Dicha urgencia es la clave de que Meditaciones del Quijote sea un libro sin unidad, compuesto por tres ensayos redactados en fechas distintas. Pero si los textos no tienen unidad de redacción, siquiera temporal, sí la tienen de inspiración y de intención: pensar el problema de España como problema filosófico. Meditaciones contiene tesis de filosofía primera: la realidad es una perspectiva: «el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva» (I, 756), y esa perspectiva lo es de una vida humana, cuya estructura interna se describe en el famoso aforismo «yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo» (I, 757); también una primera respuesta a la pregunta ¿cómo pensar filosóficamente nuestra vida?: en la asunción de la filosofía como amor intellectualis (Spinoza); y una teoría del conocimiento en la «Meditación preliminar» apuntada en la teoría del concepto (I, 783); y una ética incoada en la teoría del héroe, al final de la «Meditación primera» (I, 815). Ortega, quizá con ingenuidad, pensó que España necesitaba una filosofía. Sólo que no una pensada en Alemania. De Marburgo se trajo el método, la técnica. Sus interlocutores fueron los maestros de la generación del 98. La circunstancia española, España como problema al que dar un tratamiento filosófico, se compadecía mal con un modelo de racionalidad excesivamente idealista, esto es, alejado de la realidad material, de las cosas. Las ideas centrales del prólogo, inducen a pensar que Ortega se acercaba a una filosofía y un método nuevos y radicalmente distintos del idealismo neokantiano, la fenomenología de Husserl. Esta es una razón más que ayuda a entender que Ortega se limitara a «ensayar» una filosofía y no a darla por formulada.

Ortega no pudo prever que, al filo de 1914, la civilización europea, sostenida sobre su visión científica del mundo, entrara en crisis, como ya había ocurrido con los aspectos éticos y estéticos de la filosofía en la llamada crisis de «fin de siglo», anunciada por Nietzsche y Kierkegaard, a la que nuestro Unamuno puso oídos y que Ortega aparentó ignorar, aunque en algún lugar menciona «los barrios bajo del pesimismo». Acaso pensó que la crisis espiritual en Francia o Alemania era de diferente formato y envergadura que en la preilustrada España. Pero creo que no por mucho tiempo. Hacia 1916, con El espectador, Ortega comienza a hacer la misma operación que Unamuno ejecutó con radicalidad y pesimismo en Del sentimiento: revisar críticamente la modernidad y levantar acta de sus crisis.

Para Ortega, dicha crisis lo era de fundamentos, esto es, principios y valores filosóficos. Por tanto, la idea que le había guiado: Europa igual a ciencia y ciencia es lo que España necesita no experimentó cambio alguno. Sólo que ahora había que buscarla o reconstruirla. De ahí su entusiasmo por la fenomenología de Husserl, de la que había oído hablar en su última estancia en Marburgo en 1911.[5] El principio que va a inspirar su filosofía, casi sin variación, hasta el final de su obra es «pensar con las cosas». Pero hay que dar con el nuevo modo de pensar porque parece que los métodos de las ciencias naturales no sirven y los de la filosofía tradicional, incluyendo la kantiana, tampoco. La consecuencia no puede ser otra que la de pensar ensayando.

PLENITUD DEL ENSAYO: EL ESPECTADOR (1916-1930)

1916 es el año en que aparece el primer volumen de la revista unipersonal del espectador, pensada como un conjunto de ensayos, en el sentido de Montaigne: expresiones de una subjetividad que necesita reaccionar a las incitaciones que le llegan del mundo: pensar para «saber a qué atenerse». Esto dará a la producción orteguiana un marcado carácter ético en sentido clásico: reflexionar sobre la vida buena. No es casualidad que la segunda entrega aparezca bajo la divisa del arquero aristotélico, «Seamos en nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco» (II, 263), exigencia de hacer que la acción vaya precedida y orientada por una rigurosa comprensión de la «circunstancia».

Ortega no contempla el ensayo como una cuestión teórica, como sí hizo con la novela en la «Meditación primera». No hay una vindicación del ensayo ni se argumenta su función, ni siquiera se lo relaciona con la idea de «salvaciones» por su carácter de gestión de lo concreto, de experimentación y búsqueda de sentidos nuevos que surgen de las imprevisibles circunstancias de nuestro vivir.

Es más, la exigencia de tener presente al lector al que se dirige, la preferencia por los temas concretos, cercanos a la experiencia cotidiana en apariencia, y actuales, el tratamiento de urgencia que algunos reciben, la provisionalidad de las conclusiones, todo ello justificaría alguna forma de reivindicación de la forma ensayo, como por las mismas fechas hizo Lukács en su famosa carta-prólogo, ya mencionada. Ahí describe el ensayo como el esfuerzo intelectual por establecer una unidad conceptual pero reconoce que cuando aparece el sistema, el ensayo pasa a segundo plano: «El ensayista puede contraponer tranquila y orgullosamente su creación fragmentaria a las pequeñas perfecciones de la exactitud científica y de la frescura impresionista; pero […] sus resultados no se pueden ya justificar por sí mismos ante la posibilidad de un sistema. Aquí el ensayo parece de verdad y totalmente solo precursor y no se le puede encontrar ningún valor sustantivo» (2003: 60). Pero Ortega no tenía de tutor a Max Weber ni aspiraba a una cátedra en Heidelberg.

Las mismas razones que explican la reacción de los outsiders académicos alemanes a los tratados y mamotretos de los mandarines universitarios justifican la indiferencia de Ortega hacia la forma ensayo: no había mandarines dentro de la universidad española, que era una cáscara vacía de inteligencia y probidad intelectual. El ensayo fue para Ortega el instrumento que le permitió dialogar y formar a la minoría que iba a elevar el nivel intelectual del país en una generación. Tuvo además el don de un estilo especialmente adecuado a su forma, quizá en demasía.

Creo que Meditaciones fue un libro que se reconoció «ensayo» por prudencia o timidez. Pero en los ocho volúmenes del Espectador el ensayo resplandece con todo su lustre, configurando, quizás, la serie más brillante del ensayismo en lengua española del siglo xx y eso que la nómina de «ensayadores» a ambas orillas del Atlántico es impresionante. Sin ánimo de ser exhaustivo tenemos a Unamuno desde Los orígenes del casticismo, Maeztu, Baroja cuya vertiente de autor de ensayos es menos conocida que sus novelas, pero nada desdeñable, Ramón Pérez de Ayala, Gregorio Marañón, Ramón Gómez de la Serna, Américo Castro, Francisco Ayala, Pedro Salinas, los ensayos de divulgación filosófica de Manuel García Morente, María Zambrano, Julián Marías, etcétera. Y al otro lado del Atlántico, gigantes como Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Lezama Lima, Octavio Paz, y notables como Alejandro Rossi, Emilio Uranga, etcétera.[6]

En la nota de agradecimiento que abre el primer volumen, Ortega no usa el término «ensayo» pero se pone bajo la advocación de su santo patrón, Montaigne: seamos uno mi libro y yo. Confesión, incitaciones para lectores escogidos. Insiste en el carácter personal, recogido, de la publicación: «una obra íntima para lectores de intimidad» (II, 155).

Una primera impresión de aquellos lectores del nuevo proyecto debió ser que el viejo de «salvaciones» había sido abandonado. También el más reciente vinculado a la revista España, fundada en 1915, que suponía la voluntad de intervenir, como venía haciendo desde 1908, en los asuntos públicos de la nación, insistiendo en su programa reformista. Y en efecto, el lector encontró pronto la confirmación de que Ortega había virado ciento ochenta grados cuando, al pasar la página, se encontró con un breve ensayo titulado «Verdad y perspectiva» (II, 159), una enconada denuncia de la falsedad de la política y de su incompatibilidad con la verdad filosófica. Las causas que indujeron el giro deben buscarse, tanto en la situación política española, como la disolución de la Liga de Educación, su salida del Partido Reformista y su dimisión de la dirección de España a los pocos meses de su aparición, como en la intensidad y duración de la guerra europea, que Ortega interpreta en una anotación inédita de diario [5 de agosto de 1914] como un fracaso de la ilustración europea: «Esto que comienza como comienza es el momento inicial de un nuevo orden en todo, dentro del cual no regirán las normas hasta ahora válidas» (VII, 383).

Los principios y valores que el joven Ortega esgrimía contra Unamuno se han quedado enterrados en las trincheras. Hay que replegarse de la acción a la contemplación. Ese es el sentido que rezuman las «confesiones» de las primeras páginas, no sólo en el mencionado «Verdad y perspectiva», sino en «Nada moderno y muy siglo xx» (II, 165). La figura existencial del espectador encarna la tarea intelectual de dejar atrás los falsos ideales del siglo xix, alimentar las sospechas antipositivistas y su mito del progreso, ironizar contra el Romanticismo, alejarse de lo social y cultivar una nueva intimidad capaz de alumbrar nuevos ideales en política, en arte, al servicio de la vida y no de abstracciones inexistentes como la humanidad, la nación, la sociedad, etcétera. En «Estética en el tranvía» (II, 176) da forma a una primera intuición sobre donde hay que ir a buscar esos ideales nuevos: no deben ser construidos por la razón o deducidos a priori, sino hallados en la realidad misma. La misión señera del espectador es «ver el mundo como él es» (II, 160) y contarlo «en voz baja» (II, 161).

Una vez que hemos probado que El espectador, un conjunto estructurado de ensayos que manifiesta, por así decir, el estilo vital de su escritura, surgió como reacción a la circunstancia personal e histórica, subjetiva y objetiva de su autor, podemos resumir su actitud hacia el ensayo diciendo que se complació en su ejecución, que halló en este genus dicendi la forma idónea para superar la limitación que le imponía la circunstancia española y la crisis europea. Por ser el ajuste a su circunstancia tan trasparente, no necesitó justificar su uso.[7]

El ensayo era perspectivista al centrarse siempre en un asunto concreto, en un propósito que exigía precisar el punto de vista, el escorzo del contemplador; ejecutaba así el mandato fenomenológico de ir a las cosas mismas para hallar en ellas, en su donación, su verdad; por tanto, era consciente de la imposibilidad de seguir fingiendo el punto de vista de una razón pura universal. Dicho punto de vista, como teorizará más tarde, es el de Dios, integración de todas las perspectivas (III, 616). Pero tiene el inconveniente de que no es accesible a una filosofía hecha por el hombre. Dios siempre estará «a la vista», no como fundamentum inconcussum. Así, reconociendo la subjetividad limitada y finita del espectador, evitaba el error filosófico del siglo xix, el subjetivismo.[8]

En cada una de las ocho entregas de El espectador hay varios ensayos a los que se puede calificar de «filosóficos» sin forzar ni el contenido ni la intención de su redacción, y ello sin mencionar la filosofía incoada, sumergida —de acuerdo con la feliz metáfora de Marías que describe la obra de Ortega como un iceberg (1973: 48). No creo imprescindible dar la lista de los artículos de contenido específicamente filosófico que hay en El espectador (EE) número tras número. En los primeros, que aparecen divididos en secciones se sitúan algunos textos bajo el cartel «Ensayos filosóficos», como ocurre con «Biología y pedagogía: El Quijote en la escuela» (EE III, 1921); y «Las dos grandes metáforas. En el segundo centenario del nacimiento de Kant» (EE IV, 1925) se imprime como «Estudios filosóficos». Pero conviene no perder de vista que en las «Confesiones» de los primeros números, por ejemplo, encontramos una teoría de la perspectiva que amplía la de Meditaciones, «Verdad y perspectiva», una crítica a la ética utilitarista del siglo xix que prepara su ética de la ilusión, («Muerte y resurrección») (EE, I), una reflexión sobre las tensiones entre democracia y liberalismo, («Ideas de los castillos», EE, V), una antropología filosófica, («Vitalidad, alma, espíritu», EE, V), o una reflexión inspirada en la etnografía más reciente sobre el origen del Estado, («El origen deportivo del Estado» EE, VII). Conforme avanza su escritura hacia el final de la década de los veinte, la temática estrictamente filosófica se adensa. Todos los contenidos del vol. VII, aparecido en 1930, son filosóficos. Téngase en cuenta que el año anterior, recién regresado de Argentina y Chile, dicta el curso ¿Qué es filosofía? y aparece en folletones La rebelión de las masas.

El ciclo del ensayo filosófico de los Espectadores parece cerrado en ese año, coincidiendo con el término de la década.[9] Pero lo decisivo en esta zona de fechas es que Ortega ha accedido por fin a una realidad filosófica que le va a permitir, según cree, poner en marcha su forma sistemática de pensar. Esa idea es la vida humana como vida biográfica, intuición ya presente en Meditaciones, pero no desplegada con una conceptualización acertada hasta los capítulos finales de ¿Qué es filosofía? La vida humana individual es concebida ahora como «realidad radical» que contiene en su seno todas las demás realidades, vistas entonces como realidades derivadas y dependientes. Así, la vida se convierte en la idea que, como quería Hegel, contiene en su unidad sintética todas las demás ideas cuya ordenación formaría el sistema de una filosofía entendida no como una ciencia, sino como una filosofía primera. Todavía en 1928, Ortega buscaba en la antropología filosófica o en la historiología una nuova scienza a la manera de lo que fue la mecánica de Galileo para la física moderna. Esta analogía revela un resto de idealismo. De ahí la importancia de la contraposición entre filosofía y ciencia que propone en la lección 5 del mencionado curso: la filosofía es un quehacer racional, como las ciencias, que han nacido de sus entrañas. Pero se diferencia en que los principios que regulan su actividad racional, los principios de autonomía y pantonomía, no los comparte con aquellas.

En dicha lección, Ortega define la filosofía como «conocimiento del universo o de todo cuanto hay» (VIII, 148). Claro que tan ambicioso proyecto está condenado al fracaso. Desde Sócrates, tal aspiración es inseparable de la conciencia de ignorancia. Ortega recuerda pocas líneas después el nombre que dio Nicolás de Cusa a la filosofía: docta ignorancia. De acuerdo con la definición anterior, el imperativo metódico de autonomía significa «La renuncia a apoyarse en nada anterior a la filosofía misma que se vaya haciendo y el compromiso de no partir de verdades supuestas. Es la filosofía una ciencia sin suposiciones. Entiendo por tal un sistema de verdades que se ha construido sin admitir, como fundamento de él, ninguna verdad que se da por probada fuera de ese sistema (VIII, 148).

Además de en Kant ―este principio «nos liga sin pérdida alguna al pasado criticista» (Ibid.)―, Ortega piensa en la duda metódica cartesiana y su radical exigencia de dudar de todo lo que se pueda… hasta encontrar una primera intuición «indubitable». Pero esto, como es evidente, es un principio negativo, no privativo de la filosofía pues cualquier actividad de la inteligencia humana, las ciencias, naturales y las otras, el sentido común, deben practicarlo, aunque la filosofía lo hace con mayor radicalidad. Lo que diferencia mejor a la filosofía de los saberes científicos es el principio de pantonomía, que consiste en decir «la verdad última de cada cosa, lo que esta cosa es en función de todas» (VIII, 149), exigencia de «pensar todo y no dejarse nada fuera», y al que propone llamar también principio de totalidad. Como él mismo reconoce, este principio le aproxima a los sistemas elaborados por los idealistas post-kantianos: «Yo me atrevería a decir que esto y sólo esto nos aproxima a los sistemas post-kantianos, cuyo estilo ideológico nos es, por lo demás, sobremanera extemporáneo» (VIII, 150). En efecto, todo menos la voluntad de sistema. Cinco años después, en la tesitura de escribir un «prólogo para alemanes», volverá sobre esta coincidencia.

Este es pues el nivel de la filosofía que había alcanzado Ortega hacia 1929-1930, declarando su ambición de hacer filosofía, es decir, de pensar un sistema que permitiera comprender no el todo, sino «todo cuanto hay», y si bien dio con la evidencia indubitable que le iba a servir de primera piedra —«nuestra vida» como «realidad radical»— para levantar sobre ella un sistema, está claro que no lo escribió y que no lo legó a sus lectores en forma articulada. Dicho esto, no creo que en ningún momento Ortega pensara que el ensayo no servía para pensar sistemáticamente en filosofía. Por el contrario, el ensayo era el instrumento adecuado de búsqueda de una filosofía: ensayar para errar y volver a ensayar. Esto es lo que desde Platón se ha llamado dialéctica.[10]