POR MARIO MARTÍN GIJÓN
Como ha estudiado reciente y exhaustivamente Andreu Navarra, la «rusofilia española», que tenía ya numerosos precedentes en el siglo xix, se dispara con la Revolución soviética, que convertirá al gigante eurasiático en modelo alternativo de sociedad.[1] La crisis de 1929 hará que muchos consideren el desarrollo a base de planes quinquenales y colectivización forzada como un ejemplo que se debe seguir, y la consolidación de Stalin en el poder coincidirá con la mayor fascinación por la URSS en la Europa occidental. Muy distinta, menos ingenua, era la percepción en países más cercanos donde, al contrario que en Francia o España, se conocía la realidad de un régimen que en aras de su industrialización hacía morir de hambre a millones de campesinos ucranianos y kazajos, desplazaba a grupos enteros de población e inoculaba en toda su población un miedo cerval, por lo arbitrario de sus decisiones judiciales y políticas. Nada de esto veían los peregrinos occidentales que se dejaban conducir ovinamente por los guías soviéticos, indefectiblemente en tareas de vigilancia y espionaje. Hoy sentimos grima y vergüenza ajena al leer cómo Rafael Alberti define su llegada a la URSS, en 1931, en una época en que Stalin había ya eliminado toda oposición interna y donde ya se habían llevado a cabo los primeros procesos contra supuesto sabotaje, como «un viaje del fondo de la noche al centro de la luz».[2] La conversión de Alberti al estalinismo se tradujo en una reformulación radical de su concepción de la poesía, comenzando a elaborar su autorrepresentación como «poeta en la calle», concretada en el poemario Consignas (1933) donde sistemáticamente opone la miseria, por ejemplo, de «los niños de Extremadura» o los «campesinos de Zorita», con el idealizado modelo soviético donde sólo existían la felicidad y la abundancia.

Decía Marian Rawicz, el diseñador polaco que, junto con su compatriota Mauricio Amster, revolucionó la edición de libros en la España de los años treinta, que, «a diferencia del proletariado francés, alemán o polaco, mucho más instruido y mejor preparado doctrinariamente que el español, éste —salvo excepciones— dispone por todo bagaje doctrinario de una docena de principios generales reducidos a fáciles eslóganes, aceptados a modo de dogmas religiosos, es decir, no discutidos ni analizados, sino creídos ciega y fanáticamente».[3] Rawicz terminaba asimilando los motivos por los que un español se hacía anarquista o comunista a los que lo llevaban a apoyar a uno u otro equipo de fútbol, es decir, puramente azarosos y emocionales. También Jorge Semprún, en su Autobiografía de Federico Sánchez, insistirá en esta pobreza teórica de la gran mayoría del comunismo español. Pero esta ignorancia o falta de interés por la bibliografía marxista no ha de hacernos menospreciar la intensidad y sinceridad personal de estos procesos de conversión, que, con mayor propiedad, podrían denominarse de «incorporación», como los llama Alain Badiou, y por los cuales, según el gran teórico de la idea del comunismo, el individuo «franquea los límites (egoísmos, rivalidades, finitud) impuestos por su individualidad y, manteniendo su individualidad, deviene una parte activa de un nuevo sujeto».[4] En el caso de Alberti, el abrazo a la nueva fe fue su manera, correlativa a su nuevo compromiso con María Teresa León, para iniciar una nueva vida y dejar atrás la intensa crisis personal, relacionada con su ruptura con la pintora Maruja Mallo y que tuvo su reflejo en Sobre los ángeles y, sobre todo, en Sermones y moradas, seguramente las dos cimas de su obra poética.

Si he empezado hablando del autor gaditano es porque seguramente la impregnación del comunismo entre los escritores españoles no hubiera sido la misma de no ser por él. Poeta ya reconocido como uno de los mayores de su generación, su viaje a la Unión Soviética le granjeó un crédito enorme, sobre todo, entre los más jóvenes. Arturo Serrano Plaja recordaba cómo, en la búsqueda de una nueva literatura comprometida, «un elemento catalizador importante fue el regreso de Alberti a Madrid, hacia 1933. Su casa fue el foco principal de donde partían las iniciativas».[5] Gracias a su prestigio acumulado, cuando Alberti saque los primeros números de la revista Octubre, ésta ejercerá la función de «estructurar la vanguardia política española»,[6] como señalara Serge Salaün. La Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios, de la cual era órgano Octubre, tendrá como descendiente, de manera paralela al viraje de la Internacional Comunista hacia la política de frentes populares, la Alianza de Intelectuales Antifascistas, que durante la Guerra Civil publicará la revista El Mono Azul.

Esta publicación pretendió canalizar y devolver a manos de los intelectuales reconocidos, miembros de dicha alianza, las riendas de la producción literaria, en un momento en que, para asombro de propios y extraños, se había producido una explosión romancística en los frentes de combate, con miles de composiciones escritas por los milicianos en esta forma tradicional, que autores como Alberti o Bergamín se apresurarán a utilizar. Entre la función más meramente utilitaria, pegada al terreno de lucha, cercana a la arenga y destinada a la motivación, y las aspiraciones de quienes pretendían clarificar el sentido de esta lucha, se abre una división que hace que debamos hablar de dos espacios de producción literaria, el del frente y el de retaguardia.[7] Si El Mono Azul se sitúa voluntariamente en el primero, aunque con menor autenticidad que las páginas culturales de la prensa de guerra, en el «Levante feliz», como se llamó pronto a la retaguardia valenciana, Hora de España se configurará como la publicación más emblemática y, en ella, Gil-Albert tuvo un protagonismo decisivo, tocando los límites de lo que se podía decir en esa situación bélica.

Y es que el proceso de toma de conciencia política del escritor alicantino no podía ser más distinto al del gaditano y, en rigor, apenas admite parangón con el de ningún otro, pues, hasta en eso, su voluntad de fidelidad a una vocación sentida como única hizo que ésta, zarandeada por los mismos acontecimientos que sus coetáneos, se arraigara en circunstancias muy personales y, en cierto modo, divergentes a las de cualquier otro escritor. Por otra parte, Gil-Albert se arroga una suerte de primacía cronológica en su interés por la Revolución soviética, ya que éste se inicia incluso antes de que ésta tuviera lugar.

En efecto, El retrato oval, publicado en 1977, tiene su origen en una imagen vista por primera vez más de sesenta años antes. Este retrato, que el autor encontró en un número de la revista La Esfera en 1916, era el de la última emperatriz de Rusia, Alejandra Feodorovna, la esposa de Nicolás II, acompañada de sus hijas. A los ojos del niño Juan Gil-Albert, de diez años cuando lo vio, la zarina era «una señora bellísima» que «dejaba vagar hacia la cámara una mirada clara, de flotante tristeza, que confería a su fisonomía una preocupación y un interés singular». El niño delicado que era Gil-Albert, criado en una familia acomodada, gustaba de esos retratos «hechos con buen gusto» y de los que «se traducía un aire de sencillez familiar, sólo que sellado por una extrema distinción».[8] En esa atmósfera de lujo y confort desentonaba la tristeza de los ojos de la zarina. Esa mirada, tan enigmática como la Gioconda, adquirirá un significado premonitorio de lo trágico dos años después, cuando se conozca que la familia imperial había sido ajusticiada. Bajo los epígrafes «San Petersburgo» y «El retrato oval», las primeras páginas de El retrato oval habían sido incluidas en el primer volumen, «Urbi et orbe», de Crónica general, cuya primera edición se publicó en 1974,[9] y en cuyo prólogo hablaba ya del «proyecto» de lo que sería finalmente el libro que nos ocupa.

No disonaban esos epígrafes en un libro que dedicaba largas páginas a reflexiones sobre las distintas monarquías europeas y donde se detenía en regias personas que apelaban a su emoción por su destino trágico, como María de Rumanía o el último káiser alemán, Guillermo II, pero su extensión requería de un libro propio. No por nada, Juan Gil-Albert, que, según cuenta en «Un verano en Turena», a partir de su estancia en el corazón de Francia sintió nacer en sí una «incipiente afición por la historia»,[10] se había obsesionado con la historia de los últimos Romanov a raíz de tener noticia de su asesinato. En una librería de Tours compró el libro del suizo Pierre Gilliard, Le tragique destin de Nicolas II et sa famille (1921), testimonio de quien fuera preceptor de los hijos del zar, y que por tanto «había visto aquellas gentes en la cima de su grandeza y en la sima de su infortunio».[11]

Muchos años después, al presentar su Crónica general, se preguntaba: «¿Qué hice más que asistir, entre admirado y estremecido, de felicidad o de pavor, a la historia de los hombres que me circundan, desde mis padres a Nicolás Romanov y los suyos, de lo más próximo a lo más lejano, de Alcoy a San Petersburgo?». Gil-Albert se contempla como espectador del gran teatro del mundo y reconoce su pasión «por la vida como espectáculo»,[12] actitud esteticista en la que la distancia sirve para calibrar mejor la ética que es estética. Fue el carácter de espectáculo trágico del fin de los zares lo que fascinó a Gil-Albert, que explica: «Si tengo este final de los Romanov por elocuente y expresivo hasta un extremo espeluznante, se debe a lo que yo llamaría lo definitivo de su plasmación simbólica».[13] El suyo sería uno de los más evidentes «casos ejemplares de expiación», en los que, como en las tragedias griegas, el espectador sabe que los personajes se precipitan de manera ciega hacia su final.