POR DAVID AMEZCUA
Introducción

En una conversación mantenida entre el 24 de mayo y el 1 de julio de 2004 entre el historiador Justo Serna y el escritor Antonio Muñoz Molina, aquél le sugería al autor español que tenía la impresión de que su forma de enfrentarse al mundo siempre había partido de la conjetura creativa o de la tentativa (Serna, 2016, 119). Ante esta sugerencia, Muñoz Molina afirmaba lo siguiente:

«La metáfora del tanteo, de la tentativa, me parece muy adecuada. Lo que yo tengo, para empezar a escribir, no es una idea, una historia que se proyecta delante de mí como un paisaje, un tema, sino más bien un indicio, o una serie de indicios, de imágenes si quiere, que son como esas cosas que se palpan en la oscuridad, y que hay que seguir palpando, tanteando para saber lo que son. Siempre me ha pasado así […]. Lo que uno encuentra tanteando es algo parecido a una metáfora»(Serna, 2016, 119).

En este artículo me ocupo de tres novelas del escritor español Antonio Muñoz Molina (1956): El jinete polaco (1991), Sefarad: una novela de novelas (2001) y La noche de los tiempos (2009). Mi objetivo es mostrar cómo dialogan estas tres novelas entre sí y de qué manera se puede vislumbrar en su urdimbre narrativa una cierta unidad tonal que, desde mi punto de vista, se logra obedeciendo a esa metáfora primigenia de la tentativa que impulsa la escritura del autor español y, en particular, las tres novelas que hemos escogido como casos de estudio.

El jinete polaco: narrar la raíz

Quizá, a la hora de abordar una novela tan compleja y ambiciosa como El jinete polaco (1991), podemos hallar una de las aproximaciones a ella más certeras e iluminadoras en la conferencia «Memoria y ficción», pronunciada por Antonio Muñoz Molina en 1995, y recogida en su libro Pura alegría (1998). En dicha conferencia, este autor afirmaba lo siguiente: «La literatura está hecha de memoria […] y digo que está hecha de, y no tiene que ver con o trata de la memoria, y menos aún del recuerdo, pues la literatura también está hecha de olvido» (Muñoz Molina, 1998, 175). La encarnación más evidente de estos dos ejes vertebradores de la literatura la encontramos en Manuel, el personaje protagonista de la novela. Manuel es, en esencia, un personaje fugitivo, que da la espalda a su pasado y al lugar en el que nació y creció, Mágina, trasunto de la Úbeda natal del autor y espacio poético en el que se desarrolla gran parte de la trama de El jinete polaco (Mainer, 1997). Mágina representa, para el personaje protagonista, un mundo atávico e inerte a cuyos habitantes y familiares Manuel describe en estos términos: «Pensé con desdén, con rencor, casi con odio, que estaban como muertos, que se pasaban así la mayor parte de sus vidas, impotentes, atados a la tierra, invocando fantasmas» (Muñoz Molina, 2002, 244). En su vida adulta, consumada su huida de Mágina, Manuel trabaja como intérprete obligado a viajar y a cambiar de idioma constantemente: reside, en un presente que hunde, sin éxito, sus raíces en una suerte de desmemoria (Herzberger, 2000): «Huyo en secreto, cumplo con una ficticia aplicación mis tareas, converso en dos o tres idiomas igual que si viajara por países o vidas a las que no pertenezco» (Muñoz Molina, 2002, 83).

Sin embargo, es posible imaginar otras razones que impulsen a Manuel a huir de su Mágina natal. David K. Herzberger ha rastreado, en este sentido, la huella cervantina en las novelas de Muñoz Molina y ha sugerido una relación de parentesco entre los personajes de don Quijote y Manuel. Ambos emprenden una huida que es también una búsqueda a través de la cual renuncian al anquilosamiento y a las ataduras del «ser» en pos de las dificultades y el empeño del «hacerse a uno mismo» (Herzberger, 2009, 15). Esta tensión implícita en la huida/búsqueda de Manuel la ha descrito lúcidamente Muñoz Molina en su artículo «Los misterios del ser» al referirse en clave crítica a la política educativa de la comunidad de Andalucía y su reivindicación del «ser andaluz»:

«Lo bueno del Ser es que permite disfrutar de toda clase de privilegios y orgullos sin el menor esfuerzo. Hacerse a uno mismo, llegar a ser algo, son tareas difíciles […]. Ser algo, […] serlo por nacimiento, por genealogía, […] es un regalo magnífico […]. Hacerse, por ejemplo, demócrata, o civilizado, o tolerante de verdad, es un trabajo de años, […] un empeñarse en ir en contra, precisamente, de lo que parecería el “ser” natural […]»(Muñoz Molina, 1996, 140).

Si, como afirmaba Muñoz Molina, el entrelazamiento de la memoria y el olvido es lo que permite tejer la urdimbre de la que está hecha la literatura, en El jinete polaco el emblema de esta alianza se encuentra representado por el cuadro de El jinete polaco. Este cuadro, erróneamente atribuido a Rembrandt y que se halla en la Frick Collection de Nueva York, sostiene simbólicamente las tensiones y ambigüedades que definen los contornos del personaje de Manuel (Herzberger, 2000). Descifrar lo que Manuel ve en el cuadro, o desde qué ángulo posa su mirada sobre él, es algo que sólo podemos hacer de manera tentativa. Lo que sí se podría afirmar es que la ambigüedad que emana de este cuadro es aprehendida e interiorizada plenamente por Manuel y bosqueja, a su vez, las coordenadas espacio-temporales en las que el personaje se ubica:

«[…] La figura del jinete que cabalga por un paisaje donde muy pronto amanecerá o acaba de hacerse de noche, un viajero solitario y tranquilo, alerta, orgulloso, casi sonriente, que da la espalda a una colina donde se distingue la sombra de un castillo y parece cabalgar sin propósito hacia algún lugar que no puede verse en el cuadro y cuyo nombre nadie sabe igual que tampoco sabe nadie el nombre del jinete ni la longitud y latitud del país por donde está cabalgando»(Muñoz Molina, 2002, 20).

 

Tal y como nos cuenta el narrador, el jinete, al igual que Manuel, cabalga sin propósito y hacia un lugar que la frontera física del cuadro no nos permite ver pero que la novela revela en su desenlace final. El nombre de ese lugar oculto e innominado hacia el que cabalga el jinete del cuadro es, de manera simbólica, el mismo lugar hacia el que se dirige el protagonista de la novela y se llama Mágina: el viaje que Manuel ha emprendido a lo largo de su vida es un viaje a la raíz, si bien hay que añadir que no lo emprende sólo sino en compañía de Nadia Galaz, la hija del comandante que decidió mantener la guarnición de Mágina leal a la República, decisión que tuvo como consecuencia un largo exilio en los Estados Unidos (Mainer, 1997, 67). La aparición de Nadia en la vida de Manuel es, por tanto, el motor que impulsa ese viaje (Mainer, 1997, 65; Herzberger, 2000, 134). Y también la razón que motiva la exploración de ese pasado del que Manuel huye pero que proyecta su sombra sobre el presente, un presente en el que no ha logrado instalarse plenamente hasta que se produce su reencuentro con Nadia (Herzberger, 2000, 129): «Siento que vuelvo a Mágina por primera vez porque he llegado desde un lugar donde no estuve nunca. No vuelvo de la huida ni del rencor, sino de ti, no veo la ciudad únicamente de mi memoria, sino también de la tuya […]» (Muñoz Molina, 2002, 526).

La aparición de Nadia en la vida de Manuel forja un nuevo vínculo que es el de «las voces y los testimonios de un mundo que irrumpía en ellos viniendo del pasado […]» (Muñoz Molina, 2002, 10). Y es que, como ha señalado José-Carlos Mainer, «la larga fiesta amorosa de Manuel y Nadia […] abre el camino de la memoria» (Mainer, 1997, 65). Las voces y testimonios que afloran en la intimidad de los dos amantes, durante «ocho o diez días de enero de mil novecientos noventa y uno», «en un piso de la calle Cincuenta y Dos Este de Nueva York» (Muñoz Molina, 2002, 518) en el que se narran a sí mismos y se escuchan, proceden de ese «reino de las voces» que da nombre a la primera parte de la novela y desde cuyas profundidades se evoca un pasado que resuena elocuentemente en el presente y lo dota de sentido existencial (Mainer, 1997; Herzberger, 2000): «Una emoción inaccesible en el fondo del tiempo y estremeciendo a la vez el instante mismo que ahora vive con ella: eso quiere contarle» (Muñoz Molina, 2002, 158).

En este sentido, la afirmación de Muñoz Molina de que la literatura está hecha de memoria y olvido se vuelve especialmente certera y lúcida. La restitución del pasado, forzadamente olvidado por Manuel, al presente es consecuencia del acto de contar, un acto al que el autor español se ha referido como «la médula más antigua de la ficción: alguien cuenta algo y alguien lo escucha» (Muñoz Molina, 1998, 20). Podemos afirmar, pues, que El jinete polaco se asienta en este principio de la narración oral tan medular –por emplear el término del escritor español– en la ficción, y, por extensión, en la literatura.

El pasado restituido al presente en compañía de Nadia bosqueja un horizonte de expectativas en la vida de Manuel del que antes carecía por completo (Herzberger, 2009, 30-31). Manuel se instala plenamente en un presente en el que confluyen, en las palabras del propio personaje:

«[…] Todos los pasados y porvenires que fueron necesarios para que ahora yo sea quien soy, para que los rostros y las edades de los vivos y de los muertos se congregaran ante mí como en el baúl insondable de Ramiro Retratista para que Nadia sucediera en mi vida» (Muñoz Molina, 2002, 33).