EL MISTERIO DEL AMOR

El encuentro con lo misterioso en Turguéniev y Zúñiga asimismo está relacionado con su filosofía del amor. El mito hierogámico de la antigua religión de la fertilidad, que subyace en realidad artística de los escritores, está asociado con el papel transformador de Eros en la vida humana.

Frente a la espiritualidad neoplatónica, según la cual la esencia de los dioses está más allá de la naturaleza, en ambos autores la unidad divina nunca se distingue de la unidad del mundo. Si la categoría del amor y eros en Tolstói es una ley natural que actúa solo en los niveles inferiores del ser, contribuyendo a la satisfacción del instinto genérico, y en los niveles superiores pierde su fuerza y se convierte en un valor ilusorio, en Turguéniev y Zúñiga es un principio existencial absoluto inseparable. El cuento «El ángel» del escritor madrileño es una alegoría de lo divino separado de lo humano por falta de conciencia pasional. La mujer, sumergida en la rutina cotidiana del trabajo, al pasar por la plaza cada día ve la gigantesca estatua de un ángel con alas desplegadas que parece observarla desde sus alturas. Enamorada de su belleza, en su corazón invoca al ángel y hasta tal punto es grande su deseo de estar acompañada por este majestuoso ser, que un día el ángel acude a su silenciosa llamada y desciende de su basamento para acercarse a ella, pero no puede ver su gesto enamorado, porque es ciego. Dubitativo, vuelve a su lugar en lo alto de la columna para jamás hacer la nueva catábasis y permanecer eternamente en su solitaria postura, separado de la vida humana. Y la mujer, presintiendo la muerte cercana, se funde con la fría y húmeda sustancia existencial, perdida entre la gente condenada a la soledad, debido a su ruptura con lo divino y bello. La ceguera del ángel es simbólica y puede ser interpretada como impotencia de los poderes superiores de contactar con este mundo por desconocimiento de la naturaleza del ser humano, incapaz de percibir lo bello y lo eterno fuera de la esfera de las emociones.

La capacidad de amar es considerada en la obra de ambos autores una de las facultades más sublimes del alma humana que la eleva hacia lo divino. El principio del amor pasional en Turguéniev constituye la ley de la vida, su más misterioso y verdadero sentido. En relatos como «Asya», «Aguas primaverales», «Petushkóv», «Una infeliz» o la serie de poemas en prosa, el comportamiento de los personajes en general no está determinado por la psicología o el entorno habituales, sino por impulsos internos, apenas conscientes, que transgreden el ritmo regular y producen una perturbación emocional en el alma humana. La falta de movimiento, el estancamiento, la quietud de la vida provinciana estallan en una explosión de emociones y fuertes sentimientos de amor, sin los cuales la vida genuina es impensable. La rosa caída en el suelo húmedo y luego quemada en una chimenea simboliza para Turguéniev el alma de una mujer que ha colmado su deseo amoroso, movida por el irresistible poder del instinto, y aunque se siente humillada y destrozada, es feliz (Rosa). Los personajes de Zúñiga encarnan el ideal de Turguéniev de mujeres apasionadas, profundas e impulsivas, que buscan la respuesta a sus inquietudes carnales y espirituales en el hombre, y, habiéndola encontrado, tienden a trascenderla. Amar y ser amado, desperdiciar energía vital en un sentimiento fuerte, justifica la existencia de un hombre en la tierra, el cual, según la intención literaria del escritor, debe vivir de acuerdo con las leyes naturales, y no en su contra.

En más de una ocasión lo misterioso divino en la narrativa erótica de ambos autores hace su presencia asimismo a través de las estatuas. Símbolos de armonía y belleza, constituyen el trasfondo apolíneo de la narración. En el mundo estatuario en Turguéniev predominan las esculturas de las villas renacentistas italianas y las de los jardines públicos de San Petersburgo. El espacio idílico en la obra de Zuñiga es la arquitectura del parque del Retiro de Madrid con las estatuas de los dioses de la mitología clásica como trasfondo de acción. Gracias a la écfrasis estatuaria Turguéniev y Zúñiga incorporan en la esfera de lo divino los sentimientos eróticos pasionales de acuerdo con el concepto clásico y helenístico del eros como una fuerza irracional que emana de la esfera de lo transcendental. En «El canto del amor triunfante», Turguéniev pretende que las estatuas de un jardín privado renacentista despierten en Valeria, la mujer del relato, sentimientos eróticos: «tras ella, sobresaliendo por su blancura del sombrío verdor de los cipreses, parecía sonreírle con una risa malvada un sátiro de mármol, acercándose sus finos labios hacia la siringa» (VIII, 345).[2] El cuento narra la historia de una bella joven de Florencia casada por sugerencia de su madre con un noble joven Fabio, aunque en realidad estaba enamorada de Mucio, también un joven guapo y noble. Unos años después de su casamiento, tras su estancia en la India, Mucio despierta en Valeria el viejo amor y la seduce contra su voluntad mediante prácticas mágicas. Perturbada, experimentando remordimientos de conciencia como buena cristiana, Valeria, hasta ahora yerma, siente en su vientre «el temblor de una vida naciente». El mismo dilema entre el amor pasional y convencional surge en la miniatura de Zúñiga «El quiosco». El autor nos invita a presenciar el misterio de la reanimación de las estatuas de un parque que, a efectos del sol del verano, recobran vida para volver a convertirse en silenciosas figuras en invierno, ocultas por las nieblas y el frío. A este parque, cada mañana se acerca una dama, víctima de un marido puritano y moralista. Se escapa de la oscuridad de su casa, para disfrutar del sol, de la naturaleza viva, oír el canto de los pájaros y de las ranas, el rumor del viento en las copas de los árboles. Como acudiendo a su demanda de amor, descienden de las estatuas personajes de la Antigüedad clásica: un jardinero joven y dos criados de ambos sexos, para despertar en ella la sensualidad dormida e iniciarla en sus juegos eróticos, liberando su cuerpo para desconocidos placeres. A finales del verano su marido la sorprende e indignado por lo visto, enciende el quiosco, como lugar de pecado, obligando a su mujer a regresar a casa sin volver la mirada hacia atrás, pero ella desobedece y tan arduo es su deseo de quedarse en el lugar que le daba tanto placer que, mirando hacia el cenador en llamas, despacio se convierte en una estatua de mármol, con la mano sosteniendo el chal: «Así, una estatua de resistente piedra proclamaría en aquel parque la irreductible persistencia del amor» (Zúñiga 2003, 31). Esta máxima de Zúñiga se hace eco de «Párate», un poema en prosa turguénieviana que transmite el sentimiento de pasmo y admiración por la belleza femenina similar a la de una venus clásica: «¿Qué dios ha hecho retroceder tus rizos dispersos con su tierna brisa? ¡Sus besos arden en tu frente pálida como el mármol! Aquí está: ¡un secreto al descubierto, el secreto de la poesía, de la vida, del amor! ¡Aquí está, aquí está, la inmortalidad! No hay otra inmortalidad, y no es necesaria. En ese momento, te ascendiste, te volviste más allá de todo lo transitorio, lo temporal. Este momento tuyo no terminará nunca» (VIII, 456).

En otras ocasiones, lo sagrado se manifiesta en ambos autores a través de los estados místico-extáticos (tradición dionisíaca). «Las ninfas», un poema en prosa de Turguéniev, transmite al lector el «puro y báquico sentimiento» del narrador, que en un estado de trance invoca con un conjuro al dios Pan y su séquito de ninfas. Como respuesta a su clamor, casi por compromiso, «se oyó el breve susurro de unos livianos pasos, y a través del verde espesor se vislumbró la marmórea blancura de unas túnicas ondulantes, la tersura rosácea de unos cuerpos desnudos… Eran ninfas… ninfas, dríadas y bacantes que salían corriendo hacia el valle» (VIII, 445). En una de las ninfas el narrador reconoce a Diana e intenta entablar una conversación con ella, pero la diosa se detiene horrorizada por la visión de la cruz, y el autor expresa lástima por la pérdida del mundo de amor y belleza que emanaba de la mitología griega. El cuento «La noche» de Zúñiga ofrece la historia del encuentro del hombre con una ninfa, pero, a diferencia de Turguéniev, no ambientada en la Grecia clásica, sino en suelo eslavo: es un pastiche de las leyendas populares sobre las rusalki, unas ninfas rusas, peligrosas para el hombre por su capacidad de seducción. En una fascinante y poética miniatura, Zúñiga recupera el mito sobre la locura divina que viene de las ninfas que da al ser humano placer e inmortalidad. En la noche de San Juan el pescador corre el peligro de ser poseído por una ninfa de extraordinaria belleza: «en su pelo temblaban puntos de blanca luz, y la tela de una larga túnica que vestía daba un resplandor suave» (Zúñiga 2003, 161). No obstante, el pescador no deja que la rusalka le arrastre al fondo del río sino que, con un esfuerzo increíble, la saca del río, y los dos experimentan el gozo supremo en medio de la mágica noche de verano.