LA SUERTE DEL ENSAYO EN LA SEGUNDA NAVEGACIÓN

En carta a Ernst R. Curtius (1886-1956), fechada en Madrid a 9 de marzo de 1925, escribe Ortega: «Dificultades insuperables que conocerá usted cuando entre más en la vida española […] me han impedido lograr una producción normal». ¿A qué llama «producción normal»? Probablemente, a lo que Curtius, ilustre romanista alemán empleado en la Universidad de Bonn, entiende por tal: libros bien armados desde el punto de vista de su contenido filosófico; «Mis libros no son en rigor otra cosa que colecciones de artículos publicados en periódicos de gran circulación. Esta paradoja —de doble filo― en virtud de la cual lo poco que se haga de filosofía en España, tome el disfraz de artículo para diario popular, es uno de los puntos más curiosos e interesantes de la estructura espiritual de España» (Garagorri ed., 1974: 96-97).

¿Cuáles son los dos filos de la paradoja? Un filo es el que toca al lector: recibe una lección de filosofía sin saberlo; el otro el que afecta al autor: cuando reclame que sus artículos son filosofía es posible que no se le entienda bien, que no se le dé la razón.

En «Ni vitalismo ni racionalismo» (1924), un año antes, Ortega inicia este importante artículo en su trayectoria intelectual, dado que en parte precisa y aclara su segundo libro filosófico, El tema de nuestro tiempo (1923), insistiendo en la misma idea que le hemos visto trasmitir a su corresponsal. Hablando de sí mismo en tercera persona dice: «Hasta ahora fue conveniente que los escritores españoles cultivadores de esta ciencia procurasen ocultar la musculatura dialéctica de sus pensamientos filosóficos tejiendo sobre ella una película con color de carne. Era menester seducir hacia los problemas filosóficos con medios líricos» (III, 715).

En 1932, en un breve texto que graba para el archivo de la palabra, texto que podríamos describir como de presentación de su «personaje» a la posteridad, después de exponer su idea filosófica esencial, se refiere a sí mismo en los siguientes términos: «He aceptado la circunstancia de mi nación y de mi tiempo. España padecía y padece un déficit de orden intelectual. […] Ahora bien, este ensayo de aprendizaje intelectual había que hacerlo allí donde estaba el español: en la charla amistosa, en el periódico, en la conferencia. Era preciso atraerle hacia la exactitud de la idea con la gracia del giro. En España para persuadir es menester antes seducir» (V, 86-87).

Seducir hacia la filosofía es, pues, el leitmotiv que ofrece Ortega a sus lectores para justificar su actividad periodística. Sigue el hilo de la idea que ya presentó en Meditaciones al definirse como filósofo en tierra de infieles. Y volverá sobre ello en situación más solemne, cuando redacte un prólogo a una edición de sus obras. No a una obras completas, pero si a una obras escogidas y recogidas, habida cuenta de la dispersión de su forma de publicar.

La incuestionable circunstancialidad de la obra de Ortega resultaba inseparable de su sentido de la ocasión. Cuando publicó la recopilación de sus mejores escritos de juventud en Personas, obras, cosas (1916) aprovechó para hacer un balance de su primer trayecto filosófico, desde su aprendizaje del neokantismo hasta El espectador. En 1932, saliendo del fracaso de su intento de corregir el rumbo de la Segunda República hacia el centro político, y de regreso a la filosofía, se encuentra en un momento espiritualmente privilegiado para mirar hacia atrás. El prólogo rezuma convicción y cierto entusiasmo. Recupera la platónica expresión «segunda navegación», que ha quedado como una herramienta ideal para ordenar la producción orteguiana. Da por terminado un ciclo de su producción y abre otro. El punto de giro entre navegaciones no es otro que el de la forma de presentar sus pensamientos filosóficos, que ya no pueden seguir dándose bajo la forma ensayo o artículo de periódico. Es menester escribir libros. Y volver a presentar al lector las razones por las que la escritura de libros se hizo esperar tanto. Ortega tiene cuarenta y nueve años cuando escribe: «Lo que yo hubiera de ser tenía que serlo en España, en la circunstancia española» (V, 94). Para titular su biografía intelectual sobre Ortega, Marías se sirvió de los conceptos «circunstancia» y «vocación», los que mejor resumen y concentran, al mismo tiempo, la filosofía de la vida humana y la estructura biográfica de cada hombre o mujer; circunstancia: la realidad que resiste al plan o proyecto de vida; vocación: lo que tiene que llegar a ser el yo en lucha con una circunstancia que le ha sido impuesta al viviente como su destino. Ninguna de las dos es elegida pero en cada hora de nuestra vida hay que decidirse. El yo es descrito como un actor que tiene que interpretar un personaje que le viene impuesto, en un escenario imprevisto y cuando la obra, cuyo guion no conoce, ya está en marcha. Opacos a la propia conciencia tanto el yo como el devenir en que este tiene que hacer-se, es nuestra vida un enigma al que dotamos poco a poco de un argumento, «novelistas de nosotros mismos».[11] El suyo lo describió así Ortega: «Acaso este fervor congénito me hizo ver muy pronto que uno de los rasgos característicos de mi circunstancia española era la deficiencia de eso mismo que yo tenía que ser por íntima necesidad. Y desde luego se fundieron en mí la inclinación personal hacia el ejercicio pensativo y la convicción de que era ello, además, un servicio a mi país. Por eso toda mi obra y toda mi vida han sido servicio de España» (V, 96).

Cuando copié esta cita, estuve a punto de cortar la última frase, no tanto por parecerme torpe o reiterativa sino porque tengo la sospecha de que sólo puede ser malinterpretada como otra variante de «nacionalismo», cuando es exactamente lo contrario. Volviendo al problema que me ocupa en estas líneas, Ortega vivió en tensión lo que la circunstancia le imponía como sentencia, «ser español» en el siglo xx, y su comprensión de ella: España era «un promontorio espiritual de Europa» (I, 791), sin haber accedido al estilo de vida que le parecía superior y que fiaba a la labor de la filosofía y la ciencia, propiciadoras de un liberalismo parlamentario, un Estado laico y neutral en cuestiones de educación, una ilustración en el sentido kantiano, vida sin la tutela de clérigos. Luego teorizó esta reacción suya a su forma de «salvar-se» en la circunstancia, salvándola a ella, bajo el concepto, ya mencionado de vocación. La vocación es el destino que la circunstancia le impone a cada cual. De lo que hagamos con ella dependen las calidades morales de nuestra vida, que sea verdadera y auténtica o que quede falsificada y vaciada de sentido.

Sin llamar a su prólogo «confesión», Ortega hizo balance de su trayectoria en la vida pública española. Es consciente de que, como intelectual que se reclamaba filósofo que escribía en los periódicos, de lo que se le iba a pedir cuentas era justamente de eso: ¿por qué solo escribía en periódicos?, ¿por qué no escribía libros como los filósofos alemanes? Hacia el final de su prólogo-confesión escribe: «El artículo de periódico es hoy una forma imprescindible del espíritu […]. Pero esto no contradice que la nueva faena requiera ineludiblemente el libro, un tipo de libro que está más allá de los artículos de periódico, que ha aprendido de ellos, y no el libro pre-periodístico, que pertenece a un cierto pasado europeo…» (V, 99).

«Más allá del ensayo. Hacia la escritura de libros» podría ser la divisa de esta segunda navegación. Hacia 1930, el siglo xx ha incorporado a su historia dos generaciones más y ha cambiado bastante los problemas y la fisonomía de lo que encontró ante sí su generación del 14. España ha dejado de ser el centro de la cuestión. La crisis viene de Europa y es ella el verdadero sujeto histórico que hay que comprender y «salvar». En el prólogo a la segunda edición de España invertebrada (1922) dice: «Al analizar el estado de disolución a que ha venido la sociedad española, encontramos algunos síntomas e ingredientes que no son exclusivos de nuestro país, sino tendencias generales hoy en todas las naciones europeas» (III, 425). Intentó la «salvación» poco después, en La rebelión de las masas, su forma de «introducción al presente». Ahora toca hacer libros a la altura de los tiempos, no «libros pre-periodísticos». ¿A qué se refiere? Presumo que sugiere que no pueden ser libros de profesores para profesores. De acuerdo con lo que ha observado en «Misión de la Universidad», es menester comprometer a la institución donde se hace ciencia, ideas, en la gestión social del «poder espiritual», fórmula que tomó de Comte.

Antes de esta declaración de intenciones, Ortega ha iniciado su travesía. Desde 1928 escribe sobre Hegel y poco después publica por fin su primer ensayo sobre Goethe, tan presente desde Meditaciones. Me refiero a dos textos, uno muy conocido, «Pidiendo un Goethe desde dentro. Carta a un alemán» y otro más breve, «Goethe el libertador» (1932, ambos). También se ha hecho eco de un notable acontecimiento en la filosofía alemana y por tanto europea, la aparición en 1927 de Ser y tiempo, libro que deja huella en su producción posterior aunque, a mi juicio, no en la forma en que muchos profesores han concluido.[12]

Goethe y Hegel son los clásicos europeos en los que hay que ir a buscar inspiración. Ortega sigue pensando que el problema de Europa es una crisis de ideas de comprensión de «lo que nos pasa», más que de valores. Encomienda a la razón histórica la tarea de «salvar» el presente. La razón idealista no puede resolver con sus instrumentos conceptuales los problemas que ella misma ha creado. Al primer fracaso, sustanciado en la Gran Guerra de 1914, siguen ahora, en los treinta, las utopías inspiradoras del hombre masa, convertido en actor político de primer orden. El país más avanzado en esta carrera hacia la nada es Italia, donde el fascismo impera desde 1922; pero el de perfil más amenazador es Alemania.[13]

Escribir libros para alemanes. Este es el reto con el que se encuentra Ortega cuando le llegan noticias del extraordinario éxito que ha obtenido la inmediata versión alemana de La rebelión de las masas.[14] Y también la noticia de que El tema de nuestro tiempo (1923), publicado a finales de los veinte, está agotado y su editor alemán quiere reeditarlo. Ortega la autoriza pero le ruega que espere a que le envíe un prólogo.

Ese es el origen del manuscrito de Prólogo para alemanes, que quedó inédito entre los papeles del filósofo. Aunque la historia que rodea este inédito es jugosa y una lectura atenta del mismo puede deparar más de una sorpresa; ahora sólo puedo referirme a sus observaciones sobre el sistema en filosofía.

El texto se puede leer como una segunda «confesión» o simplemente como una auto-biografía centrada en sus primeros pasos como filósofo. Así, en el segundo parágrafo refiere su decisión de estudiar en el Marburgo de Cohen y Natorp, después de haber desechado el Leipzig de Wundt y el Berlín de Simmel. Le importa subrayar que el nivel de la filosofía estaba allí y en ningún otro lugar. Y lo estaba porque «Cohen… renovó la voluntad de sistema, que es lo específico de la inspiración filosófica». Ortega se mantiene fiel a la intuición primeriza que le oímos en 1908 en su polémica con Maeztu: «El sistema es la honradez del pensador». Cohen, con su vuelta a Kant, representaba la recuperación de la salud en filosofía, después de la enfermedad que supuso el «exceso» del idealismo romántico. Hegel es al mismo tiempo la culminación de la filosofía clásica, la autoconciencia de la filosofía, la madurez en su forma de sistema, y la traición a su fondo de autenticidad, la veracidad, lo más propio de la filosofía. Ortega acusa a los idealistas post-kantianos de hacer trampas, de anteponer su voluntad de sistema a las realidades que lo hacen posible. Esta crítica a los idealistas es tan sumaria que cuesta trabajo admitirla sin más, pero no es posible entrar aquí en el asunto.

El hegelianismo tuvo la paradójica consecuencia de preparar la reacción hacia una forma de irracionalidad cuya verdad residía en la denuncia de la falsedad del idealismo, pero al precio de destruir la razón. Eso es lo que significaron las filosofías de la voluntad y de la vida de Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard, Unamuno, etcétera. Ortega menciona a Nietzsche, para subrayar que no tiene razón. La filosofía sólo se justifica como quehacer humano, porque la vida no se conforma con menos que la verdad. No le bastan las ficciones por poderosas que sean: «la verdad es una necesidad constitutiva del hombre» (IX: 148). Después, resume la evolución de la filosofía alemana desde la muerte de Hegel hasta su generación, en la estela de Husserl, Dilthey, Scheler, Hartmann… para sintetizar el punto de partida de su generación en tres notas: 1) Resolución de veracidad, 2) voluntad de sistema; 3) «abandonar no sólo la provincia del idealismo romántico, sino todo el continente idealista» (IX, 149). Entre veracidad y sistematicidad, Ortega advierte una cierta tensión, la tentación, en la que Hegel y los demás románticos pudieron caer, de hacer sistema con las palabras y con las ideas, no con las realidades. «A nosotros —escribe— se nos presentaba como la dura obligación específica del filósofo».[15]

De lo antedicho sólo podría esperarse que Ortega redactara por fin los libros en los que se presentara y transmitiera su sistema. Pensado estaba: los dos libros que iban a contenerlo estaban más que diseñados, casi escritos, al menos en parte. Gaos y Zambrano afirman haber visto en pruebas Aurora de la razón histórica por el local de Revista de Occidente (Zambrano, 1997: 17 y Gaos, 2013: 132).

En 1937, desde París, ya en el exilio, le escribe a Curtius: «En realidad, mi situación es enojosa; porque hace cuatro años que debían estar fuera de mí, objetivadas, las dos grandes masas de pensamientos que representan mis dos títulos El hombre y la gente y Aurora de la razón histórica. Son todo un sistema filosófico que me hierve dentro, resultado de toda mi vida y que está ahí —dentro de mí— presto en todos sus detalles. Desdichas encadenadas me han impedido redactarlo con la dignidad correspondiente» (Garagorri ed., 1974: 103-104).

Las desdichas, resumidas y de sobra conocidas, fueron una guerra civil seguida del exilio, una larga enfermedad de varios años que termina en una operación a vida o muerte. Un segundo exilio, esta vez de Europa, en 1939, cuando está a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial y un ambiente gélido, si no agresivo, en Buenos Aires, cuando se instala allá. Puede que esta, la circunstancia adversa una vez más, sea la causa de que Ortega no nos dejara dos libros y un sistema. Pero quizá merezca la pena examinar otras razones internas al propio estilo de filosofar de Ortega.

«De la vida no hay sistema» dijo Gaos (2013: 140) con bastante sentido común; pero de la idea de la «vida humana como realidad radical» puede haber algo muy parecido a un sistema. De hecho, así como Aristóteles y Kant hicieron deducción de las categorías de sus respectivas «realidades radicales», el ser-substancia y la razón pura, Ortega intenta en varios lugares ejecutar una inferencia de las categorías que convienen al «absoluto acontecimiento» que es nuestra vida. Así, habla de encuentro, circunstancialidad, vocación, acto de presencia, temporalidad, posibilidad, libertad, contingencia, etcétera (Cf. Rodríguez Huéscar, 2002, 125 y ss.). En este punto los críticos tienen razón al quejarse de que no fue suficientemente ordenado en su lista ni las atribuciones categoriales a la realidad «mi vida» lo suficientemente argumentadas. Hay muchos aspectos del «sistema» que deja sin resolver. Por ejemplo, la historicidad de las categorías. ¿Es la distinción categorial creencias-ideas universal, válida para cualquier civilización, tiempo y geografía, o se limita a un periodo de la historia, por ejemplo, a la razón occidental desde el Renacimiento? Los ejemplos pueden multiplicarse pero creo que es suficiente para mostrar que Ortega sí tuvo un pensar sistemático que aún hoy sigue iluminando zonas de la existencia, en sus aspectos éticos, en sus análisis de las crisis históricas, en sus reflexiones sobre la modernidad, el arte, la novela, el amor, lo social, el lenguaje… Pero no tuvo un sistema, aunque hay que decir que no lo tuvo en una época en que nadie pudo tenerlo.[16]

Los sistema del pasado que aún nos dan impresión de solidez, las Summas tomistas, la Ética spinoziana o la Lógica de Hegel parecen sostenerse sobre un monismo bastante eficaz: Dios creador, Deus sive Natura o el Geist, respectivamente. Mi vida, como realidad última ni siquiera es «ser», «cosa», no es «ente», sino acontecimiento. Este es uno de los puntos más difíciles de pensar en la filosofía de Ortega. Cómo apresar esa realidad, indubitable como realidad, pero en devenir constante, en un sistema de «conceptos ocasionales», era tarea poco menos que imposible.[17] Y a esto hay que añadir la idea que Ortega tenía de los libros, incluyendo su enérgica toma de posición contra ellos, declarándose platónico:[18] «Cuando Goethe decía que la palabra escrita es un subrogado de la palabra hablada decía una cosa mucho más profunda de lo que a primera vista parece» (IX, 127). Incluso va más lejos: «La involución del libro hacia el diálogo: este ha sido mi propósito» (Ibid.). La forma en que justifica esta decisión, que hay que tomarse no sólo en serio, sino casi al pie de la letra, encierra, creo, la razón última del fracaso de Ortega en cuanto a escribir libros-sistema. Unas pocas líneas después de la que acabo de citar observa: «ideas referentes a auténticas realidades son inseparables del hombre que las ha pensado —no se entienden si no se entiende al hombre, si no nos consta quién las dice. El decir, el logos no es realmente sino reacción determinadísima de una vida individual. Por eso, en rigor, no hay más argumentos que los de hombre a hombre. […] El decir, el logos es, en su estricta realidad, humanísima conversación, diálogo, argumentum hominis ad hominem. El diálogo es el logos desde el punto de vista del otro, del prójimo (Ibid.).

Esto nos devuelve al principio: el prójimo de Ortega era el español medio que no sabía filosofía, y, de saber, lo que sabía era escolástica o krausismo. Había que seducirlo hacia la filosofía, Europa, la modernidad, tres términos casi equivalentes en los diálogos de Ortega con su prójimo.

Por supuesto, Ortega cayó en la cuenta de esta imposibilidad. Sólo traicionando su genus dicendi podía haber escrito libros terminados. Sí pudo, y de hecho lo hizo, escribir libros inacabados, cursos dictados a sus oyentes que nunca cumplían el programa que él mismo se había impuesto. Toda idea es pensada en una situación, que forma parte de su proceso de comprensión, sostiene. Pero eso añade complicaciones: pensar desde la ocasión puede hacer que el pensador se deje caer por la pendiente. Uno de los rasgos de estilo más negativos del genus dicendi orteguiano es la digresión, lo que Marías llama «el hábito del aplazamiento» (1973: 82), dejar el problema apuntado, prometer su solución y… olvidarse. Gaos se lo reprochó con toda razón.

Que textos de cursos tan elaborados como ¿Qué es filosofía? (1929) o El hombre y la gente (1949-1950) o el famoso manuscrito, el único de tamaño «mamotreto», La idea de principio en Leibniz (1947) no fueran publicados por Ortega supone un último enigma que se llevó a la tumba. Ortega terminó convencido de que la filosofía nunca tuvo una forma de decir propia, que el ensayo no fue especialmente inapropiado, pero que sólo hay filosofía cuando el pensador se esfuerza en dar con una realidad que se presta, que invita a ser pensada como sistema. Tengo la impresión de que en sus últimos años, Ortega tuvo que elegir entre una no-filosofía, es decir, un ensayo de filosofía y una mala filosofía, una filosofía falsa.

 

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[1] Todas las citas de Ortega se remiten a OC, Madrid, Taurus-Fundación Ortega, 2004-2010. El número romano indica el volumen y el árabe la página.

[2] Me refiero a «Sobre la esencia y forma del ensayo: carta a Leo Popper», prólogo que Lukács (2013) redactó para la edición de sus ensayos El alma y las formas del que más adelante diremos algo. Para un paralelismo entre las ideas sobre la contraposición ensayo/sistema en la filosofía de Lukács y Ortega, véase Gil Villegas (1996).

[3] Marías es más contundente: «¿Cómo son los libros de Ortega? En rigor, habría que decir que nunca escribió uno» (1973: II, 85). Intentaré mostrar que Marías exagera. Guillermo Araya habla de al menos doce obras escritas como «textos unitarios para ser leídos» (1971: 63). Unitarios sí, pero incompletos, que es el argumento en que se apoya Marías para negar que Ortega escribiera libros.

[4] Quizá convenga recordar que en 1913 Ortega había lanzado junto con otros amigos y colegas de generación una Liga de Acción Política Española, que Unamuno se negó a presidir. La conferencia «Vieja y nueva política» que dio Ortega en el teatro de la Comedia contenía el programa con el que Ortega quería iniciar la reforma a fondo de la política de la Restauración que consideraba corrupta y caduca. Meditaciones venía a ser la «filosofía primera» que inspiraba y justificaba dicho programa.

[5] Aunque intento evitar el aparataje académico en este ensayo, no quiero dejar de mencionar que la relación entre Ortega y la fenomenología ha sido cuestión muy debatida, especialmente desde que Garagorri publicó el curso inédito Investigaciones psicológicas (1982). Marías (1971) y Rodríguez Huéscar (2002) se mantuvieron fieles a la versión del propio Ortega, que minimizó la importancia de la fenomenología en el desarrollo de su filosofía. Javier San Martín (1994 y 2012) y Pedro Cerezo (1984), entre otros, han sido los grandes valedores del papel de Husserl en la obra de Ortega.

[6] Sobre la proyección y continuidad del ensayismo en la América hispana del siglo xx y su relación con el exilio, secuela de la guerra civil (1936-1939) véase Kauffmann (2017). También el estudio clásico de Marichal sobre la historia del ensayismo hispánico (1984).

[7] «Con razón se ha insistido en que Ortega fue siempre fiel a su convicción de que la ciencia era la solución a los problemas mayores de España. Para el joven Ortega […] la ciencia europea en ese momento equivalía a lo que se hacía en las universidades alemanas». De ahí extrae Kauffmann la sugerencia de «que sería más justo preguntar por qué la lealtad a la idea del sistema pesaba más en su conciencia durante los años de madurez, que la de defender el linaje y la legitimidad del ensayo» (2005: 6). Esa es la cuestión que planteamos en el apartado 4.

[8] Véase la declaración al respecto en el Prólogo a Personas, obras, cosas (1916).

[9] Es verdad que el volumen VIII aparece fechado en 1934 pero repárese en que todos los trabajos que recoge son anteriores a 1930 y que esta entrega, mera recopilación de trabajos publicados con anterioridad, no responde al espíritu experimental del espectador que busca una filosofía.

[10] Sobre la relevancia del método dialéctico en Ortega, el primero en detectarla fue José Gaos en fecha temprana, 1935. En una conferencia titulada «La filosofía de D. José Ortega y Gasset», afirma: «Yo no sé que nadie, absolutamente nadie más que D. José Ortega y Gasset haya afirmado expresamente estas dos cosas: que lo que es, es realidad vital humana, histórica y que la fenomenología le es insuficiente porque no es dialéctica. Lo que quiere decir: que lo que es, es realidad, pero no reducida a materia (como en Marx); sino vital humana, histórica…» (2018: 939). También Thomas Mermall: «La dialéctica como forma de argumento» (1985: 153 y ss).

[11] Para la metáfora del teatro, QF, (VIII, 356); para la descripción del yo como personaje, «Pidiendo un Goethe desde dentro» (V, 125); la expresión «novelistas de nosotros mismos» en el curso Meditación de la técnica (V, 567).

[12] No es posible debatir aquí la cuestión. En lo esencial, creo que Ortega vio que Heidegger tenía razón al negar que la filosofía siguiera prendida de la dualidad sujeto objeto y por tanto de la prioridad del problema del conocimiento. La realidad, la existencia, la vida, ese era el continente a explorar. Pero Ortega, después de aceptar la sugerencia, siguió su propio camino, con escasas coincidencias con el primer Heidegger, no digamos con el segundo.

[13] Ortega visita Alemania, a donde no ha vuelto desde 1911, en 1934, acompañando a su hijo Miguel que va allí a realizar estudios de medicina. Se encuentra con Husserl y con su entonces colaborador Eugen Fink. A su vuelta recoge algunas de sus impresiones en «Un rasgo de la vida alemana» (1935). Para ampliar información sobre el encuentro de Ortega con Husserl, véase Javier San Martín, 1998: 89 y ss.

[14] Aufstand der Massen Stuttgart DVA, 1931. Versión de la traductora habitual de Ortega al alemán, Helene Weyl. El 6 de mayo de ese año, Ortega envía un telegrama de felicitación a su traductora (Martens ed., 2008: 113). Téngase en cuenta que el libro había esperado a que terminaran de aparecer los folletones en El Sol y que el último llegó a los kioscos el 10 de agosto de 1930. El libro editado por Revista de Occidente es fechado por los editores de OC a 26 de agosto de 1930.

[15] El párrafo en que establece la mencionada tensión entre veracidad y sistema dice: «La voluntad de sistema, que es tan difícil de cohonestar con la resolución antedicha. Pero mientras los románticos apetecen el sistema como una delicia, por lo que tiene de fruto maduro, rotundo, dulce y rezumante, a nosotros se nos presentaba como la dura obligación específica del filósofo. El sistema, sentido así, no podía ser obra juvenil. De aquí un tácito acuerdo que cada cual debió tomar en el secreto de sí mismo, de dejar el fruto maduro para la hora madura, la cual, según Aristóteles afirma con un azorante exceso de precisión, son los cincuenta y un años» (IX, ,149). Ortega cumplió el medio siglo en 1933 y escribe esto un año después.

[16] Ser y tiempo es una propedéutica a un sistema de ontología que Heidegger nunca escribió. Y el libro que más apariencia de sistema ha tenido en el siglo xx, el Tractatus logico-philosophicus, dejaba fuera los supuestos que fundamentaban su decisiones ontológicas, por ejemplo, sobre la relación entre lenguaje y realidad. Por esa, y por otras razones que no son del caso, Wittgenstein lo rechazó y prefirió una filosofía dialógica y asistemática, que guarda cierto aire de familia con algunas de las ideas de Ortega.

[17] Otro aspecto de la cuestión que es menester dejar a un lado son los recursos metódicos de la razón vital. Además de la dialéctica, mencionada anteriormente, Thomas Mermall (1994) ha estudiado el «trasfondo retórico» orteguiano y Antonio Regalado (1990) el circuito concepto-metáfora-ironía. También son interesantes las aportaciones de Alejandro Rossi (1984) y Jorge Brioso (2011). Y han de quedar fuera las discusiones sobre el «ensayismo» filosófico orteguiano. Me limito a mencionar, en contra, el ataque más enérgico, aunque, a mi juicio, con graves limitaciones, de Eduardo Nicol (2008), y a favor, Pedro Cerezo (2002).

[18] Me refiero a sus reiteradas citas de los pasajes del Fedro en que Platón defiende la inferioridad de la palabra escrita sobre la palabra hablada. Cfr., IV, 19-20. Y el final de «Misión del bibliotecario» (1935), en la sección que se titula justamente «¿Qué es un libro?»: «El libro, pues, al conservar sólo las palabras, conserva sólo la ceniza del efectivo pensamiento. Para que éste reviva y perviva no basta con el libro. Es preciso que otro hombre reproduzca en su persona la situación vital a que aquel pensamiento respondía. Sólo entonces puede afirmarse que las frases del libro han sido entendidas y que el decir pretérito se ha salvado. Platón expresa esto diciendo que sólo entonces los pensamientos del libro son hijos legítimos [Fedro, 278, a] porque sólo entonces quedan verdaderamente pensados y recobran su nativa evidencia…» (V, 370).[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]