Menchu Gutiérrez
La ventana inolvidable
Galaxia Gutenberg
184 páginas
POR CARMEN G. DE LA CUEVA

«Hay dos formas de ponerse a leer, como de ponerse a hacer cualquier cosa en la vida: una serena y otra impaciente», dijo Carmen Martín Gaite. Si nuestro humor es estable y estamos dispuestos a dejarnos ir, el libro nos contará aquello que buenamente quiera. Si le escuchamos y «no le forzamos a que él entre en nosotros y acierte con el resquicio exacto por donde puede inyectarnos consuelo», nos tocará. Pero si ocurre que llegamos al libro alborotadamente, «con urgencia y pasión», en busca del remedio que necesitamos, entonces el libro se nos caerá de las manos y se negará a ofrecernos todo aquello que le exigimos. Pocas descripciones tan acertadas como la de Martín Gaite conozco para referirse a la manera en la que nos ponemos a leer tantas veces, como en las noches de insomnio y soledad cuando se acude a los libros para salvarse de manera frenética, desesperada y compulsiva, y ellos nos ofrecen poco más que distancia y frialdad. Pienso mucho en esto de Gaite, paladeo sus palabras, las tomo como pretexto cuando hay libros que pasan por una sin dejar poso ni rastro, como un golpe de viento, como la luz de un faro que alumbra la habitación apenas un segundo en la noche. Algo así me ha pasado al leer La ventana inolvidable de Menchu Gutiérrez (Galaxia Gutenberg, 2022): un vacío, una noche en blanco, un profundo silencio.

Poco antes de empezar este libro que ganó el LIII Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro, leí La mitad de la casa (Siruela, 2022) y siento que hay entre los dos un pequeño y fino hilo que los une. En el primero, había una casa —o la mitad de una casa—, había «ventanas cerradas cuyos cristales deben reflejar sobre todo el follaje de los árboles», una escritura fragmentaria e híbrida. En el segundo, Menchu Gutiérrez tira y tira del hilo y concentra toda la atención en la ventana, un punto de enfoque, pero también un punto de partida para el ensueño, la divagación, la meditación y el recuerdo sirviéndose de un esquema parecido al del libro anterior —fragmentos, breves guijos de vida—. Hay algún elemento que se repite en La mitad de la casa y La ventana invisible: la concha. Por eso decía que un hilo tiene bien ligadas las dos novelas. «La concha —escribe en el primero— inicia un movimiento lento que hace pensar en un repliegue militar». Y en La ventana inolvidable, la concha es una pérdida que la protagonista arrastra: «Nunca me he repuesto de la pérdida de esa casa, a la que estaba tan unida como a una concha».

Unas rejas, las rejas de la ventana del torreón de una vieja casa familiar que ya no existe, son el elemento que da lugar a un hermoso trabajo de memoria: «Yo sentí muchas veces que mi vida continuaba, desdoblada, en la habitación de la torre de mi cuarto, cuando miraba desde el jardín o la calle hacia sus ventanas. Y a pesar de que la casa desapareció hace muchos años, todavía hoy, mi vida continúa en el interior de la torre, y miro por cada una de las pequeñas ventanas para encontrar un paisaje que fue cambiando dramáticamente a lo largo de los años, primero en vida de mis abuelos, y después de mis padres y de la mía propia». En un principio, el libro me atrapó, me arrastró hacia esa casa e imaginé esa torre, esa ventana y esa niña escondida tras ella intentando leer, escribir o, simplemente, ser ella misma en un mundo adulto. Pero entonces, la autora deja de lado la memoria propia y se lanza a pensar en la ventana como algo capaz de articular la vida de cualquiera.

Xavier de Maistre hizo algo parecido en Viaje alrededor de mi habitación, pero el viaje que emprende Menchu Gutiérrez alrededor de una —y mil— ventanas, va más allá de su propia visión. No es exactamente como lo de Maistre que apuntó las observaciones interesantes y escribió sobre el placer que experimentó al fantasear con ellas. La autora madrileña piensa que «cada ventana tiene una historia adherida», la propia y la de quien mira la ventana «desde lejos y trata de imaginar lo que sucede en su interior» y esa idea la lleva a lo largo de ciento ochenta páginas a intentar responder estas dos preguntas: «¿Qué vemos cuando miramos en dirección a una ventana? ¿Qué historia o historias reconstruye la visión de una ventana?». Y en esa divagación se enreda poniendo una detrás de otra las historias de personajes anónimos intuidos apenas por una inicial. Esa intermitencia que propone me hace salir de la historia una y otra vez. Entiendo la deriva, admiro el uso lírico del lenguaje, las imágenes y la voluntad poética de la autora, una voz única en el panorama literario, pero, al mismo tiempo, lo que prometía ser una novela sobre la memoria y la ventana como metáfora de la imaginación, acaba convertida en un cúmulo de fragmentos sueltos que ni me emocionan ni me interesan como conjunto.

Es curioso lo que me ha ocurrido con La ventana inolvidable, puede que la teoría de Martín Gaite acierte aquí: la culpa es mía porque zarandeo el libro de Menchu Gutiérrez y le exijo unos favores que solo conceden los libros a aquellos que no tienen «los ojos nublados ni el alma en tormenta, a quien no le da igual Balzac que Conan Doyle o que Pavese o que Todorov». Y es que a mí eso no me sucede del todo: la leo y veo su talento, su hermosa y certera prosa, la profundidad de sus reflexiones. Este libro, más que una novela, es un libro en el umbral: entre el aforismo y la meditación, entre lo diarístico y la poesía. «La ventanilla del tren arrastra el paisaje, inclina los árboles por la velocidad que imprime a su paso, crea viento donde no lo había, y lleva su telegrama urgente en el buzón de la boca». La prosa de la autora funciona como un pequeño haz de luz, y hay frases que son como esos rayos que se posan sobre las cosas de una casa: los libros que descansan en las estanterías, el sofá gastado, la baldosa y media de suelo. «Las ventanas de la casa de sus padres y abuelos pasan la mayor parte del año sumergidas bajo el pantano que anegó todo el pueblo. A un lado y a otro de las ventanas, el agua uniformadora, las primeras algas colonizadoras, donde había una cama y una mesilla de noche, y donde había farolas y un banco vecinal, un adentro y un afuera anulados, perdida la función de las puertas y ventanas, casi homogéneos, otra clase de rocalla». Esos rayitos que, sobre todo en invierno, te alegran y reconfortan y permiten ver las partículas de polvo suspendidas en el aire, invisibles la mayor parte del tiempo.

Tengo el libro en las manos y leo hermosas y trascendentales frases que sueltas así, dicen algo, por ejemplo, leo que «M. cierra la ventana. La gran creadora de silencio, la madre que apaga todos los ruidos para que su madre duerma»; que J. bebe una copa de vino mientras dice que «nos quedamos pegados a las palabras de otros a veces de por vida, a veces de una sola frase. Recitamos un profundo aforismo y vemos cómo la crueldad de cuatro palabras, aparentemente torpes, lo aplastan, como la pesada rueda de un camión»; que «P. abrió una ventanita en una habitación de la casa para mirar con mayor distancia el cuadro situado en su pequeño estudio de pintura»; que L. le contó a la protagonista «la impresión que le produjo la muerte de su abuelo contemplada a través de la pequeña ventana que se abría en la cabecera de su féretro: la persona a quien tanto había querido reducida al rostro de cera que veía a través de una abertura sellada con cristal»…Pero al acabar el libro, al cerrar la tapa dura y pensar en lo que me llevo, encuentro, de nuevo, un vacío, una noche en blanco, un profundo silencio.

Pienso otra vez en lo que decía Gaite, no me lo saco de la cabeza y es que, aunque sigue sin aportarme el menor consuelo, es sensato pensar que sea yo la que ha llegado al libro revuelta. Cuando lo tuve en las manos por primera vez y vi esa ventana cubierta de rojiza hojarasca, me acordé de las mujeres ventaneras de Gaite, de aquello que escribió sobre la ventana de la casa de Rosalía de Castro en Padrón. Si fuera un fragmento de La ventana inolvidable podría ser algo como esto: C. se emocionó mucho al mirar el paisaje encuadrado por la ventana del dormitorio de la poeta y pensó en los aromas del campo que entrarían por esa ventana y en el tañido lejano de las campanas de Bastabales. «Soñaba desde allí, viajaba desde allí, y desde allí convertía en palabra aquella marea de emociones que se le desbordaba del pecho, a la vista del paisaje. Y, reviviendo, allí clavada, mis propios sueños juveniles de provinciana ventanera, los asociaba con la visión de un camino entrevisto por la ventana y que debe llevar a la aventura».