Jordi Royo:
Poesía reunida (1980-2011)
Prefacio de Kepa Murua, A. G. Porta
y Gustavo Vega Mansilla, prólogo
de Gustavo Vega Mansilla,
ilustraciones de Víctor Ramírez
Ediciones Sin Fin, Barcelona, 2017
382 páginas, 15.00 €
Jordi Royo (Barcelona, 1959) encarna la figura del poeta fiel a la vanguardia, tanto en su labor creativa como en su sentido de adhesión a la rebeldía, a lo marginal, a lo inusitado. Y en los márgenes, o en los rincones, con rara coherencia, ha permanecido este autor catalán que ha escrito siempre en castellano, como tantos otros, desde 1982, cuando debutó en la poesía con Naznava, publicado en la legendaria colección Ámbito Literario, de Anthropos, en cuyo título —«avanzan» al revés— se reconoce ya la influencia de los procedimientos vanguardistas que Royo ha cultivado, con matices y sinuosidades, pero con permanente obsesión, a lo largo de toda su vida como escritor. Luego vendrían Ipsithilla, en 1983; Il gobbo. Poesía reunida (1980-1986), que incluía Naznava, Siete plaquettes y Último destierro, de nuevo en la colección Ámbito Literario, en 1988; In memoriam, en 1989; La utilidad de la muerte, en 1997; Okupación del alma, en 2002; y @-dreams, en 2009. Por desgracia, un factor personal, y no sólo una opción estética, ha contribuido a que esta relativamente nutrida producción poética no haya recibido la atención crítica y lectora que merece: la grave enfermedad que ha padecido, y padece todavía, el poeta, que la ha ido espaciando y, por fin, prácticamente silenciado. Se reúnen ahora sus hitos fundamentales —Il gobbo, La utilidad de la muerte, Okupación del alma y @-dreams—, más una sección de «Otros poemas», en la que se incluye algunos inéditos y poemas dispersos, publicados en revistas de escasa o nula circulación, y el último poemario en el que Jordi Royo ha trabajado desde 2011: releyendo a N. Tazukuri.
En los títulos de Royo —y en muchos de sus poemas, cuando llegamos a ellos— se advierte otro procedimiento de vanguardia: la poliglosia. No es extraño en un poeta entre cuyos autores tutelares figuran T. S. Eliot y Ezra Pound, políglotas pertinaces. Royo practica, asimismo, el tachón, los juegos visuales y tipográficos —con grafismos y casi caligramas— y la relativización de la ortografía (es, por ejemplo, una poesía sin puntos ni mayúsculas iniciales), y gusta de numerar sus piezas, o incluso de introducir incisos numéricos entre los versos, como si buscara una ordenación caótica, una lógica anómala, para sus creaciones. En la última de sus Siete plaquettes, incluye un pentagrama —del Impromptu n.º 10, op. 79, de Francisco Fleta Polo—, que explicita un interés por la música ya acreditado, por otra parte, en los siempre diligentes flujos rítmicos, por quebrados y brincantes que nos parezcan. Y aquí y allá, a lo largo de esta Poesía reunida, constan poemas visuales, publicados o inéditos. No obstante, las inclinaciones experimentales de Jordi Royo no presentan la misma intensidad en todos sus títulos: se moderan, por ejemplo, en Último destierro y La utilidad de la muerte. Frente a la mayor tensión —y hasta ruptura— sintáctica de sus primeras y últimas entregas (en releyendo a N. Tazukuri vuelve a la síncopa de Naznava), cierta narratividad, o una mayor cohesión elocutiva, prevalece en la etapa central de su producción, desde La utilidad de la muerte hasta @-dreams.
Este cauce alternativo, fracturado, acoge una poesía violenta, desgarrada, casi ensangrentada, con un aire, en ocasiones, a Leopoldo María Panero: «Ya no me perteneces ahora que vas vomitando / la sangre de tus hormonas sobre las arterias rojas / de las avenidas nocturnas / mientras conduces 1 enorme falo a 180 por hora», leemos en Naznava. (En la segunda de sus Siete plaquettes, el homenaje es manifiesto: Royo incorpora al poema un verso de Teoría, de Panero: «Sollozando como Ossian desde una roca»). La muerte la sobrevuela siempre, a veces como aliento, a veces como figura espectral, a veces como abstracción ominosa, a veces bajo la especie de cadáver. Pero, adopte la forma que adopte, es una muerte cromática, vívida y vivida: «Es el cadáver que resucita / aun cuando el resplandor de los peces / arde envuelto en una urna de cristal», seguimos leyendo en Naznava. La nada es una segunda fuerza, lindante o sinónima de la primera, que acompaña el deambular del poeta por la vida y por el lenguaje. A ambas las anuncian, premonitorios de la destrucción que suponen, de la invisibilidad a que conducen, la enfermedad, el miedo y el fracaso. La enfermedad, en especial, o lo enfermizo, está siempre ahí, muy tangible, concreta, corroyendo, ajando, amenazando: «4 a. m. / mirando fijamente los bidones de éter a mis pies, / devorando un pavimento sobreexpuesto / a la fría oscuridad del tiempo:», escribe Royo en Okupación del alma (y no es errata que el poema acabe con dos puntos que no conducen a nada más; así obra a menudo el poeta, que anuncia desarrollos frustrados, que sugiere y acalla expectativas). Aunque también está ahí el sexo: la explosión de eros, que acaso equilibre el peso del sufrimiento y la succión de la inexistencia. La poesía de Jordi Royo está llena de falos, pechos, vulvas y semen: de los órganos o emanaciones del amor, que lo suscitan o reciben, para vivificar la caída, para contrarrestar lo oscuro. Éste es, quizá, el principal eje de la poesía royiana: el indeclinable binomio eros-tánatos, la lucha sin fin entre la anulación y el deseo: «Siempre amándose / desprendiendo de sus ojos ese amor maldito / con el que sólo se engendra la muerte», leemos una vez más en Naznava; y en La utilidad de la muerte: «Rozo la muerte cuando finjo abrazarte / tras ese cristal poroso que encierra la vida».
Es ésta una obra alucinada, tumultuosamente atravesada de visiones, con las que se nos da a conocer un cosmos de tensión y violencia, de padecimiento y horror, pero también de sensualidad y concupiscencia, como si sólo la carne y su fuerza presente, o su recuerdo imborrable, pudieran exonerarnos de la injuria de los días. Sin descanso, la belleza se opone a la maldad; el paraíso, al infierno; la luz, a la oscuridad. Pero toda oposición es, asimismo, un nexo: en la poesía de Jordi Royo, lo noble y lo infame, lo dulce y lo cruel, lo frágil y lo robusto aparecen siempre unidos, trabados en combate, golpeándose y acariciándose. Lo frágil, en particular, se repite a menudo, frente al ímpetu de lo violento: el cuerpo es frágil, el amor es frágil, la vida es frágil, aunque incomprensiblemente resiste al furor. Las metáforas que plasman esta lid multitudinaria son muchas, si bien algunas rozan la obsesión: los sueños, las flores —las orquídeas, sobre todo— y los niños menudean en las páginas de esta Poesía reunida. Pero también lo hacen el insomnio, la nieve y la sangre, que es ambivalente, aunque en Royo simboliza el abandono y la fatalidad.
En este marco de lucha feroz, el poeta contrapone un pasado de amor y placer, en el que se entretejen sueños, esperanzas e ilusiones, y que se remonta a veces hasta la infancia o la juventud, a un presente de enfermedad, pérdida y, en última instancia, muerte; y le cuenta ese enfrentamiento a un «tú» femenino: «Recuerdo que una vez jugaste / corriendo enloquecida por los pasillos; derramabas fantástica sonrisas / en las frías estancias que endulzaban / la trastienda de mis sentidos», dice en @-dreams. El poeta parece dialogar siempre con una mujer, presente o recordada, real o fabulosa, que se enfrenta a la vida y se une o se opone a él; una mujer que en algunos poemas, como el segundo de las Siete plaquettes, se encarna en arquetipos literarios, como la Beatriz del Dante: «o. esa sonrisa que nos lame / a trompicones la lengua y nos vomita / suavemente / ? / Beatriz:». El discurso, retrospectivo, transforma en ocasiones a esa mujer en una niña, modelo de pureza, inocencia y amor.
El estilo de Jordi Royo es reconocible y suntuoso. En su voz se han filtrado muchos de los mejores representantes de la poesía contemporánea —desde Nerval hasta Ginsberg, pasando por los ya mencionados Eliot y Pound, entre otros—, pero esa filtración no la ha sofocado, sino que la ha moldeado con perfiles propios. Royo trabaja con un vocabulario en el que aparecen equilibradas la amplitud e imprevisibilidad y las recurrencias, aunque, en el último trecho de su obra, cierto léxico y un puñado de imágenes se hacen cada vez más insistentes, casi obsesivos. Tanto que, en algunos casos, se repiten sin variación: «Las arrugas violáceas de la madrugada», por ejemplo, figura en dos poemas distintos de @-dreams. En otros supuestos, las coincidencias se explican por tratarse de versiones distintas de una mismo pieza, como sucede con una composición inédita que se reelabora en releyendo a N. Tazukuri.
Singular resulta, asimismo, una estructura constante en la poesía de Jordi Royo, compuesta por sustantivo, adjetivo y complemento preposicional: «La tristeza enloquecida del crepúsculo», «la tortura huidiza de los náufragos», «la náusea somnolienta del amor». Esta forma triangular suscita una visión compleja y una cadencia prolongada, que envuelve tanto al ojo como al oído. No hay una percepción instantánea, sino una sostenida averiguación, un lento y melodioso descubrimiento. La aromática pastosidad de esta sintaxis, a cuya espesura contribuyen otras figuras retóricas, como la sinestesia, y el ingente arsenal metafórico, configura una poesía vehemente, matérica, en la que las ideas cuajan en objetos, en geometrías; una poesía con la que Jordi Royo, atado, como todos, a los límites de la vida —pero él quizá más sujeto que otros, más doliente—, ha pretendido escapar de la reclusión y alcanzar, también como todos, esa «otra orilla» que justifica el esfuerzo creador y nos redime de la angustia de ser, de estar aquí: «Paraplejia de sonidos / en la otra orilla / siempre en la otra orilla».