POR  ALFONSO ARMADA

El laberinto de la memoria. Empezaré por el principio, que es una forma tan arbitraria como otra cualquiera de empezar. Uno de mis más tempranos recuerdos tiene que ver con Núñez de Balboa porque en el número 55 de esa calle del barrio vigués de Coia, Galicia, en el noroeste de España, mi abuelo paterno, Benigno, construyó una hermosa casa de piedra gracias a lo que ganó con la lotería, y allí pasé los años más felices de mi infancia. Lo que no sospechaba entonces, y no me llevó a indagar hasta ayer mismo, es que Vasco Núñez de Balboa tuviera tantos lazos familiares con Galicia, y que la peripecia de ser el primer europeo en ver el que más tarde sería bautizado como océano Pacífico estuviera tejida de tan asombrosas historias y, para el propio Vasco Núñez, terminara tan mal. La memoria es un extraño laberinto que nunca terminamos de recorrer en su integridad, porque además muta en nuestro cerebro a medida que pasa el tiempo. Pero Núñez de Balboa, 55 estará siempre instalado en ella como un hito que el viaje a Panamá resucitó, como si de esa forma cerrara un insólito círculo, una deuda que ni siquiera sabía que tenía conmigo mismo.

 

Vasco Núñez de Balboa, el conquistador. Gracias a la encomienda que me llevó a Panamá y al consejo de un historiador enamorado de América, Manuel Lucena Giraldo, conseguí a través de Iberlibro, en una librería de Buenos Aires, la portentosa biografía de Núñez de Balboa (Balboa of Darién. Discover of the Pacific) de la historiadora estadounidense Kathleen Romoli, que con la impecable traducción de Felipe Ximénez de Sandoval la editorial Espasa-Calpe publicó en 1955. En unas «Palabras previas», dice la Romoli que, ya ha entrado por derecho propio en el panteón de mis devociones y admiraciones, «sería difícil encontrar un grupo de hombres más pendencieros y envidiosos que los conquistadores». El 5 de junio de 1500 –fecha redonda donde las haya– «un tal Rodrigo de Bastidas obtuvo licencia para ir por la mar océana a descubrir islas o tierra firme, en las Indias o en cualquier otra parte». Ahí, de forma discreta, empieza la aventura del escudero Vasco Núñez de Balboa. Las Casas, que le conoció, dice –según anota Romoli– que era «mancebo de hasta treinta y cinco o pocos más años, bien alto y dispuesto de cuerpo, y buenos miembros y fuerzas, y gentil gesto de hombre muy entendido, y para sufrir mucho trabajo». Aunque nacido en la Extremadura de tantos conquistadores, los orígenes de su familia están en Galicia, cuya época de mayor esplendor –dejando a Balboa, su hijo más ilustre, al margen, y centrándonos no obstante en su linaje– corre entre 1290 y 1414 con un primer maestre de la Orden Militar de Alcántara, un adelantado y merino mayor de Galicia, otro que gobernó Galicia, un gran prior de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén y ministro de Alfonso XI, un general de los franciscanos y doctor por la Universidad de París y hasta un obispo de Palencia, erudito y batallador. Pero volvamos sin más dilación a nuestro hombre: «El punto débil de su carácter –que habría de causarle infinitos disgustos y, por último, su ruina– era una amable y desdichada incapacidad para mantener vivos sus rencores». O: «Balboa adoptó una de sus características actitudes, de echar tierra sobre lo pasado». Raro defecto, tal vez poco español –nos atrevemos a aventurar– pero así lo constata Romoli, y sobre todo de cara a Nicuesa, Pedrarias y otros altos dignatarios con los que Vasco Núñez litigó, ganó y finalmente perdió. Añadamos a esta configuración espiritual de nuestro héroe que «no podía estar sentado ni siquiera mientras se le cocía el pan».

 

El viaje fáustico. ¿El de figuras como quien se convertiría en «descubridor» del Pacífico e hizo de su epopeya una historia digna de ser conocida no solo por el niño que pasó sus mejores años en el número 55 de una calle que llevaba su nombre sino, sobre todo, por los que viven en España, un país que parece avergonzado de una historia que en realidad apenas conoce? Una posible definición de fáustico sería «inusitada pasión por el conocimiento, aun a costa de perder el alma». Escribe Stefan Zweig –que paradójicamente, después de una vida pletórica y de libros que siguen siendo valiosos, acabó suicidándose– en Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas: «No hay mayor felicidad en el destino de un hombre que la de, en mitad de la vida, en la edad adulta, en la edad creadora, haber descubierto su misión. Núñez de Balboa sabe lo que se juega. Una muerte miserable en el patíbulo o la inmortalidad». Lo que no sabe es que acabará cosechando ambas. Poco después, escribe Zweig: «Y el 1 de septiembre de 1513, para escapar de la horca o del calabozo, Núñez de Balboa, héroe y bandido, aventurero y rebelde, inicia su marcha hacia la inmortalidad». Demos un salto hasta la Hispaniola, donde el 13 de septiembre de 1510 parte de Santo Domingo la armada del bachiller Enciso, en la que se escondió de polizón en un barril de harina el futuro «descubridor» del Pacífico: «Aparte de Leoncico –de quien anota Romoli: “No era un perro bonito. Estaba hecho para el trabajo: un cachorro rechoncho, bronco, de pelo parduzco, cubierto de cicatrices de peleas. Pero se dice que tenía una inteligencia sobrehumana y podía distinguir un indio bueno de otro enemigo, y adaptado en consecuencia a sus métodos, solía ofrecer severos ejemplos a algún conquistador inconsciente. No hay duda de que cobraba la misma soldada que un mercenario”–, Balboa no llevaba más que la ropa puesta y su espada […]. Muchos grandes hombres habían tenido unos humildes comienzos y otros triunfaron tardíamente, pero de fijo ninguno salió hacia la inmortalidad metido en un barril».

 

El istmo y Darién. Imán de metáforas. Istmo es una palabra que por sí sola merece un libro. A cuenta del escenario en el que se desenvolvieron los hechos, no solo los de Balboa, señala Kathleen Romoli que «el propio marco era también fantástico, no tanto por su exotismo bravío –condición aplicable entonces a todo el Nuevo Mundo– como por su falta de lógica». ¿No es ese un terreno en barbecho para la explosión del realismo mágico? La conquista española y el suelo americano hicieron masa para la creatividad lingüística, que es fermento de realidad y de nuevas realidades. Añade Romoli que «el protagonista de la historia de Darién fue Vasco Núñez de Balboa, joven y gallardo espadachín que se convirtió en una de las más grandes figuras en el conjunto del descubrimiento. El territorio y el hombre están tan íntimamente unidos que no pueden contemplarse separados. Casi todo lo que sabemos de Balboa está centrado en Darién, como si toda su savia vital estuviera en conexión con esta tierra. Y, sin Balboa, tal vez Darién nunca hubiera figurado en la Historia». 1492-1513. Dos décadas prodigiosas.

Dos averiguaciones pendientes, atizadas por el formidable libro de Romoli, aunque no sé si exploradas por algún navegante de la tinta y los archivos: El papel de las mujeres en el descubrimiento y la conquista –dice Romoli: «Nos gustaría saber más de estas últimas [las que iban en la armada de Bastidas] y de todas las mujeres que se enrolaban para las Indias. Iban en todas las armadas, pagadas con el mismo sueldo que los marineros; doce maravedíes diarios […]. Todo lo que se sabe con certeza de las que fueron con Bastidas es que algunas de ellas regresaron sanas y salvas, lo cual, considerando todo lo ocurrido a la armada, habla muy alto de la resistencia del llamado sexo débil»– y el papel de las emociones –otra vez Romoli: «El estado emocional en que se encontraban al contemplar el mundo familiar perdiéndose tras ellos solo podemos imaginarlo, pues es un punto omitido en los relatos contemporáneos. Pero es seguro que nadie permanecería enteramente impasible mientras las carabelas, empavesadas con banderas y gallardetes ondeando al viento, abandonaban el puerto enfilando la proa para saludar al mar libre»–.

 

De Las Casas a Rafael Sánchez Ferlosio. Culpas, méritos y simplificaciones. Evoca Stefan Zweig en «Huida hacia la inmortalidad. El descubrimiento del Océano Pacífico» que, en vísperas de su gran hazaña, «una repugnante carnicería envilece la última noche». En lugar de alegrarse con una nueva y fácil victoria sobre los indios, «como todos los conquistadores españoles, la deshonra por la miserable crueldad con que hace que cierta cantidad de prisioneros, atados e indefensos –sucedáneo de las corridas de toros y de los juegos de gladiadores–, sean despedazados, desmembrados y devorados por la jauría de sabuesos hambrientos». Pero observa el popular ensayista, biógrafo y novelista nacido en Viena y muerto en la brasileña Petrópolis:

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