Nuria Barrios
Todo arde
Alfaguara, Madrid, 2019
296 páginas, 18.90 € (ebook 7.99 €)
POR MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ

 

¿Puede el infierno convertirse en nuestro hogar?, ¿qué fuerza nos inclina a la violencia y al aislamiento?, ¿por qué algunos de nosotros preferimos ambas cosas al amor y la seguridad que ofrece la familia? Estos son algunas de las preguntas que los lectores nos hacemos, siguiendo las reflexiones del protagonista de Todo arde, la novela más reciente de Nuria Barrios, en donde el joven Lolo recorre el poblado de chabolas donde vive su hermana Lena, una yonqui enganchada al crack y a la heroína, con el propósito de convencerla para que vuelva al hogar de donde desapareció un año antes. La autora madrileña actualiza con ese argumento la leyenda clásica de los esposos Orfeo y Eurídice: describe la gesta del hermano como un descenso al Hades, pero sustituye por amor fraternal el romántico. El resultado del tropo es una reflexión sobre el significado de la palabra «hogar» que recorre toda la obra. «¿Se habría enganchado su hermana a la heroína porque no era feliz en casa?, ¿o se había marchado de casa por culpa de la heroína?», se pregunta el chico de dieciséis años: «No sabía por qué había comenzado a alejarse ni en qué instante se había separado de ellos definitivamente, pero su ausencia cuestionaba todo: el hogar, a sus padres, también a él».

Al mudarse al poblado —donde «no existía el pasado, tampoco el futuro, sólo existía el presente. Un presente idéntico, repetitivo, absorbente»—, Lena ha sustituido a su familia por un elenco de afinidades dudosas, como la de su novio, el yonqui Mikis, y la gitana Esma, que se adjudica un rol maternal con la chica para venderle drogas. Ha hecho de su nuevo hogar el infierno. De hecho, el «ardor» al que se refiere el título de la novela remite a las fogatas y los mecheros en los fumaderos, que atraen a los adictos, como la lumbre del hogar. A lo largo de la novela, Lolo se cuestiona sobre las razones que llevaron a su hermana a esa decisión; no puede evitar los sentimientos de culpa, preguntándose si él y sus padres, en el fondo, no supieron desde el principio que Lena había iniciado un descenso a los infiernos y prefirieron hacerse la vista gorda. «¿Cuánto habían conocido sus padres y él sin llegar a admitir lo que sabían? Habían visto, habían sabido, pero todos habían ideado sin darse cuenta un modo de no ver, un modo de no oír. De no saber. No eran culpables de la situación de Lena, decía la madre. Pero, ¿eran inocentes?», se pregunta el chico.

Uno de los grandes aciertos de Todo arde es la decisión que toma Barrios de utilizar, en casi todo el texto, el punto de vista del hermano menor; un personaje entrañable, a medio camino entre un niño y un adulto. Lolo observa a Lena desde su adoración y su propia madurez empieza en la caída de ella. La oscuridad de la hermana perfila sus sombras. Porque la autora presenta al personaje de Lena como la fortaleza de la niñez de Lolo. Parte de la simpatía que él genera se debe a que es tartamudo, mal que describe como «un corazón secreto y doloroso» y que pudo superar gracias a la ayuda de su hermana: «Ella había entrado en esa herida de puntillas, sin hacerse daño». Sobre su frustración, Lena había construido un puente y, en Todo arde, Lolo intenta tender ese mismo puente, o uno similar, hacia ella.

En términos simbólicos, lo más importante es que en esa tartamudez, Barrios permite establecer un nuevo parámetro de comparación entre Orfeo y Lolo. Y lo hace por contraste. El héroe griego era hijo de Apolo, dios de la música y las artes, y de Calíope, musa de la poesía épica y la elocuencia, de quienes hereda el don de la música, la poesía y de la eficacia con la palabra. La capacidad de convencer hablando y de establecer empatía a través de la música en Orfeo se pone del revés en el personaje de Lolo. Pero la música es también, en su caso, el lugar donde establece la empatía con su hermana a la vez que una herramienta para superar sus dificultades para hablar; por eso, la canción infantil «El jardín de la alegría» es el recuerdo que lo une a su hermana: cuando la cantaban juntos él podía hablar de corrido. Por eso ahora no comprende la fragilidad de Lena: «En su imaginación, su hermana era a veces diminuta y vulnerable igual que el cachorro, mas otras veces volvía a ser la giganta protectora que, de niño, lo llevaba de la mano».

Si el ambiente infernal del poblado y la relación de Lolo con la música sirven para establecer una comparación con la leyenda de Orfeo, el personaje de Lena termina de afianzar ese entramado simbólico. Similares dificultades a las que tiene Eurídice para abandonar el Hades la mantienen a ella en la chabola. Esto nos lleva a preguntarnos si la hermana no pertenece ya, irremediablemente, a ese lugar de la misma manera que la esposa de Orfeo no dejará nunca de habitar el mundo de los muertos. La imagen del infierno que es la chabola queda reforzada por el ambiente oscuro cerrado y pesado por el humo que construye Barrios, en donde los yonquis se mueven como redivivos.

«Los aullidos de los perros se enredaban en el humo y, como la arena que gira en remolinos al son del viento, se estiraban por el aire hosco», escribe Barrios. La oración da buena cuenta del lenguaje poético en Todo arde. Porque la novelista es también poeta y cuentista; en el primer género ha escrito libros como La nostalgia de Odiseo (2012) y El hilo de agua (2004) y, en el segundo, las colecciones de relatos El zoo sentimental y Balearia, ambas publicadas en el año 2000. De cada género, Barrios ha tomado algo para construir la historia de Lena y Lolo. La elongación del símbolo a través de la narración es el legado de su trabajo como cuentista y el lenguaje poético le permite construir ambientes oníricos. Por eso, la cita con la que se abre este párrafo hace algo más que narrar bellamente: amalgama en pocas imágenes el ambiente oscuro y doloroso en el cual se proyectan las emociones de los personajes.

Los aullidos de los perros y los perros mismos son en el ambiente del poblado, la alegoría de los yonquis, en su situación marginal y en la irracionalidad de su adicción. La gente en los fumaderos se aleja de los perros callejeros, como Lolo había visto que los viajeros en la terminal del aeropuerto de Barajas habían evitado a su hermana. La alegoría explica por qué Lolo se encapricha con la perrita Fuga. Pertenece a Tino Culata, que cría perros de pelea. Los Culata y los Tiznaos son las dos «familias reales» de gitanos que son dueños del poblado porque se reparten el negocio de la venta de droga. En ese lugar, las perspectivas del animal no son mejores que las de Lena. «Van a torturarlo hasta convertirlo en una fiera», le cuenta Mikis a Lolo, creyendo que Fuga es macho: «Le darán anfetaminas para que se enganche y luego se las quitarán de golpe, lo dejarán sin comer durante días […] cuando por fin lo suelten en las peleas, sólo querrá matar». Al darse cuenta de que, en realidad, la perrita es hembra, no mejora su profecía: «la dedicarán a la cría hasta que la revienten a partos y luego la echarán a los perros de pelea», dice el yonqui. El añadido de Mikis completa la violencia de la imagen: «lo mismo se la come uno de sus hijos». Esas imágenes de perros olvidados, sin rumbo, que pelean y mueren nos acompañan durante toda la lectura. Y hacia la mitad del libro ya hemos aprendido a reconocerlas como el vocabulario de la tragedia que define a la drogadicción: la violencia a la que están expuestos los yonquis y el sufrimiento de sus familias, que, sin saber nada de ellos, imaginan lo peor y, la mayoría de las veces, aciertan.

El dolor ha sido la obsesión de la obra de Barrios durante más de un lustro. Todo arde viene a cerrar una trilogía que se inicia con el libro de cuentos Ocho centímetros, publicado por la editorial Páginas de Espuma en 2015, y continúa con el poemario La luz de la dinamo, ganador del VII Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado y editado por la Fundación José Manuel Lara, en la colección Vandalia en 2017. De hecho, el relato del que la colección toma su título también trata de la búsqueda de un familiar en una chabola de yonquis manejada por gitanos. En este caso se trata de una tía que busca a su sobrina psicóloga caída en desgracia y que se acerca a un pastor evangélico de la comunidad, para que la ayude a entrar al poblado. «Aquel lugar inconcebible era el vertedero de la ciudad, el colector en el que se vaciaban las cundas», piensa en el cuento, Julia, que en el fondo no quiere encontrar como «una más entre aquellos seres desahuciados» a su sobrina: «Deseaba verla emerger de la boca negra del callejón y, al mismo tiempo, le aterrorizaba descubrirla convertida en otra. Inalcanzable ya. Perdida». De los poemas en La luz de la dinamo, la novela toma su referente mitológico y el gesto de profundizar en la infancia como territorio para explorar los problemas y los vacíos fundamentales de lo humano, la vida y la muerte. Lo que en Todo arde son reminiscencias de la leyenda de Orfeo y Eurídice, en el poemario son las tradiciones folclóricas. Allí las nanas y los cuentos de antaño se mezclan para explorar la fragilidad de la infancia, de la misma manera que en la canción «El jardín de la alegría» Lolo trata de darle sentido a la tristeza. La misma imagen de la bicicleta, la dinamo que se ilumina por momentos, remite al mundo infantil, el territorio que abandona Lolo cuando se adentra en el infierno para buscar a su hermana. La trilogía entera puede resumirse en el epígrafe de la ensayista estadounidense Elaine Scarry que da inicio a Ocho centímetros: «El dolor no tiene voz, pero, cuando encuentra una, comienza a contar un historia». Y, en su relato del sufrimiento, la prosa y el verso de Nuria Barrios la convierten en un aedo a la medida de los problemas del siglo xxi.