Para la adaptación española de aquella historia, que nunca se realizó, pudimos haber escogido una isla canaria (Tenerife hubiese sido perfecta: bien hubiese valido un barrio alto de Santa Cruz de Tenerife para situar la tienda de fotografía del protagonista), y, sin embargo, por razones que no vienen al caso (o que ni siquiera fueran caso), debimos ubicarla en Barcelona. Esto es, hay algo común entre los paisajes insulares y los paisajes de costa, simplemente. Basta esa línea de división entre el agua y la tierra —la orilla— para que se asemejen y se origine, de nuevo, un afuera y un adentro. Más tarde observaré que lo mismo sucede con los lagos, las lagunas, en una variante que, para mí, desvela la verdadera naturaleza del asunto de la insularidad: el laberinto.
Tal vez, la narración canaria en la que mejor se transmite esta sensación —«adentro y afuera»—, sea La Lapa (1908), de Ángel Guerra, que transcurre en un tiempo y en un lugar, la geografía insular agreste de Lanzarote a finales del siglo xix, de escasa urbanidad y, en cualquier caso, de una urbanidad bien distinta que la reflejada en la película coreana. En La Lapa, de niño el personaje está obsesionado con el mar, lo adora, puede atisbarlo desde el molino en el que vive, y, al quedar huérfanos él y su hermana, se ve obligado a refugiarse en el interior de la isla, alejándose de él hasta un adentro insular en el que no se atisba el mar por ningún lado.
Afuera y adentro. Ir hasta la orilla. Alejarse de la orilla. Expedicionar al interior de la isla (o del continente), o expedicionar a través del mar, mar adentro. Estos son los caminos distintos que se pueden tomar en relación con la costa.
Esta constante inevitable en cualquier relato insular y costero se encuentra con absoluta nitidez en otra novela, Guad (1971), de Alfonso García Ramos, y llevado a un extremo de naturaleza simbólica. El protagonista, Juan, llega en barco a la isla de Tenerife. Viene de fuera a dentro. El puerto es la puerta de ingreso en la isla. La isla es el lugar de llegada y el territorio en el que adentrarse, pero viene de otro adentro: es un cenetista excarcelado en Bilbao tras la Guerra Civil. El pasado, pues, el origen del personaje, es Bilbao/CNT/Guerra Civil/cárcel, un adentro muy sólido, en el que ha decidido no seguir adentrándose y del que ha decidido alejarse, huir. La historia arranca con la entrada en la isla y, enseguida, transcurre hacia el interior de esta hasta alcanzar las profundidades de una galería de agua. El personaje es minero y ha venido para extraer agua en la isla. Muy pronto en la novela ya se encuentra en faena en el extremo más profundo de una galería. Los mineros explosionan varias cargas de dinamita y, al regresar a la superficie, se encuentran con el atardecer de la isla. Contemplan el paisaje insular desde dentro, desde la montaña, hacia el mar y el horizonte, el allá afuera de la isla. La galería, la gruta, es un adentrarse en la isla en el interior de la isla. Salir de la gruta es abandonar el interior de la isla para salir a un lugar que sigue siendo el interior de la isla en relación con la costa y el mar.
Dos historias clásicas nos vienen a la memoria al leer esta parte de Guad: una de ellas es la de Jasón, que entra en la gruta, mata al dragón y huye con el vellocino de oro —donde aquello a conseguir, el vellocino, en este caso, sería el agua—. La otra es la de Teseo y el Minotauro: la gruta es el laberinto.
Uno de los momentos posiblemente más impresionantes de la lectura de La Lapa, de Ángel Guerra, es cuando el niño regresa a la costa: se encuentra en el interior de la isla, cuidando el ganado de sus familiares, en un lugar desde el cual no consigue ver el mar, que anhela de un modo abrumador. Su conflicto mayor, siendo un niño huérfano empujado a una rápida madurez, resulta ser cómo encontrar el valor —su hilo de Ariadna— para regresar solo hasta la costa. Quiere regresar por sus propios medios al mar que ama. No se nos escape el cariz iniciático que cobra el relato en esta parte de la novela. Abandonar la infelicidad de la «familia obligada» tras la muerte de los suyos equivale a abandonar el interior del laberinto en el que lo ha metido su orfandad, esto es, supone deshacer el camino que lo introdujo en el laberinto de la orfandad y salir un niño nuevo, un hombrecito. El momento más emocionante es cuando, al alcanzar una loma y torcer un recodo del camino, por fin, atisba el mar. Ya está de vuelta a la costa, de retorno al afuera.
Dos relatos insoslayables cuando hablamos de insularidad son Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, y La isla del tesoro (1883), de R. L. Stevenson, y tanto La Lapa, de Ángel Guerra, como Guad, de Alfonso García Ramos, comparten con estas aspectos como el de la isla como laberinto, personaje jasónico o teseico, vellocino de oro o tesoro, dragón/minotauro o tribu caníbal, y, básicamente, esta idea del escenario insular como «adentro y afuera» o «afuera y adentro». Jim lleva un mapa del tesoro que es, al fin y al cabo, un mapa del laberinto, también. Visto de este modo, adentrarse en un territorio, más aún si se trata de una isla, vendría a ser como adentrarse en el laberinto. En la situación opuesta, el náufrago espera avistar un barco en el horizonte: esto es, como un Teseo que aguardara la punta del hilo de Ariadna que le permita salir del laberinto, también. El Juan de Guad se adentra en una gruta, en el interior de la isla, y la perfora en intrincados túneles en busca de agua. En ese momento, su historia es la búsqueda de un tesoro en el interior de la isla.
La primera etimología que se conoce de «laberinto» es del egipcio, lapi ro hunt, que significa «templo a la entrada del lago», y era el palacio mortuorio del faraón Amenemhat III (que gobernó entre c. 1844-1802 a. C.), esto es, una construcción faraónica que consistía en un intrincado laberinto —una gruta, una cueva— para albergar la tumba de Amenemhat III. Entrar y salir, adentro y afuera, son dos ideas, dos direcciones, que se encuentran ligadas a la idea de laberinto desde siempre. En la Edad Media española se asocia la figura del laberinto a la idea de «duro camino de entrada» y «duro camino de salida». Los teólogos de la religión católica interpretan la figura del laberinto como complejo camino hacia la verdad, hacia Dios.
En La Lapa, el niño que se hace adulto quiere salir, no sólo del interior de la isla donde lo ha metido la orfandad, sino al mar, que es lo que ama, y, por eso, en cuanto puede, se embarca. En la isla, no sólo se puede salir hasta la costa, además es posible salir al mar mar adentro (de nuevo un «adentro», otro camino laberíntico hacia el centro de algo, el mar como laberinto: en otras ocasiones, el laberinto puede ser un desierto). Recordemos que el Juan de Guad llega de mar adentro, sí, de una cárcel en Bilbao tras la Guerra Civil —un adentro intrincado y tortuoso que queda atrás—, pero se adentra en la isla y en una gruta en busca de agua. El niño de La Lapa, sin embargo, en ese adentro que es el mar, acaba naufragando, y, cuando se cree ahogado, una ola lo alza y deposita, medio muerto, en lo alto de un peñasco rodeado de mar por todos lados, a merced de las gaviotas y el sol justiciero: de nuevo el centro del laberinto, un lugar del que difícilmente se puede salir. El peñasco es una «insularidad ínfima», el colmo de la insularidad, una insularidad radical. En el peñasco sólo se puede estar dentro o fuera, no se puede uno adentrar en el peñasco, no hay superficie suficiente. El peñasco, como centro del laberinto en La Lapa, atesora características propias de la verdad, acaso porque él —y en las circunstancias en las que se encuentra el personaje— significa una fuerte encrucijada entre la vida y la muerte. También en el caso de Guad las profundidades de la gruta atesoran propiedades de la verdad: el agua, la riqueza que esta significa, pero también la purga de los demonios pasados, y, para ello, el enfrentamiento nuevo con los demonios pasados en la Guerra Civil: el caciquismo y el orden injusto de las fuerzas vivas. Esta es una ambivalencia maravillosa propia de la figura del laberinto y las fábulas que se le vinculan: dentro del laberinto se encuentra el dragón, y, por tanto, la posibilidad de morir, pero, también dentro del laberinto se encuentra el vellocino de oro, y, por tanto, riqueza y/o sabiduría. Sin embargo, la salida —tras el tortuoso camino hacia fuera— significa la vida: salir afuera significa regresar al mundo, salvarse, la salvación. Salir del laberinto se puede hacer con una enseñanza o con una riqueza o con ambas cosas, pero, sobre todo, supone dejar atrás la dificultad, el peligro.
Además de con La Lapa y Guad, otra novela, Mararía (1973), de Rafael Arozarena, presenta esta característica de adentrarse en la isla laberinto, pero especialmente interesantes me parecen el cuento «El extraño caso del timonel» (1960), del mismo autor, Rafael Arozarena, y Fetasa (1955), de Isaac de Vega, pues ambos son relatos órficos. Allí el laberinto se vincula con la muerte de un modo especial. Recordemos que Orfeo recorre la laguna Estigia (como en el cuadro de Josef Patinir) y desciende al inframundo en busca de su amada, Eurídice: de nuevo un adentro y un afuera. De nuevo un descenso y un enfrentamiento con la verdad. De nuevo entrar y alcanzar el centro de un «laberinto». Todos los seres, de hecho, vivimos entre nacer y morir, en un periplo entre el nacimiento y la propia muerte: recorremos un camino hacia la muerte, el centro del laberinto. Salir, regresar atrás, no es posible. Uno puede descender por una vida laberíntica que conduce a la muerte, pero, si intenta revelarse, refutar a la muerte o resistirse a ella, tratar de desandar esforzadamente el camino, no es posible: acaso su única posibilidad, ante la imposibilidad de regresar a la vida o morir definitivamente, sea permanecer varado en un lugar impreciso entre la vida y la muerte, la laguna Estigia. Entre los personajes de «El extraño caso del timonel» hay «muertos reales» y «muertos aparentes». La atmósfera tanto de ese cuento de Arozarena como de Fetasa, de Isaac de Vega, resulta órfica por situar a los personajes en un lugar extraño entre la vida y la muerte, pero también porque se transmite un fluir en descenso que resulta laberíntico, una espiral. Las espirales son asociadas a lo órfico (véase Vértigo, de Alfred Hitchcock), son en sí un descenso al interior del laberinto. Cierto que es notable la presencia de espirales en petroglifos y artes de los guanches —cultura prehispánica de las islas—, pero, en realidad, se han hallado espirales en las artes de todos los continentes. Es un símbolo de una unanimidad universal difícil de explicar. Y por supuesto las espirales están presentes, del modo más sofisticado, en las literaturas de Kafka y de Borges, ya en el siglo xx, como se encuentran en la narrativa fetasiana.
Creo recordar que Borges afirmaba (en uno de sus cuentos) que el círculo es el laberinto perfecto. En este sentido, la isla, rodeada de mar, tiene mucho que decir. Da igual cuál sea la forma de la isla: la isla es, en realidad, un círculo —esto es: un laberinto—. Una isla es un círculo y un círculo, un laberinto perfecto: si recorres la línea de costa (el círculo de la isla), no puedes sino llegar al mismo punto. No hay escapatoria cuando se camina por la línea del círculo, quedas atrapado en el camino. Lo mismo si se bordea un lago, el agua siempre en el mismo lado salvo que nos demos la vuelta, y, entonces, el agua siempre en el mismo sitio del lado opuesto. Pero, también, ante el círculo uno puede hacer dos cosas: ingresar en él, dar un paso dentro de él; o salir de él, dar un paso fuera de él. Entrar dentro del círculo o salir fuera del círculo. Esto es portentoso y es lo que realmente define la narrativa de la insularidad. La laguna Estigia es, también, un círculo, puedes dar un paso dentro de la laguna, o dar un paso fuera de la laguna. Normalmente te encontrarás, tanto en la isla como en la laguna, sentado en la orilla mirando el agua: se trata del mismo círculo, es el mismo laberinto.
Adentro y afuera —entrar o salir de la isla— son dos caminos épicos que no pueden sino remitirnos a Virgilio, a Ovidio, o a la gran historia de la Odisea (¿siglo viii a. C.?), y sus largos episodios de cautiverio en islas, abandono de islas, viajes a islas y, finalmente, la reconquista de la isla propia, Ítaca, en la que el héroe, Odiseo (Ulises), se enfrenta a los «pretendientes». Las Geórgicas de Virgilio, las Metamorfosis de Ovidio o la Odisea de Homero son obras insoslayables en nuestra tradición, en general, pero más aún cuando hablamos de la isla como escenario de la fábula. No es probable que, en el siglo xx, un escritor canario pudiera escapar (ni desconociendo la Odisea o ignorando el Orfeo que aparece en las Geórgicas) de lo que allí se encuentra sobre el asunto.
Jean-Marie Gustave Le Clézio afirma que las islas son los lugares en los que antes que en ningún otro lugar se ha producido todo, ha sucedido todo, se ha conocido todo: el lugar donde primero chocaron las civilizaciones. En otra novela de la insularidad canaria, Las naves quemadas (1982) de J. J. Armas Marcelo, un tal Juan Rejón produce, en una isla imaginaria, Salbago (trasunto de isla canaria), una historia de conquista y colonización que se confunde con la historia de conquista y colonización de América. Los continentes, como las islas, son círculos: da igual cuál sea su forma. Y esto nos arroja una perspectiva nueva —ampliación— sobre la naturaleza laberíntica de la insularidad y sobre la naturaleza universal del laberinto: una isla es una isla laberinto, un continente es una isla laberinto, el planeta es una isla laberinto… Lo que ha de cambiar en cada caso es la escala en la vida del ser humano. Las historias de ciencia ficción suelen reproducir la mitología clásica, cambian la dimensión de las actividades del ser humano: relacionan al ser humano con laberintos de mayor dimensión. El escritor de ciencia ficción manipula un escenario infinitamente mayor que el manipulado por los poetas clásicos —si bien no debemos olvidar que el universo de los clásicos se amplía por el juego entre personajes históricos y personajes mitológicos—. La gruta del escritor de ciencia ficción no se encuentra en una isla, sino en un planeta que es isla respecto de una constelación de planetas, pero, además, suele aparecer también el tema del tiempo como laberinto: las naves espaciales abandonan el planeta para un adentrarse en el espacio, que es lo mismo que hicieron las naves de Colón al partir desde el puerto de Palos, y Odiseo al partir desde la isla de la ninfa Calipso, pero además suele suceder que en esas historias el tiempo es discontinuo, hay universos paralelos, y el pasado, el presente y el futuro son abordables desde el mismo lugar.