Jazmina Barrera
La reina de espadas
Lumen
266 páginas
Todas las vidas son triviales; es trabajo del biógrafo hacer con ese magma algo que nos lleve hasta el final del libro, solía bromear el escritor argentino Sergio Chejfec. ¿Habría opinado igual de la existencia turbulenta de Elena Garro (Puebla, 1916-Cuernavaca, 1998), precursora del realismo mágico y autora que el boom latinoamericano marginó?
En La reina de espadas, la narradora y ensayista mexicana Jazmina Barrera experimenta hasta qué punto la personalidad y la obra de Garro se desmarcan de pretensiones simplificadoras. El libro a escribir la persigue como una obsesión llena de glamour (Dior le ofreció a Garro ser modelo), humo (incluso anciana y con enfisema, Elena no se separaba de sus cigarros), gatos (volvió a México con 13, después de 20 años de exilio) y muerte (tres intentos de suicidio se refieren en sus diarios).
Garro es también literatura de la que más le gusta a la autora de Punto de cruz. «Extraños, hermosos y angustiantes», dice de los cuentos de Andamos huyendo, Lola (1980), protagonizados por una madre y una hija, la primera escritora, la segunda, de salud debilitada, acosadas por un entorno siniestro y en fuga por tres países, bordados por Garro con inocultables materiales autobiográficos, que refieren a su salida de México con Helena Paz, su hija, en 1972.
Desde la biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton, donde se encuentran los archivos de Elena Garro, hasta los secretos de las cartas astrales y «el consuelo del tarot», a cuya baraja la autora de Los recuerdos del porvenir (Premio Xavier Urrutia, 1963) recurría para auscultar los corcoveos de su suerte, Barrera persigue el fantasma furioso y delirante de Garro. «Elena no era un ejemplo de salud mental», escribe. Pero matiza: «El problema con la palabra “loca” es que ha sido por siglos un término paraguas para referirse a cualquier mujer deprimida, asustada, protagónica, enojada, extrovertida o rebelde».
«La reina de las paradojas» la llama, jugando con el título, inspirado en el tarot. Garro multiplicaba las máscaras: era contradictoria, paranoica y talentosa a la vez; la confusión entre lo auténtico y el artificio, incesante. Para Barrera una biografía es imposible; propone un «cuaderno de notas». El objetivo: hacerle justicia a una escritora deslumbrante, que no figuraba en ninguno de sus planes de estudio.
«Todo lo increíble es verdadero»
Elena Garro nació en México porque Esperanza, su madre, casada con el español José Garro, lo abandonó embarazada de ocho meses para volver a su país al descubrir que tenía un amorío con una prima de ella. El parto la detuvo en Puebla.
José fue perdonado y la familia se estableció en Iguala, estado de Guerrero, donde la escritora se educó entre los nahuas. No iba a la escuela, pero leía con su padre (clásicos griegos, autores del Siglo de Oro), aprendía latín y francés, escuchaba cuentos de hadas que le contaba su mamá y escribía poemas. Su hermana Deva fue a estudiar a la Ciudad de México, pero Elena prefirió «ser salvaje» hasta que la fletaron a la capital porque prendió fuego a la casa de una vecina.
Su primera novela, Los recuerdos del porvenir, es una recreación de esa infancia en Iguala. La escribió a comienzos de los 50 en Suiza con una Remington en el regazo, alucinada y enferma de mielitis, por sugerencia de Octavio Paz, su marido (entonces en misión diplomática en Japón), que le recomendó escribir sobre su niñez. En ella inventa un territorio y a su gente, el pueblo de Ixtepec, que resiste durante la guerra cristera por conservar sus tradiciones.
La ira, la traición, la memoria, los amores desencontrados, el exilio, la violencia contra y la desprotección de campesinos, mujeres, niños y ancianos cruzan los libros de Elena Garro. También, la convicción de que el tiempo es una vía de ida y vuelta, donde coexisten pasado, presente y futuro. Se puede recordar el porvenir; «todo lo increíble es verdadero», como descubre Laura, protagonista del cuento «La culpa es de los tlaxcaltecas» (La semana de colores, 1964).
Ese texto da una clave que Barrera interpreta bien: Garro nunca pide permiso. Se usa como materia prima, inventa, brilla. Su protagonista, Laura, es una mujer blanca y rica, que vuelve a casa agitada, sin saber por qué su traje está sucio de tierra y sangre. Lo que parece un ultraje resulta ser un viaje en el tiempo al año 1521. Gracias a su maestría técnica y el desenfado de su imaginación, la autora se apropia de la Conquista desde la perspectiva de una mujer del siglo XX, en una sociedad machista como la mexicana.
La reina de espadas es, por lo menos, dos libros: un perfil de la vida en fuga de Garro (ocupó 86 casas entre departamentos, hoteles, conventos y asilos) y la pesquisa acerca de las razones por las cuales a pesar de haber escrito obras de teatro, cuentos y novelas cuya calidad la ponen a la altura de Juan Rulfo (en los que además destaca una perspectiva de género, según señaló tempranamente Margo Glantz), Elena Garro no es mencionada ni leída ni estudiada en la medida de otros escritores coetáneos, considerados clásicos de la literatura iberoamericana (hoy hablaríamos, tal vez, de «cancelación» para explicar ese cono de sombra que, todo sea dicho, se vincula también con decisiones de la propia Garro).
Su relación tempestuosa con Octavio Paz (poeta, diplomático, Nobel de literatura, su marido hasta 1959 y padre de Helena, su única hija), contra quien Garro afirmó haber escrito y haber vivido, y su polémica actuación durante el movimiento estudiantil de 1968, que se opuso a la represión del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y que terminó en la masacre de Tlatelolco, son cruciales para tratar de entender ese proceso.
Garro, cercana al presidente del PRI, el reformista Carlos Madrazo, y quizá presionada por el régimen de Ordaz, culpó del derramamiento de sangre de Tlatelolco a intelectuales de izquierda (Carlos Monsiváis y Luis Villoro, entre otros). Barrera dedica el capítulo más extenso a la cronología de esa sinrazón y subraya 1968 como «la expulsión de Elena de la cumbre de las élites». Décadas después Garro sostuvo: «Tenía miedo y el miedo puede conducir a decir y hacer extravagancias».
Temiendo por sus vidas, deja México con su hija en 1972. Nueva York, Madrid y París fueron escalas de una larga y tortuosa ausencia, llena de privaciones económicas y desequilibrios. «El miedo se les combinó a las Elenas con depresión y se les volvió crónico: sufrían agorafobia y delirio de persecución». Inseparables, vivieron juntas hasta la muerte de Garro.
«Ay, ya hice todo lo que [Octavio] me prohibió»
El tono y la forma elegidos le permiten a Barrera ser coprotagonista a lo largo de 266 páginas, desnudando los hilvanes de su investigación, la relación con «los embajadores» que se zambullen en Princeton en los papeles privados de otros escritores y sus dudas acerca de las motivaciones de Garro (¿por qué se quedó con Paz y no se fue con Adolfo Bioy Casares, de quien se enamoró locamente en París, en 1949?, se pregunta una y otra vez). Cuando no hay explicaciones «se eleniza»: horóscopos, cadáveres exquisitos, sueños y el I Ching contribuyen a interpretar vacíos.
Elena Garro y Octavio Paz se conocieron en una fiesta en 1935. Su matrimonio duró 20 años, pero desde 1943, afirma Barrera, la relación estaba rota y hacia 1953 se había transformado «en una alianza (más o menos) estratégica», en la que se sucedían viajes, fiestas, infidelidades recíprocas, excesos, desplantes y peleas olímpicas.
En 1937, Paz se une a unas brigadas marxistas y se va a Mérida a trabajar en una escuela. Desde allí le pide, entre otras cosas, que no use pantalones, que deje la universidad, las juventudes socialistas, el baile, el teatro y su vida social. «De monja estarás, encerrada y niña de reja, hasta que yo llegue o tú vengas», escribe. Muchos años después Elena Garro contó en una entrevista que terminaba de leer esas cartas y pensaba: «¡Ay, ya hice todo lo que me prohibió!».
«La ideología de Garro fue cambiando con el tiempo y cambiaba también según qué personaje estaba interpretando», explica Barrera. Sí fueron constantes sus convicciones a favor de la revolución mexicana y el reparto agrario. No se sentía feminista, pero lo es el pulso de sus 17 libros. Piezas de teatro como Los perros, que cuenta la violación cíclica de las mujeres de una familia, El rastro, que narra un femicidio, y Sócrates y los gatos, que ironiza sobre la desacreditación de la inteligencia femenina, lo prueban.
Las Elenas vivían en Madrid cuando la fortuna empezó a mejorar en 1980 con la visita de Emilio Carballido, que se convertiría en agente literario de Garro. Los libros que había escrito durante 15 años comenzaron a publicarse. Testimonios sobre Mariana (que recrea parte del entorno parisino frecuentado junto a Paz desde fines de los años 40), gana el concurso de novela Grijalbo y se edita en 1981. En 1983, recibe el premio de la Muestra Nacional al mejor autor por «El árbol»; ese año se mudan a París.
En 1993 vuelven a México y se instalan en Cuernavaca, donde morirá cinco años después. En 1989, le había pedido perdón por carta a Octavio Paz «por todas las calamidades, desdichas y sufrimientos».
Elena Garro «era mágica y adictiva, pero vivía contra sí misma», resumió su amiga Elena Poniatowska. Jazmina Barrera logra para su obra la justicia poética que anhelaba. Difícil no correr a leer a la «reina bruja» después de este retrato, que la abraza en toda su huracanada y feroz humanidad.