Decía al principio que las ciudades tienden a distribuirse entre «centro y extrarradio», y eso es, de nuevo, un círculo. Círculos concéntricos, una posible espiral de fuera a dentro, un laberinto. Hay un adentro y un afuera de la ciudad. Las ciudades pueden ser asediadas y conquistadas, así como guardar los más oscuros secretos o los más bellos tesoros en su corazón de callejones, palacios y mazmorras. Y de ahí El castillo (1922), de Franz Kafka —toda la narrativa kafkiana, más bien—. El ser humano de Kafka ya está dentro del laberinto. No entra y sale, como Teseo. La urbe, por pequeña que esta sea, lo oprime.
El mismo año que Kafka comenzó a escribir El castillo, 1922, Joyce publicaba su Ulises, la obra insular que sin duda nos puede servir de nexo entre las insularidades de la Odisea, de Homero, y las insularidades que encontramos en la narrativa actual de las islas Canarias. Al contrario que en la Odisea de Homero, en el Ulises de Joyce no hay viajes entre islas, entradas y salidas, afueras y adentros: sucede íntegramente en Dublín y en un solo día. Y, sin embargo, según esquema del propio autor, su Ulises se desarrolla mediante paralelismos de personaje y paralelismos estructurales establecidos por él, conscientemente, con la Odisea de Homero. No deja de resultar llamativa la decisión joyciana: escribir una novela como la Odisea, pero que esta suceda en un único y reducido espacio y tiempo. Aparentemente, renuncia a dos aspectos de la Odisea que parecen esenciales: ¿acaso Joyce pensaba que hoy aquella historia de Homero debe suceder de este otro modo; que lo nuevo, que lo contemporáneo es que sea así: sin viajes, sin islas varias (en una isla única), sin distintos laberintos en los que entrar y salir, en el interior de un único laberinto? Ciertamente, hay algo que totaliza las sociedades contemporáneas, no sólo la globalización (que sería el extremo totalizador mayor). Hace tiempo que las personas no alcanzamos tan fácilmente a distinguir núcleos sólidos de poder y de referencia, todo resulta mucho más homogéneo y continuo y fluido (como diría Bauman) y positivo (como diría Byung Chul Han), y esa continuidad, esa fluidez y esa positividad producen que percibamos al propio sistema (económico, político, social) como opresivo. El sistema es el laberinto en sí, el laberinto es el sistema en sí. Joyce, con su gesto homérico, parece haber comprendido, a principios del siglo xx, que para abordar el presente literariamente hay que emplear la épica homérica de un modo distinto. El laberinto contemporáneo tiene otra dimensión. Entre las múltiples islas de la realidad se produce una extraña continuidad y queda matizada y en ocasiones anulada la posibilidad de la épica que debería sentirse con mayor fuerza al adentrarse en ellas o al salir de ellas. Esta visión modifica por supuesto las características de lo insular en las narrativas, pero no sólo: en realidad altera la visión narrativa del ser humano en su conjunto, no sólo de los espacios que este habita, sino de la representación en la literatura de toda su actividad, cuando esa representación pretende ajustarse a su tiempo. Una de las consecuencias de esa dimensión totalizadora del laberinto contemporáneo es la fragmentariedad. Ya no es posible abarcar la realidad en un viaje, ya no es posible tomar el camino tortuoso de entrada o tomar el camino tortuoso de salida. Ante la dificultad para abarcar la totalidad mediante un relato, en el presente se producen dos tipos de novela: aquella en la que el novelista escoge una parte que pudiera sugerir un todo, y aquella en la que el novelista intenta actualizar el procedimiento totalizador joyciano. Pero, posiblemente, además, reproducimos una ingente cantidad de novelas que no son más que parcialidades obviamente incompletas de una realidad que no podría ser completada ni siquiera sumando las visiones de todas ellas. Entre las respuestas ambiciosas a esta dificultad para abarcar el presente, Mario Vargas Llosa postula un tipo de «gran novela» en la que se trata de agotar la visión de un momento histórico en toda su complejidad. Otra respuesta, por cierto, a esta dificultad para abarcar el presente, me parece, podría ser la distopía, que ha inundado recientemente el panorama ficcional (sobre todo en películas y series de televisión). En ambos casos se trata de abarcar lo inabarcable, ofrecer la ilusión de que se puede abarcar lo inabarcable a pesar de todo. En el caso de Vargas Llosa, mediante una novela que pormenorice un hecho histórico del pasado que nos explique la naturaleza del mundo en el que vivimos en el presente. En el caso de las distopías, inventando un hecho histórico futuro que remita y nos explique la naturaleza del mundo en el que vivimos en el presente.
Volviendo a la narrativa escrita en Canarias, en 1973, Luis Alemany publica su novela Los puercos de Circe, obra mayor que trata de referir la totalidad de la sociedad insular durante la posguerra —ese laberinto— mediante personajes «sin argumento». Es una novela de la que suele decirse que «no cuenta una historia» sino personajes en su desnudez y en su verbalidad, pues el autor confía en la capacidad de su ingenio verbal para dotarla de humor y de interés. En esta propuesta literaria radical, el laberinto insular es evidentemente joyciano: este se expande hacia dentro de la sociedad por medio de las islas que son los múltiples personajes de su coralidad.
Aún más adelante, en los noventa, Víctor Álamo de la Rosa comenzó a desarrollar con profusión algo que ya estaba en cierta medida en La Lapa, en Mararía y en el primer J. J. Armas Marcelo: una novela cuya insularidad es un laberinto claustrofóbico de miserias, de pasiones endogámicas, de caciquismo, de cainismo, de vida rural y pobre, de naturaleza silvestre y de plagas. Y lo hace sumando a su vez la lectura de la novela más exitosa de las décadas anteriores, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, transportando la impronta fabulosa del colombiano a la insularidad más chica de las islas —la isla de El Hierro—, aportando el que es posiblemente el ejemplo más persistente y consciente de dibujo novelístico de la insularidad canaria.
En la narrativa actual escrita por autores de las islas Canarias encontramos que la isla es un espacio en el que los personajes se mueven con mayor fluidez, no hacia dentro o hacia fuera, de un modo simbólico fuerte, sino en secuencias que saltan entre localizaciones, buscando en los espacios la representación parcial, fragmentaria, de los distintos momentos de la historia. En la novela negra de los primeros 2000, el círculo insular, en muchos casos, sigue existiendo —los personajes pasan de lugares en la costa a lugares en el interior de la isla o a otros en el interior de las ciudades—, pero en otros casos se obvia el círculo insular, se restan referencias al territorio o se escatima la localización de la acción dentro del ámbito insular, no dando referencias. Así, en la serie del detective Ricardo Blanco, de José Luis Correa, hay novelas (como El detective nostálgico) en las que las referencias al territorio insular son prácticamente inexistentes, limitadas a algún sueño de infancia, pero, en otras (como La noche en que se odiaron dos colores, en la que sí aparece un embarcadero), los elementos urbanos dominan igualmente las localizaciones: predominan los portales, las escaleras, los ascensores, los interiores de viviendas… En las novelas de José Luis Corea el laberinto de la intriga es la ciudad, no la isla. Sin embargo, en La estrategia del pequinés (2014), de Alexis Ravelo, una parte de la acción sucede en Ciudad Alta, el barrio de Schamann en Las Palmas de Gran Canaria. Por supuesto, esa «ciudad» es denominada «alta» porque se encuentra adentro, por encima de la ciudad que se extiende a la altura del mar hasta la costa. La Ciudad Alta es el adentro y la ciudad abajo —y la costa y el mar—, el afuera de esa parte de la isla. En el adentro de la Ciudad Alta, claro, campa el lumpen de pequeños delincuentes, porque el lumpen precisa de un adentro en el que rozarse con los suyos y sentirse fortalecido. Algo similar sucede con otros personajes de la novela, isleteros del barrio de La Isleta, pero por las razones quizás opuestas. La Isleta es una pequeña península que se adentra en el mar: estrangulado su acceso desde la ciudad, en La Isleta se produce otro adentro. Ahí el lumpen se siente protegido y, al mismo tiempo, en primera línea del contrabando, pues tienen acceso al mar, al afuera. La Isleta es un adentro respecto de la ciudad —igual que Ciudad Alta—, y un adentro respecto del mar, en primera línea, en la frontera. Ambos son, en cualquier caso, enclaves de una urbanidad particular, y se producen a partir de rasgos propios de la insularidad. No hay La Isleta sin isla, no hay Ciudad Alta sin nivel del mar allá abajo. Por lo demás, aparece un cadáver destrozado por las aguas después de haber sido arrojado por un acantilado. El acantilado es ese lugar límite entre tierra y mar, entre mar y tierra; una costa radical, el borde del laberinto delincuencial y el lugar de muerte (donde muere el mar) de los ajusticiados por el hampa autóctono. Pero lo relevante, y la diferencia con relatos insulares precedente, es que los personajes se mueven con fluidez entre un escenario y otro, de Ciudad Alta a un chalet con piscina, de una tienda anticuada a un restaurante de lujo en el puerto deportivo. El laberinto delincuencial es la isla en su conjunto. Lo que caracteriza a estas nuevas historias es la fluidez entre adentro y afuera, incluso entre adentro y afuera de la isla: hoy se viaja más y el viaje está desprovisto de cualidades épicas. Lo natural es ir y venir.
Curiosamente, esa naturalidad entre ir y venir, salir y entrar en la isla, ya se encontraba —debido a su cosmopolitismo, tal vez— en los cuentos sobre la colonia inglesa que Alonso Quesada publicó en prensa entre 1918 y 1920, y que fueron reunidos mucho después, póstumamente, bajo el título de Smoking room (1972), pero que influyen, posiblemente, en la narrativa actual precisamente debido a esa impronta de naturalismo y modernidad de una insularidad que además, ya en esos cuentos, se quería urbana. En los últimos dos libros de Anelio Rodríguez Concepción —Historia ilustrada del mundo (2017) e Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y su admirable familia del circo Toti (2019)— también encontramos esa mayor fluidez y naturalidad en las salidas y entradas en la isla, e incluso la fragmentariedad como estrategia para romper la incapacidad propia de nuestro tiempo a la hora de abarcar la realidad que nos circunda. En Historia ilustrada del mundo, se trata de una colección de postales, cada capítulo encabezado por la foto de un personaje de la familia, y luego el relato de su vida y milagros, en el que, por supuesto, los personajes se mueven con soltura por la geografía insular pero también van a otros lugares —La Habana, Caracas, la Península, otras islas canarias—, o regresan de esos otros lugares para quedarse en la isla tras un periodo de emigración o de guerra. La historia, parcelada en personaje, de esta familia, ilustra el mundo en un recorrido por el siglo xx. Los fragmentos lo son de un puzle en el que las historias se entrecruzan, un puzle que sólo muestra su verdad al ser completado, tras el viaje del lector. El laberinto es el propio libro, pero un laberinto gozoso, nada que ver con lo tortuoso. Igualmente, Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y su admirable familia del circo Toti es un libro fragmentario en el que las partes completan el mundo como al completar un puzle o una muñeca rusa. Todo el libro gira en torno a un suceso acaecido en enero de 1935: el león del circo se escapa, pasea por Santa Cruz de La Palma y, finalmente, es abatido. Aquí las resonancias con Teseo y el minotauro son evidentes, sólo que Anelio Rodríguez Concepción le da la vuelta a la historia. La fiera, el león, es un león viejo y bonachón que nunca haría daño a nadie. Quienes lo abaten lo hacen por la mezquindad de convertirse en héroes de barrio. Pero, más allá del relato de la anécdota histórica, el libro se convierte en la indagación del autor sobre aquellos hechos. Cómo supo de la historia, cómo escribió el relato, cómo la publicación de este le llevó a conocer más sobre la historia. En el libro se ve al autor tirando de un hilo que le va permitiendo documentar lo sucedido. Cuando parece que está todo contado, de pronto, aparece algo nuevo (prendido en el extremo del hilo) y eso lo hace continuar, avanzando en el libro pero retrocediendo en el tiempo, completando el pasado. El laberinto que hay que remontar es el del tiempo, pero el del tiempo dentro de la isla: adentro y afuera, adentro y afuera. El circo viene de fuera y se instala junto al puerto, a la entrada de la ciudad, por un tiempo. Las averiguaciones del autor le llevan a otras ciudades y a conocer las historias de los personajes involucrados —la familia del Circo Toti— por relatos de personas que se encuentran tanto dentro como fuera de la isla. De nuevo existe esa naturalidad y fluidez (propias de la continuidad de todo en nuestro tiempo) que se aprecia en la narrativa actual escrita en las islas Canarias. Los propios libros son laberintos. El ser humano que en él se narra está inmerso en un laberinto continuo sin escapatoria para él. Para el lector no hay escapatoria más que en la forma (en lo formal) del propio libro, al completar la lectura. No es posible completar el mundo. Sólo el mundo del libro. Sólo el libro.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]