Theodor W. Adorno y Gershom Scholem
Correspondencia (1939-1969)
Traducción de Martina Fernández Polcuch y María Graciela Tellechea
Eterna Cadencia, Buenos Aires/Madrid, 2017
544 páginas, 24.30 €
«Publicadas por primera vez en español, estas cartas son el tercer lado de un triángulo epistolar con un amigo en común: Walter Benjamin. Un intercambio que se inicia con la preocupación de Adorno y de Scholem por la vida de Benjamin, pero que luego de su suicidio adquiere intensidad intelectual y carácter multifacético». Así leemos en la contraportada del libro.
Comenzar, claro está, por el texto de la contracubierta no suele ser la mejor guía para una lectura crítica. Más bien, al contrario. Sin embargo, en este caso, más allá del aura –permítaseme el mal chiste— que rodea el nombre de Benjamin en determinados círculos, y más allá también del reclamo publicitario correspondiente, lo cierto es que dicha alusión no encierra ninguna pista falsa. En efecto, fue Walter Benjamin el que unió a dos intelectuales de intereses en principio muy lejanos entre sí y entre los cuales nada hacía presagiar que se iba a establecer una relación de intercambio intelectual, pero también de indudable amistad. Y, ciertamente, gran parte del interés del volumen radica en asistir al importante esfuerzo por parte de Scholem y Adorno para dar a conocer el legado de Benjamin, tras la muerte de éste en Portbou, así como las no pocas dificultades —no exclusivamente filológicas— a la hora de rescatar textos perdidos o dispersos, empezando con la copiosa correspondencia del escritor, una correspondencia que, para ambos, tiene un valor que va mucho más allá de lo testimonial. Así, escribe Scholem, el 28 de julio de 1965: «[…] Me parece que la impresión global que generan las cartas es extraordinaria. Representa tanto un comentario lleno de vida sobre él mismo como un complemento de su opus que va en muchas direcciones».
Esa insistencia, ese empeño común, muestra, de forma indirecta, cómo la obra benjaminiana no encontró tan fácil acomodo como podría pensarse hoy, cuando el pensador se ha convertido en un autor ampliamente citado, si bien no deja de resultar sospechoso que no pocos testimonios de su supuesta influencia actual graviten siempre en torno a los mismos textos. Las cartas de Adorno y Scholem revelan hasta qué punto la historia de la recepción de la obra benjaminiana refleja la propia dificultad del pensamiento en ella vertido, su compleja evolución, así como su carácter en buena medida «intempestivo» (en el sentido nietzscheano del término), reflejo indudable de su tiempo, pero también escrita «a contrapelo» de éste, por citar una de las más célebres metáforas del pensador. Como botón de muestra, podemos señalar las acusaciones de quienes consideraron que Adorno no hizo una lectura lo suficientemente marxista de su amigo o las discrepancias en torno a la cuestión de hasta qué punto Benjamin podía considerarse filósofo, título que le fue negado por Hannah Arendt, por quien Adorno no oculta, en las cartas, su clara antipatía (habría que añadir que el sentimiento era mutuo).
Resulta saludable acercarse al laborioso proceso llevado por Scholem y Adorno, aproximación que puede servir de contrapeso a esa lectura que se hace hoy del escritor, convertido desde hace décadas en un filósofo de moda, por más que uno sospecha que dicha fama responde, en buena medida, a una lectura parcial de su pensamiento. El propio hermetismo de algunos de los textos benjaminianos ha favorecido tanto interpretaciones místicas o estetizantes, que tienden a despolitizar al escritor para convertirlo en un miembro más del panteón posmoderno, como visiones demasiado unilaterales en su lectura política. Así, sucede, por ejemplo, con su acercamiento al marxismo, que dista mucho de ser simple y del que se obvia a veces aspectos tan relevantes como la simple cronología. Adorno apunta, así, en una de sus cartas que el célebre ensayo sobre la violencia debe mucho a los coqueteos previos de Benjamin con el anarquismo y aprovecha, asimismo, para lanzar alguna pulla sobre la escasa comprensión del pensamiento de Marx por parte de Brecht, quien ejerció una notable influencia —no demasiado positiva, según Adorno— sobre su amigo Walter. Quien esto escribe ha propuesto alguna vez, medio en broma, medio en serio, una moratoria para dejar de citar a Benjamin unos años, para ver si de ese modo la moda benjaminiana deja paso a una lectura seria del escritor que aprecie, en primer lugar, la provisionalidad de buena parte de su pensamiento, que rehuyó, por otra parte, todo sistema. Las cartas entre Scholem y Adorno nos apremian a replantearnos esas lecturas demasiado simplistas y a situar la obra del pensador en el horizonte temporal que le es propio.
Uno de los aspectos más oscuros, y que se presta también a mayores malentendidos, en el pensamiento de Benjamin tiene que ver con la compleja relación entre la teología y la política, que (no hace falta subrayarlo) señala, asimismo, hacia una filosofía de la historia que quiebre la linealidad y los mitos del progreso, mitos que esconden a su vez su propia teología oculta, en forma de una escatología secularizada. La centralidad de esa extraña conjunción de lo político y lo teológico, tan fascinante como incómoda, no escapa a Adorno, como se aprecia en la carta a su amigo del 26 de febrero de 1969, en la que insta a éste a escribir sobre las primeras aproximaciones de Benjamin a la teología: «Vuelvo a proponer que considere si no sería bueno que usted escribiera algo similar sobre los escritos teológicos juveniles. Quiero seguir sosteniendo mi tesis de que también en la fase materialista se mantuvieron, secularizados, los motivos centrales de Benjamin. Dios mío, por qué otro motivo nos hubiera fascinado tanto». Ya, en diciembre de 1962, había escrito al prestigioso estudioso del judaísmo: «En estos días me estoy dedicando muy intensamente a sus “Tesis ahistóricas” sobre la cábala. No es necesario ser un gran adivino para entender que ese asunto es especialmente importante para mí. Dejando a un lado todo lo demás, es probable que no exista nada de usted donde se manifieste un vínculo teórico tan profundo con Benjamin, en especial con las tesis de su filosofía de la historia».
Pero, como se ha señalado antes, el interés de este volumen no reside sólo en testimonio de un esfuerzo común por recuperar el legado del amigo perdido. Otras cuestiones como el judaísmo y el recuerdo de Auschwitz afloran en las conversaciones, en las que se muestra cómo ambos interlocutores desconfían de los intentos de una reconciliación demasiado fácil entre Alemania y el pueblo judío (lo que hace que ambos miren con recelo las tesis, demasiado complacientes a su parecer, de un Martin Buber, del que Scholem se siente, asimismo, distante en su interpretación del jasidismo). Adorno no puede resultar más cáustico: «Después de lo que sucedió, ya escuchar una expresión como diálogo judeo-alemán puede dar náuseas, y es la verdad sin vueltas que un diálogo tal nunca existió, y que también los alemanes supuestamente más eminentes, como Kant y Goethe, escribieron cosas que se asemejan a los leños que la viejita acarreaba hasta la hoguera de Hus. Es de una ironía verdaderamente abismal que el interés por el judaísmo en cuanto que judaísmo y no por figuras judías individuales sólo ahora cobre mayor relevancia en Alemania, después de que ya no hay más judíos allí» (carta a Scholem del 22 de junio de 1965).
No faltan en el libro referencias al ambiente universitario (alemán, norteamericano, israelí…), así como a otros miembros de la llamada escuela de Fráncfort, como Max Horkheimer o Herbert Marcuse, cuyas posiciones intelectuales no acaban de resultar cómodas a un Adorno cada vez más perplejo ante el peculiar mayo del 68 alemán, que el filósofo vivió con no poco escepticismo. También con cierta alarma, la que lo lleva, por cierto, a preocuparse por las condiciones de seguridad en las que se guarda el archivo de Benjamin ante las posibles actuaciones de organizaciones radicales juveniles. Alusiones a figuras como Ingeborg Bachmann o Paul Celan nos muestran, además, los lazos, no exentos de tensiones y malentendidos, que en el ámbito de la lengua alemana se trataron de establecer entre la creación literaria y el pensamiento. Una intersección que interesó, igualmente, a Heidegger, citado más de una vez en esta correspondencia por un Adorno que buscará en las aproximaciones de Benjamin a Hölderlin un antídoto contra la lectura mítica que del poeta hiciera el pensador de la Selva Negra. Las últimas cartas recogen un breve intercambio epistolar entre Scholem y Gretel Adorno, tras el fallecimiento inesperado del filósofo, quien todavía en la última carta que escribe a su amigo habla de futuros planes (truncados, claro está, por la muerte) y aprovecha para darle la dirección de Celan en París o para hablarle de sus relaciones cada vez más tensas con Marcuse a raíz de sus posturas divergentes ante las revueltas estudiantiles. Se cierran, así, treinta años de correspondencia y de amistad, también de admiración mutua. Quizá, asimismo, de algunas mutuas incomprensiones. Aún nos hace sonreír un elogio como éste, no exento de ironía, en el que Scholem comenta uno de los trabajos del autor de la Dialéctica negativa, quien en ocasiones parece competir con la oscuridad de su denostado Heidegger: «¡Lo que entiendo del libro de Mahler me resulta muy claro!».