POR FLORENCIA DEL CAMPO

No fue lo primero que leí sobre la madre lo que leí sobre mi madre. Ya había leído literatura sobre la madre antes de saber siquiera que yo haría literatura sobre mi madre. Y ni siquiera fue lo que yo escribí sobre mi madre lo primero que se escribió sobre mi madre. Hubo una escritura sobre mi madre anterior a la que luego haría yo: la escritura de la historia clínica de su enfermedad. Cuando encontré esos papeles, cuando mi madre murió y encontré la historia clínica de su enfermedad metida en una carpeta, y la carpeta en una bolsa, y la bolsa en su ropero, leí eso como literatura. Los médicos habían escrito páginas y páginas sobre ella. Sobre su cuerpo. Sobre sus síntomas. Yo escribí sobre la escritura de ellos. Y luego, o mientras, o ante todo, escribí sobre mi madre.

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No sé bien por qué pongo mi madre en cursiva. Me recuerda a cuando María Negroni pone en El corazón del daño tupadre en cursiva, y todo junto. También recuerdo siempre, como una anécdota, cuando una alumna del taller sobre «Madres e hijas» que imparto online me preguntó si eso de comparar a la madre con el lobo de la literatura infantil era una tara, o un rasgo, de las escritoras argentinas, y por qué, ¿son las madres argentinas más lobo que otras madres, o más lobo que madres? (esta última pregunta es mía, no puedo adjudicársela a mi alumna). Tengo más preguntas del estilo. Una vez le dije a mi psicoanalista: las madres de las autoras argentinas murieron de cáncer y las de las autoras francesas, de suicidio. Una generalización patética. Ahora me pregunto si malgasto todas mis sesiones de terapia en generalidades que no conducen a ninguna parte.

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La historia clínica que contaba fecha por fecha, como un diario, la enfermedad de mi madre, está escaneada y adjuntada en el final de la novela que escribí sobre ella. Mucho más que por oncólogos, las páginas están completadas por psiquiatras o psicólogos del servicio de psicopatología del hospital.

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El apellido de mi madre era francés. Nada, solo eso.

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La novela sobre mi madre se titula Madre mía. No sé si debo escribir mi madre en cursiva, pero la cursividad de Madre mía está garantizada por ser título de libro y ajustarse a las normas (así como la de «cursividad», por no ajustarse).

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Cuando presenté Madre mía en Salamanca, una persona del público me preguntó si iba a sacar la segunda parte. Como si se tratara de una saga, no sé. Un amigo mío, sentado en la primera fila, le respondió él mismo: Sí, hombre, claro, y se va a llamar Padre nuestro.

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Estoy a punto de sacar mi tercer libro de poesía. Se llama El hombre del padre. Mi amigo no me lo perdona.

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Escribí una novela sobre mi madre, y ahora un poemario sobre mi padre. ¿Tengo alguna conciencia de lo que estoy haciendo?

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Mi padre aún está vivo. Todo eso.

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No escribo «mi padre» en cursiva. Tampoco tuve una madre cuyo léxico incluyera tupadre. En la novela A través del bosque de Laura Alcoba, cada vez que se habla de la madre de Griselda, el personaje central, se dice «la MADRE». La propia Griselda le pide a la narradora, la periodista que investiga la historia, que en su cuaderno lo escriba con mayúsculas. Nos creemos que las variables tipográficas son solo un asunto del diseño gráfico o de la edición o corrección de textos. En esta literatura queda claro que son un asunto de familia. De lo que no se corrige. «Maldita, maldita MADRE, ¡cuánto llegó a fastidiarla! Su padre, en cambio, la amaba por los dos, Griselda lo sabía bien, siempre lo supo. Pero la MADRE se interponía todo el rato, los separaba como si fuera una tapia».

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Es curioso. Madre mía contiene un posesivo (mía), es «mi» madre, la que enuncia posee a la madre. El hombre del padre también es una oración unimembre donde un término posee al otro: el padre posee al hombre (es decir, si cambiara «hombre» por cualquier otra cosa, por ejemplo, «coche», sería el coche que tiene el padre). ¿Qué madre poseo, y qué hombre posee el padre, en mi escritura?

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En el poemario sobre el padre escribo sobre la madre:

[…].

Recuerdo a mi madre:

la insistencia de la merienda, la insistencia de la fruta

¡qué raro!

Había olvidado a mi madre haciendo algo de madre.

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En la novela sobre la madre escribo sobre el padre: «No les conté la otra versión; por ejemplo, que fuiste quien se ocupó de nosotras más que nadie, que tu responsabilidad se duplicaba a causa de una moderada ausencia de padre, que siempre luchaste, peleaste, sudaste para que la relación con ese padre fuera la mejor para cada una de nosotras; y que también fuiste la que nos llevó al médico y a natación y a inglés y al teatro y al cine y a la ópera y a la playa y a un excelente colegio público secundario. Nos les conté el relato que habita en la fisura, en la escisión, en el borde; en la zona exacta donde se dobla el papel y no es cara ni contratacara. ¿Cómo se narra desde ahí, desde ese no-lugar o lugar-tan-fino-y-resquebrajado? ¿Cómo se hace equilibro en la grieta, en el intersticio, desde el lenguaje?».

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¡¿Pero cómo pensar que escribir sobre la madre no es escribir sobre el padre, y viceversa?! «Yo también te abandonaré, mamá. Porque eres egoísta. Porque hablas demasiado fuerte. Porque siempre te estás quejando». Amélie Nothomb, Matar al padre. Usé esa cita de epígrafe en Madre mía.

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En las clases que doy sobre literatura de madres o sobre la madre en la literatura, analizo, entre otros, muy especialmente, el tema del padre. Si está presente en la historia, o si está presente desde su ausencia. Agrupo algunos textos en un subgénero que llamo «literatura de madres viudas», dentro del cual puedo ubicar libros como Apegos feroces de Vivian Gornick o el cuento «Cari junto a una motocicleta roja», de Clara Sánchez (incluido en la antología Madres e hijas, compilación de Laura Freixas). Hay otros modelos que dan lugar a la hija sin padre, por supuesto, pero el de la madre viuda se repite y creo que conforma en sí mismo un grupo a comentar, entre otras cosas, porque suele dar lugar a relatos donde la madre nunca supera el duelo, sino más bien enferma de pena (depresiones y demás), y donde el padre está presente como un fantasma que no las deja en paz. Madres que no se pueden levantar de la cama tras la muerte del padre, e hijas que maman el dolor y el luto de la madre. Y las que quedan son mujeres. Me interesa, también, la noción (entre lorquiana e ibseniana) de «casa de mujeres»: «De mis cuatro hermanas mayores yo no sabía bien quién era una y quién era otra. Las veía todas iguales en esa casa de mujeres moviéndose alrededor de la sombra de mi padre, que se me escapa, que no puedo recordar», dice la narradora del cuento «La hija predilecta» de Soledad Puértolas (incluido en la misma antología; es decir, en esa antología sobre madres e hijas, el padre), un cuento que habla de «esa familia de mujeres, esa familia sin padre»: «¿Cómo habría sido mi vida si nuestro padre no hubiera muerto tan pronto?, ¿cómo sería él, el hombre que desapareció, que nos dejó solas a las seis mujeres de la casa, sin dinero?». «Nuestro padre», casi como la segunda entrega de mi novela; y «el hombre» para decir (del) padre.

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Hace poco tuve la suerte de acudir a unas jornadas de psicoanálisis. Tres psicoanalistas, entre españolas y argentinas, expusieron casos clínicos frente a un psicoanalista francés que moderaba la mesa. En los tres casos, el personaje principal de la vida de él y las pacientes que protagonizaban los casos (dos mujeres y un varón) era la madre. Sobre el padre se dijo: aparecen como inútiles funcionales; se habló de las impotencias del padre. Eso que en los relatos (cuasi-literarios) de los casos fue evidente, se me evidencia también a mí, como lectora, como analista literaria, en la literatura que estudio y enseño. «Ya se le va a pasar, decía mi papá, y seguía con su libro o su noticiero o su plato de comida, simulando que el llanto asfixiante que inflaba las venas verdes del cuello de su esposa era un zumbido molesto pero –en la medida que se hacía constante– tolerable», en «Rapto de locura», de Margarita García Robayo, que sigue así: «Pero los hombres, en general, eran esas criaturas torpes y privilegiadas que estaban para ser servidos» (incluido en Primera persona). Paula Vázquez en Las estrellas, novela de duelo sobre la muerte de la madre por cáncer, incluye un poema que termina con estos versos:

[…]

mi padre

un hombre pequeño

para las cosas

que importan.

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Vuelvo al tupadre de Negroni o de la madre de El corazón del daño (¿de quién es tupadre?). Una palabra compuesta por dos, posesivo + sustantivo. Está en cursiva porque la palabra es de la madre (tupalabra, invento yo); todo el léxico de la madre, el «léxico maternal» parafraseando a Natalia Ginzburg, está en cursiva en la novela. Está dirigida a la hija, entonces ese “tu” es una posesión de la hija. Que la madre hable del hombre con el que tuvo una y más hijas como tupadre es digno de ser atendido. En la literatura, y en la vida. Del ser al rol: tupadre, mi mamá, madre mía… ¿Dónde está el hombre, dónde la mujer? La tensión entre parentesco y persona. «¿Quién es quién en nuestra familia, Madre?», María Negroni en la misma novela.

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En El hombre del padre escribí este poema:

¿Tiene barba?

Sí.

Cierra las fichas de los afeitados.

¿Es moreno?

No.

Bajan como trampas de ratones.

¿Es calvo?

No.

Caen las cabezas como pelotas.

¿Es padre?

No sabes jugar.

¿Quién es quién? ¿Sabes quién? ¿Quién soy?…

Lo encuentro con todos esos nombres en internet.

Pierdo en el nombre

del padre

y del hijo que sabe ganar.

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Léxico maternal y voz: dos temas que me quitan el sueño si se trata de la madre en la literatura. Otra escritora argentina anduvo también ese camino: «Recuerdo que mi hermana, de adulta, empezó a hablar como mi madre, a citarla textualmente. Repetía esas frases hechas que, de chicas, nos divertía imitar: “Me vas a matar a disgustos” o “Las chicas de hoy ya no saben hacerse respetar”. Las decía con el mismo tono de mi madre», leo en «Gestos», de Sylvia Molloy, en el libro Varia imaginación. No es solo recordar la voz de la madre (tema sobre el que volveré enseguida), sino, mucho más, las palabras de la madre, el léxico de ella, ese diccionario natal, esa lengua madre-madre, nada más madre. «Dios mío. No, no. ¿Qué clase de expresiones son esas? Estoy hablando como lo haría mi madre», dice Ivana, la narradora del cuento «Ivana», de Ivana Dobrakovová (incluido en el libro Madres y camioneros). ¿Qué es lo que aterra de parecerse a la madre o de hablar como la madre? No sé. Todo. El espejo (podría escribir un ensayo sobre todas las veces que aparece la palabra «espejo» en la literatura de madres e hijas). Pero sobre todo sé, o no sé, que escribir sobre el léxico de la madre es escribir con el léxico de la madre. Léxico maternal para la materia prima de la escritura: «Las palabras trifulca, energúmena, lumbrera, fula, atorranta, poligrillo, bataclana. Las expresiones Guay que se te ocurra, Ahuecá. Todo es traducible, menos el lenguaje», en El corazón del daño, ya citada.

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Una mujer de Annie Ernaux termina con este párrafo: «Ya no volveré a oír su voz. Es ella, con sus palabras, sus manos, sus gestos, su manera de reír y de caminar, la que unía a la mujer que soy con la niña que fui. Perdí el último nexo con el mundo del que salí». Está hablando de su madre. De la voz de su madre. De las palabras de su madre (vuelve Negroni). De los gestos (vuelve Molloy) de su madre. Y de su madre como mujer (tal como el título del libro propone). Sylvia Molloy también habla de la voz de la madre. En el documental Retazos. Una conversación con Sylvia Molloy dice: «Me acuerdo de la idea de la voz de mi mamá, no sé si me acuerdo de la voz en sí». La escritora, también argentina, Silvia Arazi publicó una novela que se titula La voz de la madre: «Lo que más extraño de mi madre es su voz. Si bien la tengo muy presente, me asusta la idea de que esa voz termine por desvanecerse en mi memoria».

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La madre es Una mujer. La madre es una mujer. Cuando escribí Madre mía no pensé nada de mi madre en términos de mujer, solo la pensé en tanto madre. Ahora le envidio el título a Ernaux, que no solo no tiene ese posesivo sino que no tiene «madre». Ahora pienso que puede ser hasta injusto que el libro del padre sea El hombre del padre, sea el hombre del padre. En Silvia Arazi leo: «Mi padre era un hombre […]». La oración completa es «Mi padre era un hombre introvertido y parco» (aunque es una novela sobre la madre es, por supuesto, una novela sobre el padre, y ella misma lo dice: «Pero escribir acerca de mi madre es escribir también acerca de mi padre […]».). ¿Cómo es la madre, mujer? Y, ¿cómo es la madre, mujer, en la literatura de las madres? Cuando escribí mi primera novela, La huésped, puse ahí una pregunta clave para mí: «Ella es madre, él es hombre, ¿dónde cabe la mujer?», dice la narradora, que está hablando de su suegra, de su marido y de ella, respectivamente. (De ella que no es madre). Ahora, con los años, con las escrituras sobre la madre y sobre el padre, con las lecturas sobre las madres y sobre los padres, creo que la pregunta que (me) hago es otra: ¿dónde, cómo, cuánto, por qué (no), aparece la mujer en la madre? Pero no porque aparezca esta última pregunta en mí en tanto lectora y escritora, desaparece la otra en mí, en tanto mujer. Preguntarme qué es una mujer si no es madre me atraviesa. Preguntarme qué es una mujer, me atraviesa igual. Pero preguntarme qué hay de la mujer en la madre, yo, preguntármelo yo, que no soy madre, me lleva a mi mamá, a madre mía o Madre mía, ya no sé, y a una mujer, y a Una mujer, y a toda la demás literatura. Dice Rachel Cusk en Un trabajo para toda la vida: «La cuestión de qué es una mujer si no es madre ha quedado sustituida para mí por la de qué es una mujer si es madre; y qué es una madre en realidad». Y qué es una mujer, en realidad. Y por qué siempre estamos preguntándonos qué es una mujer. Preguntarse por la pregunta.

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«Cuando no estaba presente, mi madre se refería a él como “tu padre”. Tengo que consultar con tu padre, a tu padre nadie le viene bien, tu padre es un hombre raro», Silvia Arazi, en La voz de la madre. O dicho de otra manera: el padre en la voz de la madre. Pero lo último que dice del padre, de «tu padre», es que «es un hombre…», ¿raro? No, habitual. Como si costara mucho menos decir de un padre que es un hombre que de una madre que es una mujer. O solo lo digo por mí, por mis títulos; me hago cargo. O me culpo. Como siempre, me culpo.

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Cuando me invitaron a coordinar este dossier contra las madres y los padres en la literatura pensé mucho en ese contra. Es sobre las madres y los padres, pero no reniego del contra, al contra-rio, lo entiendo. Tengo demasiados problemas con los pronombres posesivos si se trata de madres y padres, como para sumarme uno con las preposiciones si también se trata de ellos (¿por qué todas las palabras que estoy tratando de cuestionar en este texto comienzan con la «p» de «papá»: pronombres, posesiones, preposiciones, parentescos, personas, pertenencias…? Con la «p» de «papá» también comienza preguntarse por).

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Lina Meruane escribió Contra los hijos. Leo ahí: «[…] el fantasma de un arraigado temor. Que una mujer quede para siempre incompleta (como si los hijos fueran una extensión de su cuerpo, un pedazo de su identidad, el modo de perfeccionar a ese ser informe y deficitario que sería la mujer). Pero hay otro pensamiento aún más angustioso: […]. Que esté conforme e incluso celebre la idea de que no toda mujer debe ser madre […]. Y esto me inquieta: ¿No será que estas madres, las tardías, las milagrosas, han creído completarse con un hijo para descubrir que en la aparente suma mujer+madre se va restando la parte mujer?». Más preguntas. Más (con «m» de «mamá») preguntas (con «p» de «papá»).

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Si cuestionándome el determinante «mía» de Madre mía me estaba cuestionando la pertenencia, el pronombre posesivo, la (ahora se me ocurren más con «p») propiedad privada, ¡lo propio!, busco para escapar de ello, entonces, lo ajeno. ¡Y qué curioso! Como si lo hubiera hecho a propósito (y juro que no), mi primer libro de poesía se llamó Mis hijas ajenas. El «mis», el pronombre y todas las demás cosas con la letra «p», no me lo quita nadie. Pero se suma ahí la idea de lo ajeno como para contrarrestar, oponer o discutir esa pertenencia. En ese poemario, sobre hijas (mías aunque ajenas), escribí, por supuesto, faltaría más, sobre mi madre:

[…]

Luego preguntan tu nombre y mi nombre

nos encuentran idénticas

pienso en ti y en mi madre

mientras gritas mamá y me doy vuelta, claro

pero ya no estás detrás.

Y es ese el momento

en que te pierdo y grito huérfana

no sé, ¿sabes?, no sé si hablo de ti o de mí

si soy yo la respuesta

entonces lo que no sé es si la causa

eres tú, hija, o mi madre.

*

Comencé diciendo que ante todo escribí sobre mi madre (cuando lo dije en el primer párrafo, las cursivas estaban justo donde ahora no están, y donde ahora están no estaban). Sin que eso sea falso, al contrario, más bien evidente que así fue, aun cuando pensé que así no era, termino diciendo que sobre todo escribí contra mí. Pero este contra no es un contra en el sentido de perjuicio, de daño, de detrimento de; lo es en el sentido de discusión, de batalla, de diálogo, de cuerpo a cuerpo. La escritura es contra la escritura. En ese sentido, también, leo el título de este dossier, e invito a que contra él se escriba. Y se lo lea.