«Hablé con la familia. Todos y todas opinaban, enviaban emojis desde sus teléfonos, algunos llamaban pero yo no atendía porque la cabeza me latía debajo de la sábana»

POR  CAMILA FABBRI

Tuve Covid. Sí. El virus de la época se me quedó adherido al cuerpo y nunca supe cómo llegó. Fui de las personas que se lavaban las manos permanentemente, que no se quitaban el barbijo jamás, y que apenas accedían a las reuniones. Fui de las temerosas. Recibí el resultado de mi hisopado en el teléfono celular. El positivo llegó demasiado veloz como para que pudiera emitir juicio. Me metí en la cama, abracé ese almohadón que parece devolver algún entusiasmo y lloré y lloré. Cerré los ojos y ahí estaban, todas las imágenes y las voces que había estado oyendo desde el comienzo del virus a esta parte. En pleno pico de la segunda ola y sin motivo aparente, el virus se incrustó en mi cuerpo como una astilla invisible. Hablé con la familia. Todos y todas opinaban, enviaban emojis desde sus teléfonos, algunos llamaban pero yo no atendía porque la cabeza me latía debajo de la sábana. Fui más solicitada que el día de mi cumpleaños. Me hice un té de manzanilla, comprobé que todavía olía y volví a hacerme un bollo en la cama. Fui hasta un espejo. Me miré a los ojos. Quería ver cómo lucía el rostro de alguien con el célebre virus. Esa era yo, hola, con algunas pecas del llanto igual a las que les salen a los niños después de un ataque de nervios. Volví a la cama y encendí el televisor. Ahí se movían personas con demasiado entusiasmo, escalaban montañas, alimentaban caballos, daban opiniones en paneles, se veían bellos, saludables, podían destacarse en tantas disciplinas. 

La noche venía larga hasta que sonó el teléfono y del otro lado estaba el médico que me había asignado mi cobertura médica. Se llamaba Ernesto y tenía la voz grave, como un locutor amateur que abandonó las prácticas a tiempo. Me preguntó mi nombre. En ese instante me pareció que la única voz que quería escuchar, después del positivo temerario, era esa. Ernesto me nombraba con familiaridad, como si hubiéramos sido esos viejos amigos que no se habían reencontrado jamás. Me preguntó cómo estaba y yo no supe qué responder. Tenía que hilar la sintomatología y ser sincera. Qué era producto del miedo y qué era verdadero. Tal vez una de las cosas más difíciles de la historia mía: ese discernir. Ernesto me pidió que me quedara tranquila y me dio el boleto seguro para irme a dormir. Le hice caso. La voz extraña del otro lado del teléfono ya tenía un tipo de autoridad amable y había activado en mí, demasiado pronto, el mecanismo de la imaginación. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué lo había vuelto médico? ¿Qué otras opciones había tenido y por qué había elegido esa? ¿por qué era instantáneo ese afán de creerle? ¿Por qué se volvería una pieza fundamental durante mis catorce días de virus y encierro? En el medio del maremoto de preguntas y entusiasmo me quedé profundamente dormida. La fiebre había bajado. 

El tercer día fue de la tos. Parecía que un pájaro había anidado en mi pecho. Apenas podía levantarme de la cama y reír era un acto prohibido porque ayudaba a que la tos agarrara velocidad. Volví a poner los ojos en el televisor. Esas personas moviéndose ahí parecían haber superado algunas barreras en sus vidas y ahora podían maquillarse y verse bien. Ernesto llamó al mediodía. Volvió a decirme: Camila, Camila y yo le conté el cuento del malestar. Me preguntó si había saturado bien el oxígeno y parecía que sí. Después empezó a narrar. Acerca de sus idas y vueltas de los hospitales, de las cosas que había visto, de la lluvia torrencial que se había largado esa mañana y le había impedido avanzar rápidamente por la autopista Panamericana para acercar a su hijo al colegio, de las cosas que conversaba con la criatura mientras esperaban que la tormenta amaine, de sus compañeros y compañeras médicas que iban y venían, de los protocolos, de la fortaleza de algunos cuerpos, esas anécdotas a las que tenía que responder: ¡mirá vos! Ernesto ya se había convertido en un amigo imaginario. Aunque fuera un médico matriculado, con horarios y responsabilidades impensables, había armado un discurso necesario para mí. Cuando cortamos el teléfono no me sentía mejor, pero tuve ganas de escribir: y tener ganas ya me dio una pauta noble. 

Entonces sí, pasó eso tan inadecuado en la relación médico paciente, le conté a Ernesto que estaba escribiendo un relato sobre la nieve

Inventé una historia sobre una mujer de mediana edad que no conocía la nieve. Que aunque viviera en una gran ciudad, y tal vez solamente por ese motivo, nunca había estado en zonas blancas y heladas. En mi relato, en la fiesta de cumpleaños de unos gemelos, la mujer conocía a un hombre que bailaba y empinaba una copa de vino blanco. El hombre se le acercaba y le hablaba al oído. Ella lo conocía de alguna parte pero no podía determinar de dónde o por qué. Esa intuición era algo voraz, parecía tener vida propia. El hombre y la mujer de mediana edad terminaban a los besos en un auto y al día siguiente ya se sentían un poco enamorados. Corté el relato ahí porque el malestar nocturno se empezaba a instalar. Apagué las luces de la habitación y me quedé a oscuras y en silencio. Tenía Covid, mi cuadro era de leve a moderado, tenía un médico de seguimiento que parecía un padre, un hermano, un primo, y tenía un cuento a medio escribir. 

Dormí profundo.

En el sexto día de la enfermedad sentí un síntoma extraño. El pecho me pesaba, ya no era un nido de pájaros, ahora parecía que tenía un gato dormido allí. No me costaba respirar y mi oxigeno saturaba bien, pero aun así, me pesaba. Le escribí a Ernesto para preguntarle si eso era normal, porque en definitiva la única palabra que podía calmarme -y esto me era universal, no necesariamente por el Covid- era esa afirmación de que cualquier cosa que me atravesara fuera de total normalidad. ¿Quién mejor que un médico para tremendas declaraciones? Ernesto no atendió el teléfono. Me senté a esperarlo pero la cabeza volvía a la cifras, a las imágenes de hospitalizaciones, a los respiradores, a los enfermeros vestidos con cofias, a sus gestos de amargura y a todos esos mandatarios sentados en sillones dando sentencias por televisión en la hora del prime time. Decidí escribir, entonces. Volví a la chica de mediana edad que no conocía la nieve pero quedaba prendada de aquel hombre que había conocido en esa pista de baile. Unos días después, el hombre le confesaba que era del Sur argentino, que su familia era patagónica y que su padre y madre tenían una casa al lado de un río que no dejaba de subir y bajar. La mujer de mediana edad no caía de su asombro, porque su deseo de conocer la materia fría era milenario. El hombre le decía que la nieve era blanca y fría, que eso era todo, pero ella estaba segura de que debía haber más. Entonces, en esta historia, ella y él se seguían besando durante meses hasta que decidían subirse al auto particular para recorrer grandes distancias, o la mitad del país, y en ese pico de tierra ver y tal vez oler la anhelada nieve. 

En ese instante llamó Ernesto y dejé el Google Doc de lado. El pecho seguía pesado, en ese momento eran dos gatos dormidos y un dolor agrio, como de algo que no había sentido jamás. El susto volvió a paralizarme los dedos. Ernesto me hizo varias preguntas y yo empecé a llorar. Que por qué, que entonces ahora qué, y Ernesto intentaba tranquilizarme. Le pregunté si me hospitalizaría y dijo que no. Volvió a preguntar por mi saturación de oxígeno en sangre y dijo que mientras eso estuviera bien, no habría ambulancias ni hospitales. El peso del pecho empezó a bajar. Ernesto me contó las cosas que había hecho ese día, después de una ronda incisiva por el área de terapia intensiva de la Clínica Bazterrica. Yo ya no quería hablar, solamente quería escuchar a ese hombre de voz grave que sostenía el teléfono del otro lado del éter. El mundo es un lugar tan extraño Camila, me dijo. Y yo asentí. La conversación se coronó cuando me dijo que todo lo que yo sentía era normal, que el síntoma extraño podía ser angustia y yo que la conocía de memoria y esta vez, por mareos del Covid, no la había podido reconocer. Entonces sí, pasó eso tan inadecuado en la relación médico paciente, le conté a Ernesto que estaba escribiendo un relato sobre la nieve. A Ernesto le interesó y me preguntó de qué se trataba. Apenas le conté. Me pidió que se lo mandara cuando lo terminara. Me dijo que el virus ya estaba en camino de retirada y que tratara de descansar. 

Esa noche tosí mucho más de lo que hubiera deseado. Tuve flema. Empecé a tomar el mucolítico que me había aconsejado mi médico amigo y me dormí. 

Para el día ocho de la enfermedad, Ernesto se comunicó muy temprano en la mañana. Me preguntó cómo estaba y mi derrotero ya no tenía demasiados vaivenes. Me preguntó, entonces, cómo seguía mi cuento y le confesé que ahora pensaba más en eso que en el Covid. Me felicitó. Volvió a despedirse con el buen estado de ánimo y rogó que le enviara el cuento ni bien lo tuviera terminado. 

El extraño del otro lado del teléfono me mantuvo en pie y yo le hice caso. Gracias a él, yo tampoco conocía la nieve pero ahora la había escrito

El asunto es que para el día catorce de mi Covid, le hice caso. Le mandé la primera versión del cuento que el virus había impulsado. Ahora la chica de mediana edad seguía en viaje con el hombre patagónico por esas rutas que nunca había visto. Afuera del auto ya empezaba a clarear el paisaje de la provincia sureña y los picos de las montañas ya se podían ver nítidos, como esas ilustraciones de las etiquetas de agua mineral. La chica de mediana edad no cabía en su asiento, quería gritar pero le daba pudor. El hombre patagónico la había invitado a bajar del auto para beber agua de una cascada que venía directo de la nieve. Ella había acatado. Ese líquido le había congelado las amígdalas para siempre. A las horas, la pareja ya estaba en la casa de la madre y del padre de él. La chica de mediana edad les sonreía mientras achinaba los ojos. Los padres los recibían con un abrazo. La chica tenía el pecho cerrado de entusiasmo, como eso que pasa con las imágenes inmensas cuando llegan y suceden. Eso de enfermarse de ganas. La madre del hombre patagónico le preguntó cómo se sentía y ella respondió: *Yo nunca vi la nieve, pero se me ocurre que eso también es un intento de Dios de esconder la verdad. El hombre patagónico y sus padres escondieron, en una sonrisa frágil, mucha incomprensión. A la chica de mediana edad no le importó porque sabía perfectamente qué había querido decir. Caminó con sigilo hacia la parte de atrás de esa casa familiar y tocó con la punta de sus zapatos ese cúmulo de nieve. ¡Al fin! Sonrió unos instantes pero después ya no. La nieve tampoco era la gran cosa. Era normal, tan normal, como ese hielo que se reúne en las paredes de un freezer, y ser normal era todo a lo que había que aspirar. El hombre patagónico estaba parado detrás de ella y sacaba algunas fotos, se rascaba la cabeza o se acomodaba el pelo. Era sencillo y compañero. La chica de mediana edad lo miró y quedó encandilada al darse cuenta de que él era el verdadero fenómeno. Sintió alivio. 

Ernesto me dio el alta epidemiológica en un día patrio argentino. Dijo que ya podía moverme con normalidad pero que lo hiciera con mucho cuidado. Caminatas breves, poca bicicleta, tomar todo el sol que pudiera. Cuando le pregunté qué le había parecido el cuento no puso demasiado énfasis y me pareció bien. El extraño del otro lado del teléfono me mantuvo en pie y yo le hice caso. Gracias a él, yo tampoco conocía la nieve pero ahora la había escrito.

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