«El único personaje que se parece al artista o al escritor en el santo»Por Carmen de Eusebio
Álvaro Pombo (Santander, 1939) es miembro de la Real Academia de la Lengua, poeta, narrador y articulista. Ha publicado las novelas Relatos sobre la falta de sustancia (1977), El parecido (1979), El héroe de las mansardas de Mansard (1983. Premio Herralde de Novela), El hijo adoptivo (1984), Los delitos insignificantes (1986), El metro de platino iridiado (1990. Premio Nacional de la Crítica), Aparición del eterno femenino contada por S. M. el Rey (1993), Telepena de Celia Cecilia Villalobo (1995), Vida de San Francisco de Asís (1996), Donde las mujeres (1996. Premio Nacional de Narrativa y Premio Ciudad de Barcelona), Cuentos reciclados (1997), La cuadratura del círculo (1999. Premio Fastenrath de la RAE), El cielo raso (2001. Premio de novela José Manuel Lara), Una ventana al norte (2004), Contra natura (2005. Premio Salambó y Premio Ciudad de Barcelona), La Fortuna de Matilda Turpin (2006. Premio Planeta), Virginia o el interior del mundo (2009), La previa muerte del lugarteniente Aloof (2009), El temblor del héroe (2012. Premio Nadal de Novela), Quédate con nosotros, Señor, porque atardece (2013) y La transformación de Johanna Sansíleri (2014). Su último trabajo publicado es Un gran mundo (Destino, 2015).
Usted es un escritor que, por formación y vocación, ha tenido siempre presente la filosofía. ¿Qué significa, en su tarea como narrador, que su mente tenga perspectivas formales filosóficas?
Creo que es, a simple vista, un inconveniente. El discurso narrativo, la inteligencia narrativa, es concreta, no abstracta. No funciona por conceptos unívocos, sino por campos semánticos o conceptos difusos o analógicos. La inteligencia narrativa está más cerca de la intuición poética que de la intuición filosófica. Así que una novela de alguien que tenga una formación filosófica o aficiones filosóficas, como tengo yo, o como tuvo Proust o Thomas Mann, por citar sólo a éstos dos, puede con facilidad recargarse innecesariamente de disquisiciones y de conceptualismo, que dificultan, para el lector medio, la percepción de la novela como conjunto narrativo. Más allá de la simple vista, considerando las cosas con una cierta profundidad cultural, ¿qué duda cabe que la filosofía y la teología, y en particular la fenomenología que se inicia con Husserl y que es adoptada por filósofos como Merleau Ponty o especialmente por Jean Paul Sartre, han cumplido un importante papel generador de ocurrencias ‒lo que J. A. Marina denomina la inteligencia generadora‒ en la invención de las tramas y los asuntos narrativos? ¿Cómo no va a tener gran importancia para un fabulador, un inventor de ficciones, el llamado argumento ontológico de San Anselmo, por no hablar del poder generatriz de textos como la Fenomenología del Espíritu, de Hegel? Dicho esto –que son preguntas que el ilustrado lector de esta entrevista puede contestar fácilmente por sí mismo‒ sólo queda decir lo que decía de la filosofía Paul Valéry, cuando comentaba una de sus famosas estrofas de El Cementerio marino: para este poema aseguró que había robado «el color de la filosofía». Sin duda, yo en esto siempre me he guiado por el color de la filosofía, el poderosamente atractivo y dramático color de la filosofía, visible en Bergson, visible en Ortega, visible en Heidegger. Desde el punto de vista filosófico, yo soy en mis textos narrativos sólo un buen ladrón de bicicletas.
Un gran mundo es la narración de una de las nietas de Elvira, una señora compleja y sencilla a un tiempo, inteligente y astuta, mundana y superficial que, a su vez, dejó unas memorias y una serie de poemas que su nieta utiliza en la rememoración y análisis del personaje. Elvira no parece una invención, sino alguien real. ¿Es así? Por sus datos podríamos deducir que es Ana de Pombo. ¿Por qué el cambio de nombre? ¿Qué implicaciones literarias tiene?
La abuela de la narradora de Un gran mundo es, en efecto, Ana de Pombo, que de paso es también mi propia abuela materna. Pensé que así quedaba todo en familia. No sé qué implicaciones tiene la alteración de los nombres, la sustitución de los nombres reales por nombres ficticios. Ninguna implicación, que yo vea. Excepto que, mediante ese sencillo cambio, se introduce en todo lo narrado el marcador «ficción». Si hubiera tratado de escribir un relato biográfico, lo hubiera hecho. Y me hubiera aburrido mortalmente. Lo que me ha divertido en esta ocasión, como en muchas otras, es trastornar la realidad real mediante el marcador «ficción». Quien tenga ojos para ver, que vea. Y quien no, que disfrute de mi ficción como se ha disfrutado siempre, como un juego, como un trampantojo, como una figuración que se nos asemeja y se nos desasemeja de continuo sin llegar nunca del todo a apresarla: a diferencia de la realidad, que puede aburrirnos mortalmente ‒salvo que se trate de un ataque de apendicitis, en cuyo caso lo apropiado es llamar al médico, no al narrador‒. No cambio los nombres de mis personajes reales para ocultarlos o para ocultarme, sino sólo porque la ficción es más entretenida y más prometedora de felicidad que la realidad. La realidad corresponde a los juristas, a los historiadores, a los científicos y quizá también a los lógicos. Pero no a nosotros, los narradores y poetas inicuos.
¿Hasta qué punto su investigación ha sido exhaustiva? Hay personajes en la vida de Elvira / Doña Ana que no aparecen, como por ejemplo Héctor Biancciotti, vinculado a su vuelta de París ‒donde fue secretaria de Coco Chanel‒, establecimiento en el Madrid de los cincuenta y posterior residencia en Marbella a comienzos de los sesenta.
Creo que puedo decir con verdad que mi investigación narrativa ha sido vitalmente exhaustiva. Pero no es una investigación erudita, puesto que no se trata de escribir una biografía. El lector tiene que fiarse de mí. Y, como es natural, puede reservarse si quiere su propia opinión acerca de la realidad factual de lo sucedido. Héctor Bianccioti sí que sale representado, con gran encanto poético, creo yo. Yo le llamo Nicola Sagaretto. Y también los demás personajes con sus propios nombres, como Coco Chanel y el resto de personajes reales, incluidos Franco y Doña Carmen Polo de Franco. Pero el ángulo, el marcador «ficción», lo es todo aquí también. Y me consta que al final –años más tarde‒ los personajes reales que fueron transformados en personajes ficticios acuden a visitarme y a celebrar el mejoramiento de su condición narrativa. Y también los personajes reales, que fueron representados con sus nombres y apellidos, acuden a felicitarme pasados los años, porque les divirtió mucho su participación –a título de realidad‒ en mi relato. Esto fue lo que ocurrió en el caso de la Excma. Doña Carmen Polo de Franco muy recientemente.
Un gran mundo hace de los documentos una novela ‒digamos que una narración en formación‒ y de la ficción una posibilidad de verosimilitud histórica. Como novelista, ¿le parece que la documentación necesita de la ficción para ser realmente real? Y de ser así, ¿por qué?
Sólo en el caso de las novelas. Yo niego la legitimidad de la novela histórica en lo que tiene de histórica. Una novela histórica es, sin más, una novela. Es, sin más, ficción. Un miligramo de ficción intencionada deshace de inmediato el más minucioso relato histórico. Lo aconsejable es que los novelistas que quieran escribir historia, escriban historia. Y que cuando hacen novelas con asuntos históricos lo llamen, sencillamente, novelas. Un novelista puede, si quiere, por razones intranarrativas justificar que ha utilizado gran documentación histórica real, pero el hecho de haberla utilizado no convierte su novela en un libro de historia. Seguirá siendo una novela, e incluso una novela grandiosa, grandiosa ficción. La grandiosidad de la historia viene por otro lado que no necesito detallar ahora. Sería una hipótesis ingeniosa, pero últimamente vacua, decir que la documentación ‒la historia‒ necesita de la ficción para ser o parecer más real. El tema es largo y entretenido. Y polémico. Pero creo que con esto he dicho todo lo que se me ocurre a bote pronto.
Esta biografía incompleta de Elvira lo es también de dos generaciones: una nacida a comienzos del siglo XX y la otra perteneciente a finales de los 30, que le incluye a usted, a quien adivinamos en uno de los nietos de Elvira. ¿Estoy en lo cierto?
Sí, desde luego.