Sin duda, la historia del ensayo hispánico tiene una gran deuda con el periodismo cultural. Basta pensar en José Martí y Rubén Darío, desde fines del siglo xix, y desde el movimiento modernista, hasta el periodismo literario y la crítica, desarrollado en las páginas de suplementos literarios en diarios de Argentina, Uruguay, Cuba, Chile, Colombia, México, España o Venezuela, y en revistas icónicas como Orígenes, Sur, Cuadernos Hispanoamericanos, Cuadernos Americanos, Revista Crítica Moderna, La Torre, El hijo Pródigo, Casa de las Américas, Barandal, Plural, Vuelta, Letras Libres, etcétera. Ese ejercicio periodístico, como oficio remunerado de la época, supuso un impulso combativo que le imprimió belleza expresiva al artículo de opinión y a la crónica periodística. Son proverbiales las crónicas y artículos de Martí y Darío, que hoy conforman sus obras completas, y que representan la memoria, el testimonio y la radiografía de su época. O las páginas memorables de precursores como Andrés Bello, Juan Montalvo o José Enrique Rodó.

Así pues, el artículo breve, de matiz periodístico, tiene sus raíces históricas, sociales o políticas y, en algunos casos, busca los perfiles de la dominicanidad, en la historia del ensayismo dominicano. No pocos ensayos dialogan con la erudición o el academicismo, el periodismo culto o el artículo de aliento poético.

En síntesis, nuestra tradición ensayística ha bebido en las fuentes no tanto del ensayo francés, inglés, norteamericano o alemán, sino, y como es natural, en el ensayo hispánico, de herencia orteguiana. Las influencias de Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, José Enrique Rodó, Octavio Paz o José Lezama Lima han sido más débiles que las de José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno, es decir, las generaciones del 98 y del 14. También ha adolecido de teóricos o historiadores del género como Liliana Weinberg, José Miguel Oviedo, Enrique Anderson Imbert o John Skirius, Dante Salgado o Juan Marichal, amén de que hemos tenido a un maestro de América como Pedro Henríquez, pero cuyo apostolado no influyó tanto, en virtud de que su obra fue publicada en su totalidad en el extranjero, en su errancia intelectual por Cuba, México, Argentina, España y Estados Unidos; es decir, a que vivió muy poco en su patria dominicana. Por tal razón, no creó un discipulado, en vista de su autoexilio durante la era de Trujillo. Es curioso, que un ensayista llamado a continuar su legado, como Antonio Fernández Spencer, a su regreso de España en los años cuarenta —donde obtuvo los prestigiosos premios Leopoldo Panero y Adonáis de poesía, y obtenido un doctorado en Filosofía—, no haya creado epígonos egregios.

En la actualidad, el ensayo, en tanto género de madurez como la novela, aguarda su proyección internacional y su expansión, su robustez y su profundidad. Su desafío se inserta entre su vocación de universalidad o localismo, o su cultivo fuera de los muros académicos. Como los jóvenes siempre inician sus andaduras letradas por la poesía o el cuento, el ensayo espera de las últimas promociones literarias, sus expresiones más ilustres y espléndidas, así como su inserción en el orbe del Caribe hispánico y latinoamericano.

 

CONCLUSIONES

El ensayo, como vehículo de expresión de la crítica, determina la modernidad: funciona como escuela de las ideas y del pensamiento, en todas sus manifestaciones literarias. En tanto expresión indagatoria de la sociedad y del mundo, más que una interrogación, es una afirmación, siempre provisional, de su autor. Visión del mundo y concepción de la naturaleza, en su esencia y devenir, el ensayo se inserta en la modernidad, como su seña de identidad. Desde Montaigne hasta los ilustrados, desde Walter Benjamín y Adorno, hasta Ortega y Gasset y Octavio Paz, el ensayo ilumina el pensamiento de todo espíritu intelectual. Con vocación de universalidad y voluntad de estilo, su cultivo y escritura irradia la sociedad en toda su travesía histórica. Así pues, el ensayo literario define sus perfiles como expresión verbal y punto de vista del mundo, que encarna el espíritu de una época, desde una perspectiva problematizadora del lenguaje escrito y del pensamiento filosófico. En tanto depositario de un legado estilístico, funda una tradición, en la memoria histórica del decurso de las ideas, en el mundo occidental. Desde el Discurso del método o el Manifiesto comunista, no importa su extensión ni su complejidad, como se ve, los grandes libros que han contribuido al debate de las ideas y sacudido las conciencias de generaciones de hombres, y transformado el paisaje del pensamiento de la humanidad, lo han hecho a través del ensayo. Sin postular una voluntad doctrinaria ni un ideal estético, esta forma expresiva, que tampoco persigue, en su naturaleza, fundar sistemas ideológicos con espíritu epistemológico —como el tratado—, se revela en un ejercicio de autocrítica y autoconciencia, en su praxis. En efecto, en el ensayo convergen y cohabitan, en gran medida, el ejercicio del pensamiento libre, la gracia y el rigor crítico.

El ensayo siempre educa, aunque su autor no se lo proponga, pues es siempre didáctico y moralizante. El origen del pensamiento hispanoamericano se remonta a los independentistas y se afianza con los modernistas —o acaso tenga su prehistoria en los cronistas de indias—; se interna en la poesía y la narrativa, pero es en el ensayo donde halla expresión natural y propia. Unidad, coherencia y transparencia, el ensayo aspira a lograr una síntesis argumentativa, desde la claridad y la elegancia. Su materia prima es infinita, es decir, sus temas. Y siempre estará impulsado por la personalidad del ensayista, que le imprime su color y su énfasis peculiar. El tema será, así, un pretexto para la elucubración y la especulación en el arte del ensayo, que puede ir de lo intrascendente a lo trascendente, de la memoria al presente. Por la hibridez de su naturaleza, el ensayo participa, en su exposición de las ideas —por la flexibilidad y elasticidad de su forma—, de lo didáctico y lo persuasivo. El gran ensayista aspira al habla, a que el estilo de su prosa adquiera la condición de la oralidad. De ahí que no hay un método ni una forma cerrada y única para la creación del ensayo. Huye de la ampulosidad y la retórica vacía. La cortesía del buen ensayista está en la claridad, como diría Ortega y Gasset. El arte del ensayista reside, por consiguiente, en la profundidad clara, la eficacia expresiva, la flexibilidad, la ingeniosidad, la gracia formal, la intensidad, el sentido del humor y el tono poético que debe imprimirle. Según el gran pensador de nuestra lengua, José Ortega y Gasset: «el ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita». El cultivo del arte del ensayo literario semeja el arte del equilibrista, pues debe conciliar imagen y concepto, poesía y filosofía. Los múltiples tonos y temas del ensayo le aseguran una naturaleza elástica y un universo referencial, donde se cuecen y condimentan las ideas, y en la que se avivan —o atizan— los debates intelectuales de una época. El ensayista contempla el mundo, especula su entorno, medita su interioridad, y se asombra de las maravillas de las cosas para nutrir su intelecto de ideas, que le servirán de marco teórico de su proyecto ideológico, filosófico o estético. El ensayo aspira, de modo supremo, a la condición del poema en prosa, como quería Baudelaire que fuera la crítica de arte. Pensador o científico, el ensayista es un escritor, nunca un tratadista, que intenta comunicarse con el lector y la posteridad, poseído de gran cultura, inquieto, sensible al saber y próximo al mundo espiritual. Así pues, el ensayo no agota sus potencialidades argumentativas, a pesar de que es un género de no ficción; es una perpetua indagatoria reflexiva, que busca desentrañar los misterios y símbolos de la naturaleza, la sociedad y el espíritu humano. El ensayista anhela transfigurar lo dado, la circunstancia y lo actual. Su gran desafío consiste en la búsqueda de universalidad y trascendencia. El ensayo navega en el territorio de las ideas tras la búsqueda de la estética y la lógica del mundo. Si bien se concibe como «literatura de ideas», no menos cierto es que mora en los reinos de la fantasía, la duda y la poesía. El ensayo habita en equilibrio entre la objetividad y la subjetividad, la emoción y el intelecto. Es literatura aplicada; interdisciplinario por su naturaleza y esencia, aspira más a la creación y la sabiduría que a la erudición. El ensayista no demuestra, sino que interpreta la realidad, sin postular verdades apodícticas ni dogmáticas. En su origen montaigneano, el ensayo es una aventura personal del pensamiento filosófico, digresivo y especulativo, escrito sin plan previo: la duda y la perplejidad le sirven de estilo creador. Octavio Paz, en un ensayo sobre Ortega y Gasset, afirma:

El ensayista tiene que ser diverso, penetrante, agudo, novedoso y dominar el arte difícil de los puntos suspensivos. No agota su tema, no compila ni sistematiza: explora. Si cede a la tentación de ser categórico, como tantas veces le ocurrió a Ortega y Gasset, debe entonces introducir en que dice unas gotas de dudas, una reserva. La proa del ensayo fluye viva, nunca en línea recta, equidistante siempre de los dos extremos que, sin cesar, le acechan: el tratado y el aforismo. Dos formas de la congelación.

 

En el mapa de la nueva ensayística dominicana, un conjunto de autores, que cultiva a la par la narrativa o la poesía, ha apostado por asumir un discurso heterodoxo, plural y abierto, al margen de los preceptos de determinadas corrientes críticas, prohijadas por el mundo académico. O herederas de teorías literarias ortodoxas, que conforman una tribu de lectores, liquidadores de esas tendencias reduccionistas y maniqueas. Los mismos abogan por una crítica creadora, que persigue darle un giro no epistemológico al ensayo crítico, sino inyectarle pasión, sensibilidad e imaginación. Otros temas e inquietudes sirven de espejo de otras indagatorias, desde una vertiente creadora, antes que desde una óptica investigativa. En efecto, los intereses intelectuales amplían su abanico y el radio de acción de sus contenidos como espacio de conocimiento. La práctica del ensayo en Santo Domingo perfila un registro, un archivo y un catálogo de nombres, temas y obras, que determinan un proceso intelectual del pensamiento en su trayectoria.

Los fenómenos del lenguaje y las cuestiones filosóficas se convierten en el centro de gravedad del universo intelectual de no pocos ensayistas del presente, quienes se forjaron, en cierto modo, en las fuentes de los manantiales de las corrientes teóricas y filosóficas francesas, o, cuando no, hispánicas. El gran desafío consiste en encontrar «una expresión propia», como diría Plinio Chahín, y como lo presagió el humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña, ese precursor del ensayo del continente mestizo. Así pues, el horizonte que augura, como expectativa de transformación el pensamiento ensayístico en las letras criollas, habrá de perfilarse en medio de los avatares de nuestra tradición, desde una estética visionaria y trans-ideológica.

Desde la búsqueda de un método de expresión hasta la necesidad de crear una plataforma ideológica, el ensayo dominicano ha merodeado entre una corriente academicista, supeditado a un método crítico, hasta una vertiente antiacadémica, que postula por una libertad formal, abierta a las formaciones discursivas. De modo, pues, que la historia y la filosofía encaran su protagonismo, en el contexto de las ideas, más allá de lo social y lo estético. Y desde la óptica de la responsabilidad intelectual, en el terreno del pensamiento y de la historia de la cultura, en tiempos de globalización y de mundialización.

 

BIBLIOGRAFÍA

· Alcántara Almánzar, José. Dos siglos de literatura dominicana (siglos xix y xx, prosa). Secretaría de Estado de Educación Bellas Artes y Cultos, Colección Sesquicenterario de la Independencia Nacional, Santo Domingo, 1996.

· Gutiérrez, Franklin. Diccionario de la literatura dominicana. Biobibliográfico y terminológico, Ediciones de Cultura, Santo Domingo, 2010.

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