Pero el viaje a la raíz que desencadena la aparición de Nadia en la vida de Manuel no sólo implica la restitución de un pasado olvidado, sino también su relectura y su reescritura, implícitas ambas en el acto de contar. Hay, por tanto, una cierta invención del pasado porque, como ha reconocido Muñoz Molina, «el recuerdo inventa sin saberlo», ya que «al inventar usamos sin darnos cuenta cosas olvidadas, recuerdos que perdimos porque no los considerábamos valiosos, imágenes que tal vez deben su parte de sugestión sobre nosotros a que no han sufrido el desgaste de permanecer en la intemperie de la consciencia» (Muñoz Molina, 1998, 188-189). La reconstrucción conjetural y la reescritura tentativa de ese pasado son posibles también gracias al hallazgo de las fotografías contenidas en el baúl que el personaje de Ramiro Retratista legó al comandante Galaz, y que éste, a su vez, dejó en herencia a su hija (Mainer, 1997, 67). Al contemplar conjuntamente las fotos que Ramiro Retratista tomó y atesoró a lo largo de su vida, Manuel es capaz de tejer el relato de su propia vida. Una reescritura de su vida en virtud de la cual Manuel no sólo logra la posesión de su pasado sino también el pasado de otros, esto es, una suerte de posesión colectiva (Mainer, 1997, 67-68):

«No saben en qué día viven ni lo que ocurre en el mundo. […] Se ocultan más hondo […] para no oír nada más que sus voces y aprender de nuevo lo que habían olvidado, intentando ordenar el archivo prodigioso y anárquico de Ramiro Retratista […], las fotografías desplegadas como una población de fantasmas, en un desorden caudaloso de cronologías y de vidas, amontonadas en el suelo […], inagotables en su multiplicación como los tesoros de los sueños […]» (Muñoz Molina, 2002, 517).

 

Las fotografías que Ramiro Retratista tomó a lo largo de su vida y que legó al comandante Galaz juegan, pues, un papel fundamental en esta novela en la medida en que contribuyen a activar el mecanismo de la reconstrucción conjetural y la reescritura del pasado de Manuel y Nadia. Al igual que, como señala José-Carlos Mainer, el amor abre el camino de la memoria, también las imágenes abren la vía de la narración oral, que es clave en el personaje de Manuel:

«[…] Y entonces me doy cuenta de que por primera vez en mi vida soy yo quien cuenta y no quien escucha, quien cuenta […] para explicarme todo lo que hasta ahora tal vez nunca entendí, lo que oculté tras las voces de otros […]. Yo soy, a través de Nadia, el testigo de mi propia narración, es ella quien reclama mi voz […] y quien modela a mi alrededor un espacio y un tiempo […] en el que fluyen sin embargo todas las voces y todas las imágenes de nuestras dos vidas»(Muñoz Molina, 2002, 187).

 

La feliz confluencia en el presente de todas estas voces e imágenes ha forjado un vínculo entre Manuel y Nadia en virtud del cual «no sienten más que gratitud y deseo» (Muñoz Molina, 2002, 604). Las últimas palabras que clausuran esta novela llenan de plenitud y sentido ese presente en el que ambos personajes se instalan y hunden, ahora sí, sus raíces. Sin embargo, Manuel y Nadia no habrían llegado a este estado de plenitud si hubieran prescindido del acto de contar, y si no se hubieran atrevido a indagar en la desmemoria y en el desorden caudaloso de voces que, como las fotografías de Ramiro Retratista, se han desplegado y multiplicado durante los diez días que pasan juntos en su piso de Nueva York y en el que reescriben sus vidas (Herzberger, 2000). Esa indagación, siempre incesante en la escritura de Antonio Muñoz Molina (Soria Olmedo, 1998), implica una invención del pasado de la que Manuel es consciente. Igualmente, la relectura de ese pasado conjetural despliega un relato cuyo «desorden caudaloso» de voces, recuerdos e imágenes yuxtapuestos exige, a su vez, una nueva reescritura. Manuel es muy consciente de esta necesidad y, de alguna manera, entiende que su empeño por construir ese relato entraña una invención de recuerdos, no necesariamente inverosímil, que han permanecido intactos «sobre la gran laguna de la desmemoria» (Muñoz Molina, 2002, 201). Podemos afirmar, por tanto, que en El jinete polaco el viaje a la raíz a través del acto medular de contar brota de la conjetura creativa y de la tentativa, pero también de esa pulsión por hacerse a sí mismo que define al personaje de Manuel. Sin embargo, no hay que pasar por alto que ese tanteo que palpa en la laguna de la desmemoria es el mismo que pone orden en el caudal de memorias y voces que recorre la novela. La rememoración no es unívoca sino multidireccional, como también es multidireccional el relato que Manuel y Nadia construyen a partir de las fotografías de Ramiro Retratista intentando ordenar el «desorden caudaloso de cronologías y de vidas, amontonadas en el suelo […], inagotables en su multiplicación» (Muñoz Molina, 2002, 517). En este sentido, en su forma de abordar la memoria y su narración El jinete polaco anticipa tímidamente algunas de las líneas maestras que vertebran Sefarad.

Sefarad: narrar todos los exilios posibles

Uno de los pasajes más reveladores que nos ofrece esta novela de novelas que es Sefarad se encuentra en la «Nota de lecturas» que la clausura y que nos revela las líneas maestras que la vertebran: «He inventado muy poco en las historias y las voces que se cruzan en este libro. Algunas las he escuchado contar y llevaban mucho tiempo en mi memoria. Otras las he encontrado en los libros» (Muñoz Molina, 2013, 749). De alguna manera, me atrevería a decir que tras la lectura de este pasaje se inicia una comprensión retrospectiva de la novela que nos permite vislumbrar la compleja relación que se da en ella entre la memoria y la ficción, y entre la oralidad y los numerosos testimonios sobre «los infiernos erigidos por el nazismo y el comunismo» (Muñoz Molina, 2013, 750). Muchos de esos testimonios los encontró Muñoz Molina en los libros de memorias que cita en dicha nota o los escuchó contar directamente, incorporándolos después como voces que desfilan por la novela. Como dato relevante, Muñoz Molina nos cuenta que muchos de los libros de memorias que impulsaron soterradamente la escritura de esta novela los leyó en inglés o en francés al no estar aún traducidos al castellano. Esta circunstancia resulta muy reveladora, pues es un reflejo de la débil presencia cultural e histórica que ha tenido en nuestro país la memoria compartida del Holocausto, en el sentido amplio del término, que apunta Pablo Valdivia (2013, 13), de todas las persecuciones y exilios que se han producido en Europa en el siglo xx. De hecho, Muñoz Molina ha descrito su novela como «un mapa de todos los exilios posibles» (Valdivia, 2013, 26), lo cual nos da una medida cabal de la ambición con la que esta obra fue concebida. Y es que Sefarad constituye un hito sin precedentes en la narrativa española, ya que, hasta su publicación en 2001, no encontramos ninguna otra novela en el ámbito de la cultura española en la que coexista la memoria compartida europea del siglo xx: en Sefarad se pone en conexión, entrecruzándose, la experiencia del Holocausto con la guerra civil española, su postguerra y el exilio republicano (Hristova, 2011; Baer, 2011; Valdivia, 2013). Sefarad constituye, pues, una tentativa de conectar estos acontecimientos de nuestra historia compartida, inédita hasta el momento de su publicación en 2001.

En este sentido, como ha señalado Pablo Valdivia, en la estructura de Sefarad se encuentra presente un modelo de memoria multidireccional propuesto por Michael Rothberg en su estudio Multidirectional Memory: Remembering the Holocaust in the Age of Decolonization, publicado en 2009 (Valdivia, 2013, 13), que nos permite dilucidar su alcance y ambición. Frente a un modelo de «memoria competitiva» que enfrenta distintos discursos y perspectivas históricas, la «memoria multidireccional» propuesta por Rothberg plantea la interacción y el diálogo de esas diversas perspectivas sentando así las bases para construir una suerte de «memoria transnacional» (Rothberg, 2009; Valdivia, 2013).

La cristalización de este modelo de memoria la hallamos en esa yuxtaposición de perspectivas históricas compartidas y testimonios que se complementan y dialogan entre sí. Así, en la novela se entrecruzan los testimonios de «personajes o escritores icónicos» como Victor Klemperer, Margarete Buber-Neumann, Primo Levi, Francisco Ayala, Evgenia Ginzburg, José Luis Pinillos o Franz Kafka, que nos legan sus también «testimonios icónicos» (Hristova, 2011). Las voces de estos personajes conviven con las de personajes ficcionales en lo que David Herzberger ha descrito como una comunidad imaginaria de voces (Herzberger, 2004, 85; Valdivia, 2013, 15). El término voces, empleado por Muñoz Molina en la «Nota de lecturas», adquiere en esta novela un nuevo valor al aplicarse a los personajes icónicos que existieron realmente, pero también establece un poderoso vínculo con ese reino de las voces de El jinete polaco que irrumpía desde un pasado inaccesible en las vidas de Manuel y Nadia (Bajtín, 1986). En este sentido, en Sefarad, al igual que ocurría en El jinete polaco, escuchamos las voces y testimonios que un narrador, para quien el acto de contar es medular, nos lega. Sin embargo, la disposición y organización de ese relato en El jinete polaco difiere de Sefarad porque el modelo de memoria multidireccional sí se encuentra manifiestamente presente en esta novela, si bien en aquélla ya se bosquejaba una aproximación a dicho modelo. Uno de los ejemplos más ilustrativos de memoria multidireccional lo encontramos en el capítulo que lleva el título de «Münzenberg», en el que el «narrador básico» de Sefarad (Hristova, 2011) –una voz narrativa que no tiene por qué corresponderse con el propio Muñoz Molina (Valdivia, 2013, 36)– nos revela sus intenciones de escribir una novela cuya estructura parece estar inspirada en el modelo de Rothberg:

«He intuido, a lo largo de dos o tres años, la tentación y la posibilidad de una novela, he imaginado situaciones y lugares, como fotografías sueltas o como esos fotogramas de películas que ponían antes, armados en grandes carteleras, a las entradas de los cines […]. Cada uno cobraba una valiosa cualidad de misterio, se yuxtaponía sin orden a los otros, se iluminaban entre sí en conexiones plurales e instantáneas, que yo podía deshacer o modificar a mi antojo, y en las que ninguna imagen anulaba a las otras o alcanzaba una primacía segura sobre ellas, o perdía en beneficio del conjunto su singularidad irreductible»(Muñoz Molina, 2013, 383).