POR FERNANDO R. DE LA FLOR

La obra y, sobre todo, la vida de Aníbal Núñez se aleja de nosotros, toman distancia de nuestra actualidad incrementando en varios grados y maneras su diferencia con el tiempo-ahora. Ambos, los textos y, por otra parte, el desenvolvimiento de una ejecutoria vital está cobrando, al paso mismo de los años, una desemejanza, una diferencia que debemos suponer que se debe al tipo de prácticas y hábitos sociales del hoy; y más: que resulta ser la propia en el presente de unas élites escritófilas y sus mismos temas y maneras de enfocar la vida. 

En cierto modo es el rumbo emprendido por los clásicos: el ser vitrificados para la posteridad en un panteón de textos ilustres a los que, solo de vez en cuando, volver. Pero del otro lado se sitúa el estilo de existencia de aquellos que han sido nimbados por la sociedad; vida la cual cae en una zona de sombra en la que los que hemos sobrevivido, ya no les seguimos. Destinos de la obra y azares biográficos no son uniformes: quedan entregados a diversos finales. 

En el caso de Aníbal Núñez, su producción textual lentamente se integra en un canon mayor de eso que se llama la cultura oficial española. Aquella obra empieza a ser el mejor testimonio, a contratiempo de toda una época histórica que resulta esencial entender y que, a grandes rasgos, es el del momento de la Transición española. Tránsito que ocurrió entre distintos y distantes universos simbólicos. Tiempo (in)tenso, cuya cifra constantemente el espacio social explora –para derogarlo o alabarlo– en busca de una explicación para esta nuestra actualidad caracterizada por su inconsistencia; a la que algunos llaman liquidez (Bauman). De manera que resulta completamente equivocada la sentencia que se dio a sí mismo el enamorado del fracasar estrepitosamente que fue Aníbal Núñez: «Por donde se perdió –dijo en uno de sus versos– le guía el Olvido». No ha sucedido así según tenía previsto para sí el poeta; y más bien ocurre que en el día de hoy muchos recuerdan su obra, volviendo una y otra vez a su lectura con el ánimo dispuesto a encontrar en ella el testimonio de lo que el viento se llevó consigo. 

Otra cosa diferente ocurre con su vida. Los rasgos biográficos, los biografemas que mantuvo Aníbal Núñez en su vida de poeta, son los que, poco a poco, se van tornando incomprensibles, distantes, lejanos… («Mi corazón es un avión perdido», dice en un poema). Son ajenos absolutamente a los que se puedan sostener en un momento como el nuestro, en que es el tiempo mismo el que pareciera haberse acelerado, contradiciendo el «espeso puré provinciano», la pura parsimonia de tan pequeña y conventual Salamanca; ciudad en la que aquel incívico poeta decidió haber vivido («Ni siquiera hay lugar para que sea /dulce el lamento, musical el llanto»). 

La lista de lo que podemos llamar las opciones vitales de Aníbal Núñez, confirman la distancia y disintonía a que se sitúan estas de lo que es la praxis común y corriente hoy en día (y, en realidad: de todos los días). Su decidida elección por una provincia extrema de la que nunca salió («Pensando en los viajes que no haremos»), cargada –eso sí– de una historia controvertida; la querencia que manifestara el poeta por las gentes sin relieve social, dando razón de «lo bajo»; y, sobre todo, lo que fue su propia desgana del trabajo junto al apartamiento de todo compromiso que denodadamente practicara, sitúan su peripecia vital en un, hoy, ininteligible dominio. O, al menos, en un espacio que se hace difícilmente transitable para los modernos.

Otra cosa diferente ocurre con su vida. Los rasgos biográficos, los biografemas que mantuvo Aníbal Núñez en su vida de poeta, son los que, poco a poco, se van tornando incomprensibles, distantes, lejanos…

Asumiendo con entereza y bravura el riesgo vital al que le impelía su modo especial de ser y de comportarse, se orientó –siempre en la pequeña ciudad– en contra del mundo (tout court entendido este). Lo que le condujo a mantener sonadas disputas y a merecer el desprecio de ciertos intelectuales y escritores cosmopolitas de entonces. Los cuales le denominaron al modo de un «Asdrúbal de provincia», manifestando con ello cuánto se sentían distantes de los malos modos, como productores que eran de un discurso «situado», y por tanto visceralmente opuestos a un verdadero «piel roja», salvaje y primitivo, que no seguía los dictados del mainstream.

Muchas otras perspectivas de su vida resultan igualmente alejadas de las prácticas generalizadas en nuestros días, signadas estas por una definitiva desaparición de la individualidad extraña a todo uso común; al igual que por la pérdida experimentada de caracteres fuertes, de esprits forts que son los que alumbraron otro tiempo. Es en este sentido que Aníbal Núñez rompió con el conformismo y la comodidad de seguir la senda prescrita, en la que vivía mayoritariamente su generación «instalada», viniendo a situarse de frente contra el Todo y convirtiéndose en un artista-payaso de las bofetadas” (que dio). Lo cual querrá decir que se apartó intencionadamente del pensamiento objetivo y de sus correspondientes constantes sociológicas, las cuales derivaron por aquel entonces en lo que fue una gran confianza en la ciencia y en la técnica, mantenida especialmente por intelectuales al servicio de la causa. 

Una de las manifestaciones del capitalismo-ambiente que el poeta a sabiendas conculcó, consistió (y todavía consiste) en la compulsión a la compra, en la subordinación a un constante tráfico de mercancías así como de personas y personalidades. Frente a este estado de cosas, y colocado ante la economía de la abundancia que se desarrolló en el país de aquel entonces, Aníbal Núñez se caracterizó por una gran astenia consumista (de lo que deja testimonio su vieja «trenka» de hombre necesitado, todavía colgada del último clavo de la casa familiar de la Avenida del Líbano). Algo más: en un contexto regido por la novedad, se vinculó más bien con las supervivencias de un mundo antiguo que desaparecía a pasos agigantados («Los pendones –dijiste– erosionados»). En su mente siempre estuvo escapar obsesivamente de la opresión que ejercía lo que es vulgar y cotidiano, concediéndole en cambio la primacía a una suerte de Erlebnis (experiencia vivida en calidad), la cual en todo momento anteponía al tipo de situaciones previamente configuradas, decantándose claramente por una cultura de la presencia. 

No cabe duda: el poeta pertenecía a la estirpe de los que aportan para ello, y en cada situación, su propio cuerpo; resultando que, en ese mismo sentido de correr riesgo, puede decirse que fue su organismo el que definitivamente no cuidó lo suficiente de su obra, pues enseguida aparecieron las señales inequívocas de una malaventura vital. Podemos afirmar entonces, como ya hicimos en el ensayo biográfico La vida dañada de Aníbal Núñez, que no siguió el viejo dictum: «¡Oh, cuerpo mío, cuida de mi obra!».

Reconociendo siempre la ausencia de un camino de las letras que resultara practicable y fácil; manifestando en numerosas ocasiones un efectivo desinterés por todo tipo de éxito; y describiendo –como el «Capitán Trueno» o «El Jabato» que era– parabólicas piruetas laberínticas, fue como Aníbal Núñez se preparó para un fin sin finalidad alguna reconocible, el cual pudiera comportarle una suerte de plusvalía en lo simbólico. Quizá por todas estas razones se aproximó a una clase de «muerte química» (como es leyenda) en la búsqueda de lo inexperimentado y, acaso, en lo que resulta inexperimentable: bienestar y conformidad en el mundo imposible de lograr («Y tú sol/pon de luto la luz ya para siempre:/apaga y vámonos»). De todos modos, su vida al igual que su poesía, no admite una «interpretación lisérgica»: el sentido de lo real-real no le abandonó en ningún momento.

En resumidas palabras: Aníbal Núñez protagonizó un rechazo de lo que los otros, sus «supervivientes fraudulentos» (como dijo de él Ángel Valente), quieren que seas; mostrándose díscolo ante las urgencias de lo social y encarándose con la cultura del rendimiento y la rentabilidad. Su situación no-asegurada le condenó en su propia ciudad a ser un drop-out: pudiendo afirmarse el que, al menos, la identificación y el reconocimiento de su talento literario no fue el destinador del obrar del poeta, el cual procedió, en contraposición a ello, a lo que es un minucioso «desmontaje impío de la ficción poética». Se convirtió en una suerte de profeta de la caída del aura de la poesía y esto mismo alcanzó a toda suerte de experiencias vitales («Encajó un derechazo/un largo derechazo/directo a la cabeza»). 

De acuerdo con esto último, dispuso su trayectoria en un sentido diametralmente inverso a lo que le habría llevado a cosechar una fama literaria, y también a mantener una vida y un nombre dignificados a los que nunca de cierto aspiró. Definitivamente Aníbal Núñez no se construyó como personaje literario; nunca pretendió ser un literato, un laureado homo scriptor («Que me traigan el humo dijo Ciro/y le trajeron todas sus victorias») Acaso lo que intentó ser es solamente un «escriba» (por tanto: «Escribir no es vivir»). En cualquier caso, entendió siempre la literatura como un serio ludere que le permitiría el «aplazar la muerte»; muerte la cual, pese a todo, le vino, silenciosa, como dicen que viene en la saeta.

Lo que podríamos denominar su bio-literatura al día de hoy emprende, como he observado, caminos bifurcados. En compañía de Eduardo Haro, Eduardo Hervás, Leopoldo María Panero o Fernando Merlo la obra de Aníbal Núñez, próxima a la de estos (sino superior), se constituye en una suerte de «reserva espiritual de la literatura española», merced al trabajo infatigable y al poder de inscripción que tuvieron los amigos y lectores de tales autores «malditos» en que la época fue pródiga: los primeros Blesa o Fernández o Munarriz… En cuanto a lo que sucedió con la misma vida y «producción de presencia» que ostentara Aníbal Núñez, las cosas fueron bien distintas…

Quizá por todas estas razones se aproximó a una clase de “muerte química” (como es leyenda) en la búsqueda de lo inexperimentado y, acaso, en lo que resulta inexperimentable: bienestar y conformidad en el mundo imposible de lograr (“Y tú sol/pon de luto la luz ya para siempre:/apaga y vámonos”)

Las figuras tutelares de su panteón personal fueron más Diógenes que Platón; Rimbaud o Hölderlin mucho más que Lorca. Amó y tradujo en sendos libros a Propercio y a Catulo, como testigos que eran de un modo periclitado y en rebeldía. En seguimiento de aquellos (de su prédica: en el caso de Diógenes respecto al beneficio del sol que le quitaba, con su sombra, el gran Alejandro Magno), se burló de todas las autoridades que habitaban por entonces urbi et orbi, hasta devenir en una figura temible para toda clase de jerarquías impostadas. 

Dromómano destacado y danzarín de su propia órbita, transitó entre diversos órdenes arruinados, como la antigua Casa Lys («Colgante llamarada oblicua hacia poniente/a qué tanto derroche de joya que claudica»), a los que trasmitió un aliento poético difícilmente marchitable. Diferenciado en todo por el fracaso de unas expectativas, las cuales consignaron, en un primer momento, su fama entre los que eran pares de él mientras se mantuvo en vida (y de las que dan testimonio suficiente sus retratos llenos de aura romántica debidos al padre fotógrafo), su definitiva ausencia se siente en el espacio de lo social (particularmente en lo que afecta al mundo de las letras) al modo de una pérdida, de un extravío, de un end a contratiempo o, mejor, a contradiós.

El «saber de la caducidad» y su propia entrada en derrota, de la que hizo proverbial expresión («¡Qué triste polvo echaste en la alameda!»), fue en tiempos reconocida por el más perspicaz de los habitantes de la Salamanca de entonces: Torrente Ballester. Ello hasta el punto de que al poeta le sentarían bien los versos: «Mírame bien, mi nombre es Lo Que Pudo/Ser». Tal cosa no debe resultar extraña. Y es que el fiasco final en el que puede precipitarse una trayectoria vital (más si esta es «literaria»), resulta ser alabado y aureolado por las comunidades, conmovidas ante el deshacimiento y el desastre mucho antes que por el éxito.

A ello cabe el añadir, para concluir, la alegría de estirpe dionisiaca que pareció poseerse de él en los últimos años. Esta «fuerza mayor» adquirió en Aníbal Núñez un carácter corrosivo y despiadado que volcó sobre sí mismo y el mundo. Y así fue como se despidió, dejando en la distancia acaso: (alguna) memoria de sí. 

Definitivamente, por donde se perdió [no] le guía el Olvido.