para mí? Casa es cualquier lugar donde puedo escribir. O donde puedo pensar en escritura o acumular para después o preservar la cabeza. En Cuentas pendientes, su libro de relecturas, Vivian Gornick dice: “Cuando me sentaba a escribir, el yo que albergaba un sinfín de angustias e inseguridades parecía disiparse”. Peregrinaje de adentro hacia afuera; silencio y distancia, observar, desplazar, cambiar de sitio, aventurarse, dar cuenta de una minúscula y temblorosa porción vital, acompañar a un lugar inesperado y llegar, por fin, a casa. ¿Pero qué casa? No tener nunca una respuesta precisa es ambivalencia y condición natural: de nuevo, pertenecer solo un poco. 

Apenas dieciséis años tenía Martín Adán cuando escribe en “La casa de cartón”: “Tú no comprendes cómo se puede ir al colegio tan de mañana y habiendo malecones con mar abajo”. Si vivir es irse traduciendo a uno mismo la experiencia cotidiana o fenomenal, Adán me regaló una verdad precisa, el eco de un pensamiento terminado. Cada vez que escribimos sobre todos los mares de nuestros paisajes, estamos conversando con quienes pensaron esos mares antes. Continúa Adán: “El mar es un alma que tuvimos, que no sabemos dónde está, que apenas recordamos nuestra –un alma que siempre es otra en cada uno de los malecones–”. 

Malecón. Rambla. Costanera. Se escribe como se nombra y como se camina, yendo en paralelo al agua, con el alma que tenemos.  

No en el cincelado de la piedra firme. En el océano dudoso, donde se ahoga y resurge nuestro miedo. 

En los cuarenta y cinco años que llevo de vida, cada vez que estoy cerca, me lanzo al mar de cabeza. Alguna vez incluso con la ropa puesta, atraída por una sirena interior. Consigo avanzar apenas unos sesenta metros aguas adentro, la rapidez de unas brazadas y pataleos torpes, con una euforia y un abrigo, –pese al hielo– por la audacia, por lo desconocido. Quizá así también la escritura: zambullida en aguas misteriosamente cálidas, nítidamente hondas. 

Siempre nadé en playas públicas, hoy tan escasas en mi ciudad, loteadas, privatizadas, entregadas al motor y la opulencia. Decir que los limeños hemos perdido en ciertas playas la arena que tanto nos sobraba no es exageración. 

En Buenos Aires, cuando extraño el Pacífico, voy al río. Antes que cualquier imagen, su presagio es olfativo. El agua dulce ingresa con chisporroteo, pantano y estanque, verdor asimismo perfumado. Pero en la pátina opaca de este río no te puedes bañar; están contaminadas.  

Rodeada de agua en la reserva ecológica Costanera Sur yo me calmo, la ansiedad enmudece. 

Retomo el centro de la ciudad, desde lejos contemplo la orilla y me hago isla. Camino para mí. Agradezco la buena disposición: recopilo frases, puntas de fotos abandonadas, carteles de perros perdidos a los que hay que darles siempre una medicación urgente, fotografío a un niño echado en la pista cerrada y a su madre esperándolo tranquila. Estos elementos –nada tienen que ver entre sí– se quedan flotando, hasta recuperar mis cuadernos o mi cámara y ojalá alguno se ponga al servicio. 

Busco una estructura. Toda casa aspira a albergar con dignidad. Lo que no puede perder la gente, bajo ningún motivo, pienso (también) en mis personajes, es su dignidad (también). 

Esta que escribe soy yo y no soy yo, como un desdoblamiento. Pero no hablo de estar apática o escindida. Hablo del instante en que por fin pierdo el control y entrego. Me olvido de la irritación del mundo. Me concentro. Pareciera que las palabras me han sido dadas y sé que no es verdad. Recopilé con muchísima paciencia, me senté horas, leí para que vinieran escritoras y escritores queridos a mi rescate –todo lo que se ha escrito, se está escribiendo y se escribirá mañana–, me dolieron las falanges y la espalda. La reescritura es un placer afilado, un filo placentero. 

En los talleres de escritura que dicto en línea vuelvo a desdoblarme. Como una médium, escucho bien y mejor, entiendo los textos, invito a interpretarlos y a editarlos. Sé que no estuve sola, otros pensaron conmigo. Entrelazo en esa misma red que venimos tejiendo frente al fuego. Conexión caudalosa, sistema de acogida, acumulativo, asociativo, de pérdidas, de trasvases, de intercambio y desvíos. Apenas salgo de esta comunidad, del disfrute profundo de los lazos, de la exposición de nuestras dudas sobre cómo continuar, cómo hacer que una oración tironee a otra de la lengua, la adultez vuelve a costarme. 

En el país de la carne, intento y fracaso e intento ser vegetariana. ¿Por qué la vida de mi gato vale más que la de una vaca? Otra pregunta que no me puedo responder. Y como adoro cocinar, me matriculé en un curso presencial de cocina basada en plantas. Durará un año. Primera clase. A los dos que nos gusta el ají nos encargan preparar la salsa picante que bañará los pimientos, el zapallo y las coles del plato principal. Pero mi compañero no comparte y acapara la licuadora. Me ven ociosa y me mandan a tostar las nueces, el maní y el sésamo. Me estanco frente a mis dos sartenes, atiendo el dorado parejo. Nosotros llamamos ajonjolí al sésamo, más sonoro, más rico, con esa tilde final, suena a insulto, casi, un pariente del carajo: ¡Vete al ajonjolí con tu ají! La profesora anuncia: Aún no toca pastelería, pero como tenemos tiempo, haremos una torta de chocolate. Tomá los zapallitos italianos y picalos que son el relleno, pide. Chocolate amargo y zapallitos. ¿Eso dijo? Tardamos en recoger los cuchillos, nos paralizamos. (Estos van a meter las plantas en todo, susurra una). Mientras hacemos el baño María y el chocolate se derrite que da gusto, la cascada de vegetales le cae encima. Humedad y sabor esponjoso y tesitura de manjar.

La profesora ha ido lanzando al aire:

-Se corta sin despegar el cuchillo del plato.

-Todo lo que hierve va destapado.

-Al chocolate hay que mantenerlo templado.

-Se bate con fuerza y con ritmo.

-Siempre que hagamos algo dulce: una pizca de sal para activar la preparación.

-Los grumos se descartan.

Su voz se adentra y yo intuyo que está hablando de literatura, es cuestión de sustituir: se escribe sin despegar la mano/el corazón/los ojos del texto. 

Todos los ingredientes acumulados uno junto a otro y recién comenzar. Ingredientes sin relación y de cuya consistencia sospechamos. Podrían resultar en bocado asombroso. En mi país decimos “comió bocado” por comió veneno. Separar lo nutricio del peligro. Calibrar cantidades: ni mucho ni poco, ese intermedio esquivo. Se prueba y se corrige. Hay receta pero no hay receta. Evitar despilfarro, aprovechar la merma, alimentar.

Nueve años atrás heredé un cuaderno con recetas de mi madre, escritas a mano por ella para mí. Al final de algunas páginas se lee “y así te queda crocante, como a ti te gusta”, pero también, en otras, tal vez apurada, dejó arrebatos de taquigrafía. En cada nudo, en las huellas de sus treinta años como secretaria, ella dialogaba sin saberlo con Aristófanes de Bizancio; dos mil años antes de Cristo, el director de la Biblioteca de Alejandría –para facilitar con pausas la lectura en voz alta– inventó los dos puntos, el punto y la coma. 

Yo no quiero, aún hoy, traducirme las anotaciones crípticas. Sostengo su corazón indescifrable.

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