La mirada del indio, nuestra mirada. ¿Qué es Panamá? ¿Qué es España? ¿En qué nos hemos convertido? Los indios observaban sin duda a los españoles, pero, como recuerda Romoli, también los españoles observaban a los indios. «Las virtudes y defectos de los españoles, sus costumbres y prejuicios, se manifestaban en cada giro de los hechos, pero no son más que una cantidad en la ecuación. Es hora de mirar a la otra: los indios. Trataremos de hacerlo a través de los ojos de los colonizadores, quienes les observaban más de lo que se puede sospechar, a juzgar por los modernos estudios antropológicos […]». Hablando de las cuevanas, dice Romoli: «Parecen haber sido criaturas encantadoras que desplegaban inesperados aspectos de coquetería. Menudas, con grandes ojos, con largos y a menudo rizados cabellos, tenían hermosos y esbeltos cuerpos, de los que sentían un orgullo desmedido y a los que dedicaban interminables cuidados. Se bañaban cinco o seis veces al día y empleaban horas y horas en peinarse con peines de madera de macagua […]. Suprimían cualquier señal de vello en sus cuerpos mediante pinzas y depilatorios. Ponían un esmero especial en conservar la forma de sus admirables pechos […]. Las mujeres jóvenes deseaban firmemente gozar de la vida y conservar sus figuras juveniles, resolviendo a menudo esta difícil combinación de deseos tomando hierbas anticoncepcionales y, si llegaba el caso, abortivas». Por no hablar de «la amabilidad y los buenos modales» («Nadie oyó jamás una palabra más alta que otra entre un marido y una mujer indígenas»), el cuidado de las huertas, el mobiliario, los utensilios de caza y de pesca, las clases sociales («Los cuevanos constituían una sociedad estrictamente clasista»), la justicia («Había pocos delitos, quizá porque el castigo era rápido y severísimo»), la religión, la farmacopea, la medicina y la cirugía, incluso la plástica. Imagino que a los panameños contemporáneos, acaso descendientes en parte de aquellos indígenas, no les descubro nada.
A diferencia de muchos otros lugares –no me avergüenza citar la Wikipedia, que cada día mejora su rigor–, «actualmente, llevan el nombre de Vasco Núñez de Balboa parques y avenidas de Panamá y existe un monumento dedicado a su hazaña de la posesión del mar del Sur que mira al océano Pacífico. En su honor se bautizó como balboa la moneda panameña y su rostro aparece en el anverso de algunos ejemplares. Su nombre designa uno de los principales puertos en el canal de Panamá y al distrito que abarca el archipiélago de las Perlas, lugar que llegó a “descubrir”». La máxima distinción que otorga el Gobierno panameño a figuras sobresalientes dio en llamarse la Orden de Vasco Núñez de Balboa. ¿Tal vez porque fueron menos los horrores o porque fueron más las venturas, porque respetó a los indígenas mucho más que sus coetáneos –como Nicuesa o Pedrarias–, porque entendió que merecían un trato más humano, porque eso redundaría en beneficio de la propia obra de la conquista y porque los reyes de España así lo prescribieron y raramente se cumplió? Por eso conviene subrayar algo que escribe la historiadora Romoli, y no olvidemos que es estadounidense:
Es de justicia añadir que, a pesar de la insensata crueldad de los primeros años, los indios gobernados por los españoles fueron más afortunados (o menos infortunados) que los de Norteamérica, pues no se les excluyó de la sociedad ni se les prohibió vivir en su tierra; sus almas eran objeto de viva preocupación, y sus hijos mestizos se reconocían. Los españoles explotaban abusivamente a los indios, pero también se casaban con sus mujeres. […] Los hombres que se enrolaban para las Indias pertenecían a todas las clases sociales […], pero casi todos los capitanes y compañeros […] tenían unas características fundamentalmente comunes. Eran devotos, rapaces e increíblemente valerosos; tenían un brutal orgullo y un innato sentido para la intriga burda; se ayudaban unos a otros en las más tremendas penalidades, aunque envidiaban ferozmente los éxitos. Eran producto de siglos de guerra y escasa comodidad; el sufrimiento era la medida de sus huesos, la violencia llenaba su sangre y la seguridad constituía la última de sus ambiciones. […] Se sentían interesados, pero no desconcertados, por el extraño mundo que descubrían. Preparados para todas las maravillas, se habrían enfrentado con toda tranquilidad a los hipogrifos o a los gigantes de cabeza de perro. […] Hombres como aquellos no eran precisamente el material requerido para fundar una colonia agraria pero sí una perfecta herramienta para conquistar un imperio.
No olvidemos que eran, mucho más que hoy, que no sabemos ni lo que fuimos, ni lo que somos, ni –lo que es peor– lo que queremos ser, hijos del Quijote. Anotemos de nuevo otras más que amables consideraciones de la gran biógrafa de Balboa: «Es un continuo motivo de asombro la extraordinaria facilidad con que los carpinteros españoles construían embarcaciones en cualquier playa tropical».
En una encuesta de última hora sobre la figura de Balboa me dirijo a dos periodistas panameños. Dice Fernando Correa Jolly: «Sobre Vasco Núñez de Balboa, coincido con la opinión de Germán Arciniegas, para quien la salida de Balboa del barril es en realidad el nacimiento simbólico del primer americano moderno». Dice Vannie Arrocha: «La gente pensante de Panamá se siente ofendida de que ambos Gobiernos –Panamá y España– celebren los 500 años del “descubrimiento del mar del Sur”, cuando el mar existía, los nativos lo conocían y el único ignorante era Núñez de Balboa. Celebren la convergencia de dos pueblos, pero no perpetúen la colonización y la ignorancia». Convendría también recordar que, desde las costas habitadas de Japón, China, Filipinas, Nueva Zelanda, Australia, y las islas de la Polinesia –por no hablar de todo el frente de América que da al Pacífico, desde Alaska hasta Chile–, había indígenas –¿he aquí una palabra para repensar?– que conocían ese mar.
La última incursión, acaso la más olvidada. Las acusaciones del alcalde mayor, el bachiller Fernández de Enciso –quien hartó a sus vecinos, que le calificaban de déspota y avaro por las restricciones que tomó contra el oro, objeto de codicia de los colonos–, y la destitución y desaparición del gobernador de Veragua, Diego de Nicuesa, hicieron que el rey nombrara gobernador de la nueva provincia de Castilla de Oro –un nombre desmesurado, en gran medida fruto de las fantasías y sueños que Balboa prendió en la corte– a Pedro Arias de Ávila, más conocido como Pedrarias Dávila. A pesar de ser su suegro, pésimo gobernador y peor persona, Pedrarias dictaría la muerte de Vasco Núñez de Balboa. Para buscar por segunda vez la redención de sus pecados, le pide a Pedrarias permiso para explorar el mar del Sur. Para Stefan Zweig, es esta segunda expedición todavía más admirable que la primera, aunque no le proporcionará la salvación, ya que a su regreso, por orden del gobernador, será apresado por Pizarro –que sí explorará a fondo el futuro Pacífico y conquistará Birú, o Perú– y le será separada la cabeza del tronco. Escribe Zweig:
Núñez de Balboa emprende una nueva huida hacia la inmortalidad. Su segundo intento es tal vez aún más grandioso que el primero, aun cuando no le haya reservado la misma fama en la Historia, que solo enaltece a aquellos que tienen éxito. Esta vez Balboa no solo cruza el istmo con su tropa, sino que hace que miles de indígenas arrastren por encima de las montañas la madera, los tablones, las velas, el ancla y los cabrestantes necesarios para construir cuatro bergantines. Pues si allá, al otro lado, consigue tener una flota, podrá apoderarse de todas las cosas, conquistar las islas de las Perlas y el Perú, el legendario Perú. Pero esta vez el destino está en contra de este hombre audaz, que sin cesar encuentra nuevos obstáculos. Mientras avanzan por la húmeda jungla, la carcoma devora la madera. Los tablones llegan podridos y no sirven para nada. Sin dejarse desanimar, Balboa manda talar otros troncos en el golfo de Panamá y fabricar nuevos tablones. Y su energía realiza un nuevo prodigio. Parece que ya todo ha salido bien, ya se han construido los bergantines, los primeros del océano Pacífico, cuando un tornado empuja los ríos, que de pronto se agigantan, y los barcos, que ya estaban listos, son arrastrados hasta el mar, donde zozobran. Aún han de empezar una tercera vez. Y por fin logran terminar dos bergantines. Balboa solo necesita otros dos, otros tres, y podrá ponerse en marcha y conquistar el país con el que sueña noche y día, desde que aquel cacique señalara con la mano extendida hacia el sur y él escuchara por vez primera esa seductora palabra, Birú. Tiene que hacer venir a otro par de valientes oficiales, reclamar tropas de refuerzo, y podrá fundar su reino. De haber contado su íntimo arrojo con unos meses más, tan solo con un poco de suerte, la historia universal no habría tenido que nombrar a Pizarro, sino a él, a Núñez de Balboa, el vencedor de los incas, el conquistador del Perú.
No obstante, Kathleen Romoli afirma, de forma bastante persuasiva, que Balboa no tuvo noticia de ese reino.
¿No ha sido filmada esta aventura que termina con la ejecución ignominiosa de Balboa? Cuando le llevaban al cadalso, según relata Romoli:
El pregonero iba delante gritando: «¡Esta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor y Pedrarias su lugarteniente, en su nombre manda matar a este hombre por traidor y usurpador de las tierras sujetas a su Real Corona!». Y otras cosas por el estilo. Vasco Núñez, oyendo esto mientras avanzaba, alzó los ojos y dijo: «Es una mentira y falsedad que se me levanta, y, para el caso en que voy, nunca por el pensamiento se me pasó tal cosa ni pensé que de mí tal se imaginara, antes fue siempre mi deseo servir al rey como fiel vasallo y aumentalle sus señoríos con todo mi poder y fuerzas». Su declaración no le sirvió de nada. Y así, habiendo confesado y comulgado, y puesta en orden su alma tan pronto como el tiempo y la ocasión lo permitieron, le cortaron la cabeza.