«Si no escribo estoy como un perro sin su hueso, desamparado»Por Fran G. Matute

Fotografía de Eduardo Carrera

Tras alzarse con el Premio Herralde con República luminosa (2017), vuelve Andrés Barba (Madrid, 1975) a la ficción más pura de la mano de Anagrama con El último día de la vida anterior, sorprendente salto al género fantástico, con ecos pandémicos, sin dejar por ello de ser una novela prototípica de Andrés Barba, quien escribe ahora quizás en plena madurez. El autor de obras tan impactantes como La hermana de Katia (2001), Versiones de Teresa (2006) o Agosto, octubre (2010) abandona aquí definitivamente su barroco y transgresor primer mundo literario para adentrarse en uno nuevo más sugestivo, profundo, contenido y elocuente. Acerca de todas estas transformaciones girará a continuación la siguiente entrevista, realizada al autor en Argentina por videoconferencia desde España.


La última vez que nos vimos, hace unos años en Casablanca, recuerdo escucharte comentar que te preocupaba seriamente repetirte, escribir desde la posición del que, a fuerza de publicar, ha aprendido el oficio y se ha acomodado. ¿Qué has intentado hacer diferente en El último día de la vida anterior?

Recuerdo esa conversación. Y sigo pensando que lo peor que le puede pasar a un escritor es profesionalizarse. Hay una cosa complicada y peligrosa en la profesionalización, como comentaba ya Pavese, y es depender económicamente de la literatura, de lo que uno escribe creativamente. Ahí uno, sin querer, puede resbalar y acabar convertido en un escritor sin gracia, que repite el mismo libro una y otra vez, a perpetuidad. Existe también el riesgo de terminar instaurando en la propia escritura los defectos de cada uno, porque lo primero que se volatiliza en un escritor es la frescura y la gracia, y con el paso del tiempo solo quedan los tics, tics que en un momento dado funcionaron pero que normalmente acaban perdiendo su poder. Cuando uno es un lector más o menos avezado, nota rápidamente cuando un escritor se ha aburrido escribiendo su libro. Esto es letal. Por eso he estado huyendo siempre, cambiando de género, por ejemplo, buscando escribir libros muy distintos todo el tiempo, tratando de hacer libros que no rindieran económicamente, como ensayos, libros de poemas, etc. Por otro lado, a mi narrativa nunca le ha ido arrebatadoramente bien, al menos no tanto como para que las circunstancias me hayan puesto en peligro como escritor. Yo he visto ese peligro acechar a muchos colegas. Un caso claro sería el de Javier Cercas, que en un momento dado, por culpa del éxito, se pudo ver acorralado, tentado de repetir un determinado formato de novela. A mí nunca me ha ocurrido eso, afortunadamente, porque siempre he tenido un pie en la luz y otro en las sombras, gracias también a una decisión propia, pues siempre he tratado de que lo alimenticio estuviera en otra parte, no en mi narrativa.

Todos sentimos cada vez más pereza a la hora de leer ficción, de ahí que se haya instaurado una especie de falsa literatura documental o falsamente autobiográfica. Este tipo de narrativas del yo diría incluso que se encuentra ya también en proceso de extinción. Nos encontramos así en un lugar extraño con respecto a la ficción, pues también se considera obsoleta, desde hace tiempo, la ficción realista, la más clásica. Me pareció así buena idea regresar a la ficción y hacerlo además poniendo toda la carne en el asador, esto es, volviendo a la literatura de género más pura que existe que es la de lo fantástico

Para mí la literatura solo tiene sentido si uno se pone todo el rato en riesgo. Eso no significativa tratar temas cada vez mas límite ni escribir cada vez más complicado, sino ponerte en lugares donde no tienes recursos, donde no tienes tics profesionalizados. Estos tics nacen muy pronto. Con tres libros publicados, tú ya sabes qué cosas haces que funcionan. Es como aprender a sacar un pañuelito por aquí y una paloma por allá para que la gente haga: ¡oh! Pero si tú deliberadamente te pones en territorios donde esos tics se desactivan, te obligas a rejuvenecer tu relación con la escritura, te obligas básicamente a aprender a escribir cada vez. Si saltas de una novela realista a una novela de género, como podría ser el caso de El último día de la vida anterior, o a un libro de poemas, o a un ensayo sobre el humor, te estás constantemente poniendo en lugares donde no sirve de nada lo que has hecho antes.

Luego hay que tener en cuenta que dejar de escribir un libro se parece un poco a dejar de querer a alguien. Uno no se levanta un miércoles dejando de querer totalmente a quien querías el martes. Eso pasa mucho cuando se tiene una novia o un novio nuevo, que a veces se te escapa el nombre del anterior. Hay ahí entonces un periodo de latencia del viejo libro del que es difícil deshacerse. Proyectas así cosas en el nuevo libro que venían del anterior, así que entre uno y otro debe pasar un tiempo, que es más fácil de superar si uno cambia de genero completamente. Así evitas escribir Margarita cuando querías decir Sandra [risas].

¿Debemos entender por tanto que esta nueva inclusión tuya en el campo de lo fantástico es pasajera, una suerte de huida hacia adelante?

Con esta novela han ocurrido dos cosas. Por un lado, ha habido un viaje personal; y por otro, un viaje colectivo. El viaje colectivo parte de la certeza, absolutamente inapelable, de que hoy día la ficción se encuentra desacreditada. Todos sentimos cada vez más pereza a la hora de leer ficción, de ahí que se haya instaurado una especie de falsa literatura documental o falsamente autobiográfica. Este tipo de narrativas del yo diría incluso que se encuentra ya también en proceso de extinción. Nos encontramos así en un lugar extraño con respecto a la ficción, pues también se considera obsoleta, desde hace tiempo, la ficción realista, la más clásica. Me pareció así buena idea regresar a la ficción y hacerlo además poniendo toda la carne en el asador, esto es, volviendo a la literatura de género más pura que existe que es la de lo fantástico. La literatura clásica fantástica tiene mucha relación con la literatura realista psicologista. Los grandes escritores de género fantástico han sido siempre escritores realistas. Pienso en Henry James, sobre todo, que es un poco el padre de todos nosotros. Edgar Allan Poe, también, era un escritor en esencia realista, por una razón muy clara y es que la literatura fantástica, para ser convincente, tiene que ser extremadamente coherente, dentro de sus parámetros de verosimilitud. En ese sentido, el escritor realista psicologista clásico posee ciertas cualidades naturales para moverse bien en el género fantástico. El caso de Borges, por ejemplo, es también bastante elocuente en este sentido.

Este sería el viaje colectivo, pero por otro lado hay un viaje personal, que tiene que ver con una crisis de escritura surgida tras la publicación de República luminosa, que escribí antes de la pandemia y desde entonces hasta El último día de la vida anterior no había escrito ficción. A los escritores la pandemia nos ha atravesado como individuos que tratan de reflexionar sobre la realidad que nos rodea y lo ha hecho de una manera muy sobrecogedora, en el sentido de que nos hemos dado cuenta de que las herramientas que empleábamos antes en nuestras ficciones ya no sirven. Esta es una cuestión que he comentado con muchos compañeros y compañeras escritores, a los que la pandemia les pilló con una novela a medio escribir, lo que imposibilitó seguir con ella, porque el mundo conceptual, verbal incluso, que allí se retrataba se había quedado obsoleto. Se trata de un viaje individual compartido, en la medida en que gira en torno a la naturaleza de las historias que queremos contar a partir de ahí. Por eso creo que El último día de la vida anterior, por más que en la superficie pueda parecer una novela de fantasmas, es en el fondo una novela sobre el encierro y, por tanto, sobre la pandemia.

Portada de la novela de Andrés Barba de próxima publicación.

Noto también en esta última novela tuya una prosa más pulida que nunca, más concisa, y, sin embargo, más contundente, llena de contenido. Choca de hecho esta contención si la comparamos con el barroquismo que impregnaba tus primeras obras. ¿Qué ha ocurrido por el camino?

Se trata este de un proceso de depuración muy consciente, hasta el punto de que creo que mi último libro debería ser un haiku [risas]. Creo firmemente que si uno puede decir algo en cien paginas no debe decirlas en ciento cincuenta. La atención que tenemos de las personas es muy limitada. Debe uno hacer un esfuerzo doble o triple para condensar las ideas y ser muy preciso. Creo que ahí está además la clave de por qué los clásicos son clásicos. En pandemia he releído algunas de las obras canónicas de Henry James y he alucinado precisamente con ese rasgo de su escritura, con cómo es capaz de dejar caer en mitad de una frase una observación, enunciada además con una comparación simple, de algo que es literalmente el destilado de años de observación. Y no solo eso, sino que lo hace de tal forma que en una lectura distraída se podría pasar por encima de ese hallazgo sin darse cuenta. Creo firmemente que eso es lo que hace que Henry James sea un escritor tan importante. Uno se da cuenta entonces de que el autor que está contando esas historias las ha comprendido profundamente, ha comprendido algo de la realidad, sobre la amistad, sobre la paternidad, lo que sea… que está anunciando narrativamente a través de la literatura. Casi todas las novelas de James giran sobre sentimientos muy concretos y funcionan girando alrededor de estos sentimientos, que se enuncian de maneras muy distintas a lo largo del texto. Comprende uno así que, básicamente, la literatura sirve para eso, para comprender la realidad, por más que muchos piensen que esto es ingenuo, porque, a estas alturas de la película, ¿cómo va a creer nadie que se puedan decir verdades universales a través de la ficción? Hay ahí cierto resabio posmoderno que nos impide creer en esto, pero yo creo que es esa ingenuidad la que hay que mantener hasta el final para escribir libros memorables y que los grandes clásicos se escribieron así porque creían sin fisuras en ello.

Dicho esto, a mí me encanta sumergirme en novelas barrocas y desmesuradas, como lo es Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez, que estoy leyendo ahora. Como lector, puedo disfrutar de ellas, pero como escritor es cierto que cada vez tolero menos escribir más de la cuenta.

Citas de hecho a Mariana Enriquez en los agradecimientos de tu última novela, que es, por otro lado, muy cercana a su universo. ¿Es directa esta influencia?

La idea de mi ultima novela es muy antigua, tiene más de diez años, pero hace unos seis se la comenté a Mariana en una pizzería en Buenos Aires donde quedábamos de vez en cuando. Le conté esta idea que me rondaba para que me dijera cómo la veía y fue muy bonito, porque para mí fue, digamos, como recibir la lección del maestro. Hubo de hecho dos lecciones. Aquella en la pizzería, donde Mariana, preguntándome sencillamente por qué ocurrían las cosas en mi novela, me hizo ver que la cabeza de un escritor de género funciona siendo implacablemente realista, en la medida en que uno no debería escribir nada si no está perfectamente justificado, aunque esta justificación no se explicite en el texto. Ella me pedía al menos una respuesta mental a todas las preguntas que me hacía, y ahí me di cuenta de que la premisa de mi novela fallaba porque yo la había pensado más como un hallazgo lírico, basado en una imagen: alguien va a una casa y se ve repetido a sí mismo. Recuerdo que la primera pregunta que me soltó fue: «¿Pero por qué se ve a sí mismo?». Sus preguntas eran de una lógica extrema y ahí descubrí que una conciencia de género es una conciencia de lógica extrema y si no las novelas de género no funcionan. Y luego, cuando terminé el libro, se lo volví a pasar y me hizo muchas objeciones al encierro final del protagonista en la casa, donde básicamente veía aspectos de la relación con el niño que hacían que el libro no funcionara. Mariana es una escritora que, como todas las personas que tienen un talento extraordinario para algo, es capaz de determinar exactamente donde está el centro de gravedad de una historia o, en su caso, el potencial generador de inquietud. Finalmente, cuando me dijo que la lectura de la novela le había inquietado bastante, me dije: «Lo tengo». Si soy capaz de inquietar a Mariana Enriquez es que está bien la novela, ¿no? [risas].

Como lector, ¿qué relación tienes con la novela de género?

Mi primera relación con la literatura, siendo adolescente, es con la literatura fantástica, que luego abandono para volverme un lector muy literario. Fíjate aquí lo clasista que estoy siendo al emplear ese término, pero que uso conscientemente para que nos entendamos. Mi reencuentro con el género se da no obstante con Stanisław Lem, con quien me estalla la cabeza. Su literatura supone para mi gusto la cuadratura del círculo entre lo fantástico y lo literario. Él me hace ver que verdaderamente hay un mundo posible para mí dentro del género. Luego, obviamente, siempre he tenido presente a Henry James, también a Bioy Casares, escritores que han sido extremadamente literarios sin tener que renunciar al género. Son ambos capaces de adentrarse en lo fantástico con toda la artillería de una novela literaria clásica. Pero el que me hizo desear escribir así fue Lem, que me parece un prodigio de escritor que debería estar en el canon con mayúsculas.

¿Te atreverías entonces algún día a escribir una novela de ciencia ficción?

Me encantaría. Ahora mismo no sabría como comerme ese filete, pero quizás algún día lo intente, cuando llegue el momento. Como escritor pienso que uno debería en verdad hacer lo contrario a lo que se esté haciendo. Las apuestas hay que hacerlas siempre al revés. Si los tiempos te dicen que tienes que caminar cada vez más rápido, deberías apostar por una literatura más lenta. Al optar literariamente por lo opuesto del entorno se descubren muchas cosas, piensas desde otro lugar, alimentándote de cosas distintas.

Viniendo de una educación católica, con un contexto familiar y social muy conservador, digamos que aquella era una manera de pegar un sonoro puñetazo encima de la mesa para decir que yo estaba en otro lugar, no solo por tratar determinados temas extremos sino hacerlo además de la manera más bella posible, no de manera morbosa sino todo lo contrario, de manera celebrativa

¿Por qué ese interés tuyo por la novela corta? Se trata de un formato ciertamente atípico en la narrativa española actual.

Detrás de esa elección narrativa lo que hay es una fascinación por ciertos modelos mentales. Los libros más importantes de mi vida tienen ese formato. Estoy pensando en La muerte en Venecia de Thomas Mann, en La pasión según GH de Clarice Lispector y, por supuesto, de nuevo, en Henry James, en obras como Los papeles de Aspern. El formato, como bien dices, pertenece a una tradición distinta a la española, es más francesa, centroeuropea o anglosajona. Incluso dentro del castellano, tiene algo más de tradición en Latinoamérica que en España, pues allí siempre ha habido un mayor diálogo con las literaturas no castellanas. Se trata en todo caso de un formato que cuando funciona solo tiene ventajas, por la intensidad que logra, insostenible en textos más extensos. Son así novelas tácticas, propias de corredores de media distancia, donde todo ha de estar perfectamente medido para poder llegar con éxito a la meta. No funcionan por correr muy rápido sino por aguantar durante mucho tiempo un ritmo pausado. Cada carrera, por otro lado, tiene su estrategia, en función de con quién estés corriendo o dónde, y lo mismo ocurre con este tipo de novelas de cien páginas, que cada una precisa su propia estrategia. Quizás por eso sean tan fascinantes, porque cuando funcionan son maravillosas. La experiencia de leer una novela así es única. Leer un libro en una hora y media, sin parar, con idea de sumergirte en la lectura, ese entrar por un lado de la montaña y salir por el otro tras haberla cruzado entera… Los grandes novelones también me gustan, como te decía, pero son obras que ofrecen experiencias lectoras distintas, basadas normalmente en el poder de resistencia del lector. Pero un tocho es incapaz de darte la intensidad que te da una novela corta. Uno como escritor trata de reproducir las grandes experiencias vividas como lector y por eso estoy fascinado con esa distancia.

En tus primeras novelas se trataban muchos temas incómodos, cuando no escabrosos, relacionados con la enfermedad, las deficiencias, el sexo… Sin ánimo de psicoanalizarte, ¿qué crees que había detrás de esas obsesiones, hoy ciertamente abandonadas?

Un intento obvio de matar al padre. Viniendo de una educación católica, con un contexto familiar y social muy conservador, digamos que aquella era una manera de pegar un sonoro puñetazo encima de la mesa para decir que yo estaba en otro lugar, no solo por tratar determinados temas extremos sino hacerlo además de la manera más bella posible, no de manera morbosa sino todo lo contrario, de manera celebrativa. Una vez uno aprende a saber quién es, también cuando uno sale de su país, se van apagando esas necesidades y tu relación con la literatura comienza a no tener nada que ver con producir golpes de efecto sino con tratar de comprender honestamente la realidad, lo que te pasa, el por qué te desenamoras, el por qué tienes miedo, el por qué te duele la ausencia de los demás, el por qué quieres ser padre…

También al tratar aquellos temas, soy consciente ahora, había de fondo cierta inseguridad juvenil, lo que me llevaba a querer doblar cada vez la apuesta con cada novela, para así resultar interesante. Cuando lees a los verdaderos magos del realismo, a gente como Alice Munro, en cuyos maravillosos relatos-novelas no ocurre nunca nada que no le haya ocurrido a todo el mundo, uno experimenta ahí la realidad como si fuera una novela de ciencia ficción. Eso es lo que hace un maestro. Y a medida que te vas volviendo un poquito más experimentado, y por tanto un poquito menos inseguro, también vas bajando en intensidad la carga pirotécnica que uno es capaz de volcar en cada texto.

Quien diga que es más interesante lo que se está haciendo en España frente a lo que se está haciendo en Latinoamérica es que no tiene ojos en la cara, partiendo de la base, claro está, que estamos comparando una literatura nacional con una continental. Pero lo mires como lo mires, los escritores latinoamericanos son más frescos y más atrevidos que los escritores españoles

La infancia es sin embargo un tema recurrentísimo en tu obra. Te han preguntado muchas veces por ello, pero a mí me gustaría abordarlo desde otro ángulo, partiendo de una célebre frase tuya: «Odio tanto El principito que ya me gusta». ¿Tiene algo que ver esta relación amor-odio con el hecho de que no seas capaz de abandonar esa temática?

Mi odio por El principito es célebre. En Estados Unidos me ocurrió, no obstante, quizás a modo de castigo, que la editorial que me publicó allí Republica luminosa era la misma que publicaba la obra de Saint-Exupéry, lo cual no solo desactivó mi odio por completo sino que para colmo la sala de la editorial en la que nos reunimos para hablar de mi libro se llamaba «El principito» [risas]. El principito es un libro que yo he llegado a quemar. He quemado pocos libros en mi vida, pero uno de ellos ha sido ese. Lo hice una vez para encender un asado que hicimos en casa. Fue un fuego purificador.

Pero volviendo al tema de la infancia… yo creo que es difícil preguntarle a un escritor por sus temas más recurrentes, más que nada porque seguro que tiene ya muchas respuestas automatizadas, siendo en el fondo algo sin una respuesta verdadera. Sí te puedo decir que este interés mío por la infancia era algo que creía iba a ir desapareciendo con el tiempo y ya ves que en mis dos últimas novelas he vuelto a ello. Me coge ahora que soy padre, además, y pensaba que cuando esto me ocurriera iba a dejar de escribir novelas sobre niños, pero no. Este es un tema que está ahí instalado como una especie de energía alrededor de la cual termino orbitando sin darme cuenta. No lo puedo evitar, pero no sabría explicarte por qué.

Siendo un escritor tan clásico, tanto temática como formalmente hablando, ¿qué relación tienes como lector con el posmodernismo literario, que tanto ha influido a tu generación?

El único criterio de lectura que sigo es el del placer. Muchas veces acaba uno orientándose hacia ciertas cosas sin querer, porque el mercado lo empuja, y yo creo que en España se ha leído mucha literatura posmoderna por eso. En mi caso, hubo un momento en que me di cuenta que mis lecturas eran demasiado anglosajonas y comencé a sentir rechazo hacia ese descubrimiento. Me di cuenta de que me estaba alimentando solo de una tradición, que no respetaba además particularmente, así que una vez consciente de esa colonización literaria comencé a disparar hacia otros lados, sobre todo hacia la literatura centroeuropea, francesa y latinoamericana, que es de la que me he estado alimentando más últimamente. De ese tipo de literatura «pynchoniana», por así llamarla, he huido toda la vida pero sin saber muy bien porqué, tampoco le he dado mucha oportunidad para que me seduzca, esa es la verdad. Es interesante esto. ¿De qué tengo miedo para huir de ella? Tendría que pensarlo.

Tengo la sensación de que tu narrativa, en términos generales, es muy aséptica políticamente. ¿Es buscado?

Yo aquí matizaría: en mi narrativa lo que está deliberadamente borrado es el debate ideológico. Esto es algo que no está en mi mapa intencional, porque en mi juventud y adolescencia la política no existía. Soy una persona cuyo despertar político ha sido muy tardío. Eso no significa que no tuviera un posicionamiento ético sobre las cosas. En mis novelas creo que sí se dan muchos conflictos, pero son de tipo ético o moral. En este sentido, sí considero que mis novelas son políticas, pero no ideológicas. En ellas es cierto que está ausente lo que podríamos denominar la conciencia social, pero a cambio la conciencia de clase sí creo que está muy presente en mi narrativa. Yo creo que toda la literatura manifiesta sus ingenuidades o crecimientos de manera muy obvia. Yo he sido una persona terriblemente ingenua en cuestiones políticas y eso se ve en mis primeros libros. Era en cambio una persona con una carga extremadamente moral y esa carga está ahí bien reflejada en mi literatura.

Fotografía de Eduardo Carrera

¿Cómo vives el hecho de que tu obra haya sido y siga estando tan traducida? ¿Dónde crees que reside el interés por lo que escribes?

Habría aquí que plantearse primero hasta qué punto el localismo que desprenda el vocabulario semántico de un libro hace que este sea más o menos interesante fuera. Si te fijas en un libro aparentemente intraducible como Panza de burro de Andrea Abreu, que lleva creo ya quince traducciones, no te queda otra que pensar que es precisamente su idiosincrasia y su textura lingüística, extremadamente local, lo que la hace fascinante fuera, lo que genera precisamente el deseo de lo universal. En mi caso esto lógicamente no ocurre, así que no te sabría decir de donde surge el interés, que es real, de leerme fuera. Estamos además en un momento en el que hay poco espacio para la literatura en traducción. En algunos contextos como el anglosajón, es muy interesante ver cómo se han elegido las obras que se traducen, porque normalmente lo que hacen es confirmar los prejuicios que ya tienen de los países a los que pertenecen dichas obras. Al revés supongo que también ocurre. Cuando en España alguien decide traducir una novela turca es fácil ver si esta novela se ha traducido aquí porque nos ofrece la visión exóticamente prejuiciada de lo que entendemos por Turquía o por tratarse de una gran novela y punto. Visto así, no sé tampoco por qué me traducen, pues alguna que otra vez me han dicho que no soy un escritor demasiado español. Esto me llevaría a pensar que me traducen únicamente porque mis libros son buenísimos, ¿no? [risas], pero aquí habría que tener en cuenta también qué se entiende fuera por español. ¿Galdós? ¿Buñuel? ¿Almodóvar? Vete a saber los prejuicios que tienen. Es por tanto muy difícil saber realmente por qué está uno siendo traducido.

¿Cómo se percibe la literatura española actual desde Argentina?

En términos generales, quien diga que es más interesante lo que se está haciendo en España frente a lo que se está haciendo en Latinoamérica es que no tiene ojos en la cara, partiendo de la base, claro está, que estamos comparando una literatura nacional con una continental. Pero lo mires como lo mires, los escritores latinoamericanos son más frescos y más atrevidos que los escritores españoles.

Centrándonos en Argentina, que es donde vivo ahora y cuya literatura conozco mejor, te puedo decir que aquí no se toma demasiado en serio a los escritores españoles por muy buenos literariamente que sean, por muy bien que les haya ido en España. Es un tema este un poco resbaladizo, pero me parece fundamental abordarlo. Cuando llegué a Argentina tuve la sensación de que nadie me iba a tomar en serio si no me ganaba su respeto literario. Ese respeto no pasaba solo por escribir buenos libros sino por conocer muy bien la tradición argentina. Esto dice mucho de cierto sentimiento de superioridad intelectual que yo creo tienen los argentinos sobre todo lo europeo, no solo lo español, sobre lo que mentiría si no dijera que noto también un cierto desprecio particular, me refiero hacia los escritores españoles, vistos en términos generales como poco sofisticados, en el fondo un pelín casposos. Los españoles, por otro lado, tenemos que desactivar aquí algo que llevamos de fábrica y es nuestro prejuicio de superioridad lingüística, eso de asumir que nuestro español es de primera clase, el castellano primigenio, y el resto es mestizo. En Argentina ocurre una cosa muy interesante con respecto al bagaje lector de sus escritores. Ellos llevan toda la vida leyendo no solo traducciones al castellano hechas en España sino traducciones hechas en muchos otros países latinoamericanos, lo que les otorga una riqueza de vocabulario increíble, no percibida en ningún caso como una invasión cultural. Esto hace relativizar mucho la idea de qué es lo correcto o no en castellano. En España seguimos muy anclados con el tema de la corrección lingüística, y eso hace que lo literario se confunda tanto con lo florido.

Estas diferencias de concepción literaria las he vivido además en mis carnes tras la publicación de República luminosa. Álvaro Enrigue, que presentó la novela en Nueva York, me dijo que era mi primera novela latinoamericana y en aquel momento sentí que lo decía un poco burlándose, pero, sí, creo que lo es, sin duda, porque efectivamente ha sido leída de manera un poco diferente en un lado y en otro, dado que, en algunos casos, lo que en la novela se cuenta es una realidad palpable en algunos lugares de Latinoamérica. Cuando ves representada literariamente una realidad que en el fondo tienes delante de tus ojos, tu lectura es siempre distinta, pero también más crítica. La ensoñación literaria que puede tener un lector español no la tiene un lector de por aquí.

Detrás de tus novelas, y esta entrevista es la prueba, parece siempre que haya muchas lecturas, muchas reflexiones previas, o al menos así se presume al escucharte hablar sobre ellas una vez publicadas. ¿Funciona así tu proceso creativo?

Todo ese andamiaje intelectual surge seguro a posteriori, una vez escrita la novela, y muchas veces surge al hilo de las preguntas que me hacen los distintos lectores. Obviamente, cuando estoy escribiendo, estoy también leyendo cosas que me ayudan a pensar lo que hago. Esto, estoy convencido, lo hace cualquier escritor. Uno termina buscando novelas temáticamente afines, o con tonos parecidos al que quieres desplegar, etc. Pero en mi caso, cuando acabo una novela, lo que hago con ella es muy parecido a lo que haría cualquiera que acaba de romper con alguien, esto es, preguntarse qué ha pasado aquí. Así que es después de escribir la novela cuando yo me siento a analizar en términos «intelectuales» lo que he hecho, también a conceptualizarlo. Cuando escribo, mi sensación es de pérdida absoluta, de desconcierto, de no saber adónde voy. Reculo muchas veces y tomo también muchas veces la dirección contraria a la que había seguido en un principio. Soy un escritor que funciona tanteando más que siguiendo un programa o un plan preconcebido. Improviso mucho sobre la marcha y por eso las tesis sobre la novela nacen en mi caso al final, una vez cerrado el libro. Es entonces cuando me doy cuenta de que, a lo mejor, el libro va efectivamente de algo con lo que ya había estado trabajando inconscientemente desde hacía tiempo. Te pongo un ejemplo reciente: realmente, no me di cuenta de que El último día de la vida anterior giraba sobre la pandemia hasta que terminé la novela.

También te digo que esa desorientación de la que te hablo cuando escribo es una diversión, no soy un escritor sufriente. Sufro de hecho cuando no escribo. Escribo mucho sin voluntad de publicarlo. Es algo que me hace sentir tranquilo. Si no escribo estoy como un perro sin su hueso, desamparado.

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