Hernán Ronsino
Una música
Sexto Piso
184 páginas
¿En qué consiste escribir contra el sistema? Hernán Ronsino es una buena respuesta a esa pregunta. Escribir contra el sistema es, sin duda, sacar del centro la casi siempre tediosa e inconcluyente pregunta «¿Quién soy?» que impone la literatura autoficcional, para sustituirla por otra más grave, más periférica o más política: «¿Quién era él o ella», «¿Qué es esto?», «¿Qué significa este paisaje, esta música que existían antes de que yo los encontrara y que seguirán existiendo cuando yo me aleje de ellos?». Las preguntas y la escritura de Ronsino son también antisistema porque hacen exactamente lo contrario de las redes: dar por descontado la insignificancia de quien escribe para centrarse en lo que le concierne. Son antisistema porque atacan la concepción del tiempo en la que respiramos, comemos, dormimos y, sobre todo, comerciamos con nuestra imagen y nuestra biografía y nos impone un tiempo en el que lo humano deja de ser el centro y es ocupado por el paisaje y por lo político.
La trama central de Una música es bastante clásica en términos de psicologismo realista: Juan Sebastián Lebonté, un pianista célebre, recibe en mitad de una gira la noticia de la muerte de su padre, y cuando regresa a su país (Argentina), la noticia de la herencia de un pequeño terreno en Paso del Rey, en el conurbano bonaerense. Lo que encuentra al llegar es un paraje que lleva décadas ocupado por otra gente. Un campo pobre, cubierto de matojos, cruzado por una vía de tren que llega de la ciudad. A partir de ese punto el viaje identitario de Lebonté se divide en dos caminos: los gestos que tiene que hacer para sobrevivir en esa comunidad que le acoge (Lebonté tiene que cambiar su nombre, aprender a ser albañil, carpintero, entrar en otro sistema. «No sé por qué lo hago», dice, «pero persisto con voluntad») y la exploración interna y de la memoria que hace de la figura del padre recientemente fallecido y su obsesión patológica con un músico (Bill Turner) y un disco en particular (Hudson), una obsesión que se sitúa en la base de la presión que ejerció sobre su hijo para convertirse en pianista. Lebonté, al fin, es como muchas personas, un hueco conformado entre dos presiones, una social que hace de él lo que necesita, y un padre que lo modela para satisfacer una obsesión privada. Pero la marca de la casa de Ronsino no es solo ese pesimismo más o menos determinista en el que se componen casi todas las identidades humanas, sino la forma en la que esa «tristeza» queda suavizada por un paisaje que nos restaura, una naturaleza que es más grande que nosotros y cuya belleza es fácil que pase desapercibida. En los libros de Ronsino hay siempre dos placas tectonicas que colisionan, y se mueven a velocidades distintas: lo humano y lo natural. Hudson, el disco de Bill Turner, es precisamente la manifestación de esa gracia restauradora, de ese poder chamánico de la música y Paso del Rey esa orilla de lo industrial contaminada, fabril, como un resto desacoplado entre la gran urbe y el comienzo inminente del campo, un paisaje en tránsito, igual que su protagonista. Están los pájaros, está el paisaje, hay un lago, un bote, hay incluso un renacer, solo que atravesado por la falta de trabajo, por el eco de la violencia de los años setenta, por unos sindicatos que no defienden ya a nadie; una bucólica industrial.
La escritura de Ronsino es también antisistema por un último elemento clave: su velocidad. En contraposición a un modelo de literatura espídica que trata de imitar un lenguaje audiovisual que siempre le ganará la mano, Ronsino opta por ralentizar todavía un poco más lo literario, por redoblar la apuesta. El resultado es una literatura ambiental, Faulkneriana, que le ha llevado a situarse en lo mejor de su estilo y a ganar recientemente el premio al mejor libro del año para la crítica en la Feria del Libro de Buenos Aires. Un gran autor, en definitiva, en plenitud de sus capacidades.