POR XAVIER PLA
Detrás de Eugenio d’Ors, detrás de su personaje de gran escritor público, detrás de sus más diversas máscaras y pseudónimos, detrás, si se quiere, de su «Ángel», queda la obra más influyente, más inteligente y de más ingenio de la Cataluña del primer tercio del siglo XX y una de las más potentes de la cultura española contemporánea. El paso del tiempo conllevará inevitablemente que desaparezca, en el imaginario de los nuevos lectores, el considerable número de anécdotas y de pequeñas leyendas que su biografía había suscitado, en las cuales, todo hay que decirlo, no siempre D’Ors protagonizaba momentos estelares. Nuevos horizontes de lectura van a abrirse necesariamente, y quizás en los próximos años se podrán afrontar, ahora ya sí, el cómo y el porqué de un extenso, complejo y ambicioso itinerario creativo al que los investigadores, desde las más diversas disciplinas del saber (filósofos, teóricos y críticos del arte y de la literatura, historiadores y sociólogos de la cultura, antropólogos, etcétera), deben poder aproximarse sin prejuicios ideológicos ni apriorismos metodológicos.

Uno de los principales intereses de su obra podría ser la novedad con la que D’Ors pretendió, desde su primera juventud, servirse de su prestigio literario, al que no pensó renunciar nunca, para dar credibilidad a un nuevo tipo de palabra que debía resonar en la vida civil, un discurso inaudito en una Cataluña en plena transformación política en las primeras décadas del siglo pasado. D’Ors no concebía la literatura como un fin en sí mismo. Para el entusiasta D’Ors, el verbo escribir dejaba de ser intransitivo, su acción intelectual se volvía doctrinal. Su palabra debía poner fin a la ambigüedad y a las contradicciones del mundo en que vivía, su discurso pretendía erigirse en una explicación de la realidad que tenía que ser irreversible. Pero su actividad no fue tampoco la de un intelectual en un sentido restringido, la de un retórico del ensayo. Porque, cuando D’Ors ejercía como crítico de arte, su texto parecía una prolongación, un eco de las obras que interpretaba. Y cuando fabulaba, ficcionalizaba o se servía de la palabra poética, se imponían el ensayo, el breviario; en definitiva, la lección.

Por poner un solo ejemplo, al afrontar la lectura de un libro tan importante como Cézanne, publicado en 1921, la misma naturaleza informe del texto orsiano ya indica que se trata de una obra inusual que solicita a un lector activo. El proceso de lectura requerirá explorar a fondo la cartografía global de un gesto crítico insólito y muy propio de Eugenio d’Ors. No es una monografía sobre un autor, ni una interpretación estética de uno de los períodos más significativos del arte moderno, ni tampoco un capítulo crítico de la historia de la cultura europea. O, dicho de otro modo, es quizás una autobiografía intelectual del mismo D’Ors que dice tanto más del biógrafo que del biografiado, es una obra de creación o de interpretación subjetiva que puede ser leída como una ficción de autor, como una «auto-bio-ficción» o ¿sencillamente? como una novela. La verdad de este libro no se encuentra en lo que se dice, sino en la aventura creativa que lo precede y que lo constituye.

D’Ors publicó narraciones y novelas, dobladas de ensayos, híbridas, fragmentarias y discontinuas, estáticas, contemplativas y filosóficas, ciertamente. Pero se trata de obras de un gran interés que pueden ser leídas hoy como variantes de la modernidad novelística de un momento en que las vanguardias socavaban la noción misma de relato en la Europa de después de la Primera Guerra Mundial. El género narrativo no le resultó en absoluto ajeno, pero también es cierto que D’Ors no fue nunca tan solo un buen narrador, ni tampoco un narrador tout court. Y, es más, D’Ors era plenamente consciente de las transformaciones del género novelístico de su tiempo, condicionadas tanto por la filosofía de Henri Bergson como por las aportaciones de Sigmund Freud, las reflexiones de José Ortega y Gasset, Marcel Proust y Thomas Mann. Como señaló muy acertadamente Óscar Barrero en su estudio «Las ficciones de Eugenio d’Ors: intento de sistematización»: «Las ficciones de Eugenio d’Ors se insertan en una cultura de vanguardia para la que las convenciones de géneros literarios han dejado de existir y en la que la devoción por la imagen que el mundo del cine está empezando a difundir entre los intelectuales cala hondo en la sensibilidad de los ensayistas y narradores. En razón de las fechas de los textos de D’Ors podría considerarse al autor un adelantado de esa vanguardia que desde finales de la segunda década del siglo xx se hizo presente en el panorama cultural de España» (p. 135).

Existe un D’Ors narrador, y hasta novelista, que se dio a conocer en una época de evidente crisis de la ficción narrativa. Quizás por esta razón la adscripción genérica de ese tipo de obras por parte del mismo autor no está nunca muy clara, y son múltiples las denominaciones que utiliza para definirlas: tanto se habla simplemente de «novela» o de «relato», como de «cuento filosófico», «fábula», «fantasía», «historia verídica», «novela experimental», «novelas ejemplares», «diario moral», «breviario», etcétera. Existe también, claro está, un D’Ors lector de novelas y novelistas de su época que, sin embargo, siempre pareció expresar una cierta desconfianza hacia el género narrativo. Como ha escrito Andrés Amorós, en su ensayo Eugenio d’Ors, crítico literario: «No comprendió la perfecta validez estética de expresar una visión del mundo caótica y angustiada con una forma paralela. Sin embargo, y quizá a causa de su misma incomprensión práctica, supo plantearse con acierto muchas cuestiones teóricas sobre la novela».

Y, a contrario, la consideración de las narraciones dorsianas ha pecado también del prejuicio que parecía expresar el filósofo José Luis Aranguren en su célebre ensayo sobre la filosofía de Eugenio d’Ors, olvidando u obviando justamente el carácter de series estivales de glosas que muchas de las narraciones orsianas: «Su técnica consistirá siempre en escandir el parvo relato en una serie de cuadros discontinuos, cada uno de los cuales expresa un sentido intelectualmente aprehensible. La narración es detenida por el pensamiento, la corriente atravesada por la figura y el sistema latente bajo la ficción novelesca».

Por otra parte, son múltiples las declaraciones de D’Ors sobre sus contradictorias relaciones con el género narrativo y, a la vez, sus dificultades mismas como lector y escritor con la narración. Pongamos tan solo dos ejemplos. En una glosa sobre Pío Baroja de los años veinte, reeditada en el volumen U-Turn-It de El nuevo glosario en 1923, D’Ors confiesa: «La lectura de las novelas no me deja ganas de escribir novelas. Están muy bien, pero allí todo es azar y dispersada contingencia. Y a mí, que soy después de todo un intelectualista de solemnidad, no me interesan las cosas sino en proporción al valor de estructura de sus relaciones recíprocas; es decir, en proporción al grado de unidad que domina y gobierna en riqueza múltiple» (p. 175).

Justo veinte años después, en una de sus glosas de la serie «Estilo y cifra», titulada precisamente «Novelas y novelistas» y publicada en el periódico barcelonés La Vanguardia Española (24 de septiembre de 1943), D’Ors descalificaba el género novelesco. Advertía que los lectores solían olvidar el nombre de los autores de novelas para centrarse tan solo en los títulos y los argumentos. Terminaba confesándose cada día peor lector de novelas:

Cada día, las novelas me interesan menos; y si no fuera que me regalan bastantes, no leería ninguna nueva. Menos, mucho menos que las demás, me atraen las del tipo que llamaríamos «novela-novela»; quiero decir, las que no frisan, bien, por un lado, en el poema, bien, por el otro cabo, en el ensayo. Todavía, en invenciones casi de magia, como la Zuleica Dobson, de Max Berboom, o en las parábolas casi de filosofía, como el delicioso y demasiado pronto olvidado César Caperan ou la Tradition, de Louis Codet, gloria futura de Perpignan, puede encontrar mi gusto una apetecible dosis de placer. Pero, la verdad, cuando me son explicadas en unas páginas interminables las querellas de la familia Vega y Hernández, muy señores míos, o los secretos de alcoba de madame Durand, que quiere tanto a monsieur Dupont, y buen provecho le haga, yo siento en mí una especie de sensación humillante y vergonzosa, como si estuviese mirando a través del ojo de la cerradura en una cámara cerrada. Y esto no es para mí.

Para acabar descalificando a algunos de sus novelistas contemporáneos, españoles y extranjeros:

¡Qué gusto el Quijote, qué gusto tantas narraciones antiguas, en que el relato avanza en una simétrica vertebración, donde cada capítulo encierra, entero, un episodio de la vida del personaje! Para que no se diga que juego sobre valores seguros, pondré al lado del Quijote, en este sentido una novela moderna, una novela muy discutible, aquel Voyage au bout de la nuit, del truculento Céline, más truculento aún que su casi homónimo español, el recentísimo Cela: si en Cela el don de composición, la potencia de estructura parece aún titubeante, en Céline –y era su primera obra– se mostraban esas dotes con el vigor de un clásico. En cuanto a mí, en mi despego, he acabado por juzgar la novelística casi exclusivamente según tal canon… Voy a decir con qué instrumento. Tomo la novela que he llegado a leer, una vez vencidas las explicadas resistencias. Naturalmente, esta lectura no se hace de un tirón. Al tomar aquella para alguna nueva sentada, puede ocurrir una de dos cosas: o que reconozca inmediatamente el lugar, y hasta la línea, en que abandoné la lectura, o que me cueste el encontrarlos, para lo cual, en evitación de tanta fatiga, cuido de recurrir al empleo de una señal o «paja». En el primer caso, juzgo la obra buena, hasta revisión a más señores. En el segundo caso, la juzgo mala y, generalmente, de no mediar razones especialísimas, es abandonada su lectura. «Con este sistema —se me objetará—, y de haberlo empleado usted desde mozo, nunca hubiera leído usted a Dostoievski»… Pero ¿quién les dice a ustedes que yo he leído a Dostoievski?