Manuel Calderón
Descampados
Tusquets
288 páginas
POR EVA CRUZ

En Nueva York en los años 70 surgieron unas guerrillas ecologistas que preparaban bombas de semillas y las lanzaban en los descampados de la ciudad, para que, llegada la primavera, arraigasen plantas diversas y sorprendentes, sin un criterio jardinero sino por el capricho de la fortaleza vital. En este libro, Descampados, también brotan recuerdos y asociaciones sin un orden fácilmente identificable. Un jardín es placentero, y viviríamos en él descansadamente. Pero lo ajardinado puede resultar algo cursi. Y todo en la prosa y en la estética literaria de Manuel Calderón clama contra lo cursi.

Erial, ruina, decrepitud, devastación, tierra baldía. Esas son las palabras que Calderón asocia a «descampados». Lo que siembre ahí, según él, serán palabras errantes, «los restos que no pueden juntarse», un «refugio para las palabras que no encuentran una historia en la que existir». Y en efecto, la ausencia de una historia se hace sentir, los mimbres narrativos convencionales de trama y personajes hacen descansar la cabeza, dejamos que el otro conduzca confiados en que conoce la ruta y el destino. Aquí no: no sabemos a dónde vamos, el libro es vigorosamente deambulatorio. Se describen larguísimos paseos, y se vagabundea por libros, por biografías, por anécdotas vividas o leídas. Pasolini, W.G. Sebald, Paul Auster, Vittorio de Sica, Wim Wenders.

Pero en esas bombas de semillas que se esparcen por el descampado algunas plantas florecen con especial verdor. El árbol en el que se refugia de niño, la escuela de mecanografía, la amistad y la muerte de Carlos, el viaje por la antigua Yugoslavia o el relato del combate de boxeo entre Foreman y Cassius Clay en Kinsasa, que el autor solía ver con su padre. La gran narración de ese combate es de Norman Mailer, pero Calderón lo vincula a la muerte de su padre, en Madrid, donde acudió de visita, vio, una vez más, el combate con su hijo (formas de estar juntos) y al día siguiente falleció atropellado por una camioneta de reparto. Porque «hizo lo imprevisible y cruzó la calle». Salir a caminar y seguir andando hasta dar con la muerte.

El punto de partida y el de llegada coinciden: llegar a Barcelona, por primera vez, de niño, como inmigrante andaluz, y llegar a Barcelona por última vez, como hijo, a visitar a su madre ya anciana. Pero, sobre todo, volver a Barcelona a escribir crónicas de las jornadas de exaltación nacionalista que se empezaron a dar en esa tierra en la segunda década del siglo XXI. Aquí es donde cae el peso del libro de Calderón, arrebatado por una ira desolada («la ciudad ya no me habla, yo tampoco le pregunto»). Cita muy atinadamente (Calderón posee un dominio extraordinario del arte de la cita) a Milan Kundera, a Elias Canetti o a Josep Pla para explicar la «saturación sentimental», el «empalago patriótico», «la alianza entre cursilería y totalitarismo» que vivió Barcelona. Los tiempos le arrancan del paisaje. En un periódico de Barcelona el 1 de septiembre en 2012 lee la expresión white trash, y glosa: «nuestra basura blanca son los hijos de los “inmigrantes de los sesenta”, que se quedaron aislados, sin prosperar, perdidos. Los poligoneros. Los de la periferia. Esa gente que buscaba trabajo en el mismo periódico fielmente cada lunes, como yo hice tan feliz, con mi café, como un señor de Barcelona».

Esta tercera parte, «Memoria, no hables», en la que además de la crisis nacionalista catalana se recuerda un viaje por la antigua Yugoslavia (las ligazones entre los distintos episodios no siempre son claras; aquí tal vez sí), se abre con un párrafo del gran neurocientífico Oliver Sacks, experto en memoria, que reza: «no hay ningún mecanismo en la mente o el cerebro capaz de garantizar la verdad, o al menos el carácter verídico, de nuestros recuerdos… nuestra única verdad es la verdad narrativa, las historias que nos contamos unos a otros».

Puede invocarse la autoridad de Sacks para hablar de la ficción del relato nacionalista, pero el comentario de Sacks se derrama también sobre nuestro propio relato. Sin una verdad a la que anclarnos, la honestidad es indemostrable, pero la sensación de honestidad se fabrica con palabras. Y aquí, de esa bomba de semillas arrojada sobre el descampado, ha florecido algo que desprende un aroma honesto.