Elisa Victoria
Otaberra
Blackie Books
192 páginas
No importa haberse dado cuenta tarde, como en mi caso, de que la Otaberra (2023) de Elisa Victoria (Sevilla, 1985) esconde tras su título la palabra Arrebato escrita del revés, por influencia casi espiritual de la célebre película de culto de Iván Zulueta, que sobrevuela de manera casi imperceptible sus páginas, tal y como ha confesado la autora en algunas entrevistas. Porque esta Otaberra es puro universo «victoriano», sin ser por ello retro ni autobiográfico, y sí más libre que nunca, más primitivo o primigenio, según se mire, más experimental también, o, mejor dicho, más desatado y sin embargo contenido, gracias al difícil equilibrio de emociones aquí conseguido por Elisa Victoria. Otaberra es así un texto eminentemente triste, pero también eminentemente hermoso; un texto curtido, maduro en tiempos y formas, pero en cuyo interior late el corazón literario de un adolescente, de ahí su inocencia, de ahí lo tembloroso de ciertos pasajes, especialmente aquellos sustentados por el tacto de ciertos objetos, metidos todos ellos en una cajita, donde cobran una corporeidad anímica inusitada, hasta el punto de que alrededor de ellos gira, pienso, el grueso sensorial de la propuesta. En Otaberra, estos objetos no solo se tocan, sino que suenan, se huelen… Elisa Victoria posa sobre ellos una penetrante capacidad de observación.
En las presentaciones, la autora suele repartir de hecho un cromito, el número 23 de la colección del Robin Hood de Walt Disney, en el que se ve a la zorra Lady Marian y al conejo arquero Skippy, pudiéndose leer en su reverso: «Este cromo tendrá sentido para ti dentro de unos meses. Un saludo desde el futuro». Y así va la cosa, de recuerdos rotos que se reconstruyen con el tiempo, de dolores sordos y huecos, de vacíos vitales y futuros traumados en definitiva, sin tener que incurrir para ello en fórmulas existencialistas, en parafraseos ensimismados, pues todo lo que aquí se cuenta está muy pegadito a la tierra, a la del pueblo de Otaberra, y se encuentra bajo las sábanas, bajo las camas de sus habitantes, donde anidan las culpas y los miedos, y es por esto que la novela parece a veces un híbrido entre Lorca y Lovecraft, si tal cosa es imaginable, que lo es, y si no lean la escena de Renata en el velatorio, y si no lean la escena en la que Eusebio se entrega a la noche… Los géneros literarios se superponen así de forma natural en Otaberra, y se pasa del terror al costumbrismo kitsch del mismo modo a como los niños se intercambian cromitos, todo tejido en verdad cual tela de araña para envolver en el fondo una historia de honda amistad juvenil.
Otaberra son todas estas cosas y todas funcionan a la perfección, todas vibran y todas titilan, fundamentalmente porque en buena parte están narradas por dos calcetines, infalibles como narradores no fiables, toda vez que no pocas veces luchan contra las voces de las manos de las dos niñas que los encarnan. «¿Pero esto pasó de verdad o se lo está inventando?», se pregunta Rita en un momento dado; «Es lo mismo», responde muy sabiamente Beatriz. Y es así como lo literario en Elisa Victoria trasciende en esta su nueva y brillante fabulación, aquí y ahora más directa y original que nunca, arriesgada en estructura tras dos títulos narrativamente más convencionales, dejando atrás, para siempre, la eterna promesa que ha ido siempre asociada a sus textos. Otaberra es por tanto una consolidación de revelación, pues con ella la autora crece sin repetir fórmula, y lo hace delicada pero sin filtros, disfrutando de la frescura de un estilo más gamberro, más fanzinero, más liviano y divertido, bajo en grasas y aun así lleno de resonancias.
Y no importa haberse dado cuenta tarde, como en mi caso, de que la novela está dedicada «a la genuina memoria de Paco Arenas», a quien tuve la suerte de conocer, y cuya prematura muerte nos dejó a tantos impactados, hasta el punto de que su infatigable espíritu iconoclasta vagará ya siempre de por vida por las calles de Otaberra. Y poco más se le puede pedir a la literatura.