La voz de mujer que nos cuenta la historia nos lleva a cierta confusión, incluso a preguntarnos en algún momento por qué contar la historia desde esta voz y no desde la voz del propio aguilucho. No es la primera vez que nos obliga a una relectura de sus libros para comprender el significado. ¿Podrían no ser dos voces, sino una sola voz desdoblada para poder adentrarse en el interior y el exterior del personaje y que de ahí venga su ambigüedad?

No acabo de entender del todo esta pregunta. Contiene un punto de amonestación, riña y censura que me encanta. Dice Ud: «no es la primera vez que nos obliga a una relectura de sus libros para comprender el significado». Lo siento. Lo lamento. Es evidente, a estas alturas, que yo soy un impostor que imposta como narrador ‒y a veces incluso como propia persona humana‒ voces femeninas de todas las edades. Y también masculinas, aunque en mucha menor medida. Ahora, a mi avanzada edad, la tendencia al falsete y a la impostación y a la impostura narrativa es cada vez más pronunciada. En esto voy a peor y a peor, cada día que pasa más y más. Tengo, sin embargo, últimamente una explicación tecno-poética. A saber: no solo imposto voces porque, como dice Empédocles de Agrigento, «yo he sido muchacho y muchacha y piedra y árbol y mudo pez en el mar» –Empédocles habla de existencias reales‒, sino que yo he ficcionalizado toda la realidad que narro. No sólo en el sentido flaubertiano ‒Madame Bobary soy yo‒, sino también en el fascinante sentido artificiado en que lo hacen los contratenores en la gran música. No sólo en las piezas románticas o clásicas del XVIII, sino también en los admirables recitativos de la liturgia católica. ¿Qué voz es la voz de un contratenor? No es la voz del narrador mismo ‒Álvaro Pombo, en este caso, que tiene realmente otro tono de voz y que ha narrado en primera o en tercera persona en otras ocasiones‒. Es la voz de un personaje totalmente artificiado, que es una mujer. Y que, por lo tanto, tiene una voz imitada, pero casi nunca una corporeidad imitada. Lo único que se imita es la corporeidad mágica de la voz narrativa femenina. En esta misma línea podríamos preguntarnos: ¿tienen los niños que cantan «voces blancas»? No las tienen cuando hablan, pero sí cuando cantan: la voz es un instrumento más expresivo y más complicado y poderoso aún que el piano o que el violonchelo. Esto lo mantenía, por cierto, Adolfo Salazar. ¿Cómo no voy a utilizar mi propia voz impostándola hasta tal punto que se vuelva extrañada y ambigua, que aparece y desaparece y que cuenta la historia? Cada vez me parece un recurso más importante, se trata de un narrador contratenor. Se pregunta Ud. si podrían ser, no dos voces, sino una sola desdoblada para poder adentrarse en el interior y el exterior del personaje y que de ahí venga su ambigüedad. La respuesta es afirmativa. Lo que pasa es que, después de tantos años de cambiar voces de los personajes, ya no sé si veo el interior o el exterior o sólo la cambiante voz metaestable, en parte, quizá sí, también viscosa, que serpea por toda la narración y a ratos sabe que es una malvada serpiente y a ratos no. A ratos cree que es la propia Eva tonteando paradisiaca con Adán. Una voz ésta de Adán veterotestamentaria, por cierto, mucho menos interesante que la voz de Eva, por no hablar de las impostadas voces litúrgicas de todos los diferentes profetas, santas mujeres, malas mujeres, centuriones… hasta llegar a la propia voz de Nuestro Señor Jesucristo y de san Juan Evangelista, que es un contratenor. Tal vez se trate de una composición musical, coral, ultramoderna de, digamos, Shostakovich. Cualquier novela mía puede ser cantada y, ciertamente, leía en voz alta cobra muchísima más verosimilitud y verdad que leída sólo en voz baja. Todo es viva voz, todo son voces. Lo que decía Eliot: «The river has got many gods and many voices».

Aunque la protagonista de esta novela sea Elvira, ¿no es cierto que es una historia envolvente que oculta al verdadero protagonista –el aguilucho–, promesa de algo que se adivina, pero en lucha con un determinismo causado por una abuela y un padre conocedores de la carencia de ese don que los distinga y que encuentran en el narcisismo una salida a su inseguridad y, por otro lado, una madre que entiende el deber como mandato divino?

Estoy seguro, estoy de acuerdo en que Un gran mundo es una historia envolvente, pero no estoy tan seguro, ni mucho menos, de que oculte al verdadero protagonista y que este sea el aguilucho. El aguilucho viene a ser, más o menos, como entonces era yo. Un chaval guapo, rubio y desgarbado, culpablemente falto de ejercicio físico, que no tiene gran cosa que decir, como yo mismo entonces; pero sí, reconozco que, enguapecido mucho en el relato, se parece mucho también al que yo fui en el pre-relato.

La sensación de envolvente la he percibido en la composición del relato, al poderla dividir en dos atmósferas diferentes: la primera es la vivida por Elvira, que nos sitúa en el contexto familiar y social, y la otra comienza con el relato de la separación de los padres del aguilucho, momento donde la historia adquiere el significado real, pudorosamente difuminado. Aquí es donde se despliegan un montón de obsesiones ‒la idea de suicido, la muerte, la identidad‒ para llegar a ¿qué conocimiento?

Pensándolo bien, la más fantástica ocurrencia para una novela es la ocurrencia de la resurección

Me ha interesado el final de esta pregunta. El caso es que no estoy seguro que mis novelas en general o esta en particular me lleven a mí mismo o al lector a alcanzar conocimiento alguno. Son relatos experienciales, pero no sapienciales. No acabo nunca de concluir el argumento y, por consiguiente, se multiplican y difuminan con facilidad las conclusiones. En este contexto suelo citar unas líneas de un soneto de Rilke que dice: «Ni las penalidades se acaban, ni se aprende el amor, sólo el canto sobre la tierra consagra y celebra». Las penalidades de mis personajes no se acaban nunca, ni quizá tampoco las mías, sea yo quien sea. Ni se aprende el amor. Ni mis personajes, ni yo hemos aprendido el amor, por más que nos hayamos empeñado en aprenderlo durante sesenta y seis años consecutivos. Lo que sí es evidente es que mis relatos se cantan o pueden cantarse y que sólo el canto sobre la tierra consagra y celebra. ¿El qué? La contingencia, la finitud, el no saber, el luminoso no saber, el resplandeciente amor no aprendido todavía: eso celebran mis novelas.

¿Todo este relato es un bucear a través de la memoria en el océano de los sentimientos para comprobar que, desde el recuerdo, no se tiene acceso a los sentimientos reales que se vivieron, sino a la interpretación de los mismos?

Creo que respondo ya a esta pregunta con una parte de la anterior. Hay un texto de Borges que me gusta citar en este contexto: «La memoria es individual, nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido». Sin duda, la interpretación de los hechos vividos es mucho menos recuperación que olvido; es y no es olvido. Borges veía esto con toda la claridad de un ciego.

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