En mi opinión este pasaje nos permite dilucidar qué tipo de novela es Sefarad: una novela en la que las diversas voces, testimonios y perspectivas históricas en ella contenidas no compiten, sino que dialogan, activando nuevas conexiones plurales, en beneficio del conjunto en una clara lectura multidireccional de la historia (Valdivia, 2013). Sefarad puede contemplarse, en este sentido, como un gran mosaico compuesto por múltiples teselas: cada tesela, una voz que es única e imprescindible de cara a obtener una visión más completa de ese mapa de todos los exilios posibles que pretende ser esta novela (Amezcua, 2017).
Por otro lado, uno de los aspectos más cruciales que se plantean en Sefarad y que el narrador no elude tratar es la cuestión de la legitimidad de la literatura como un vehículo estéticamente lícito para escribir la historia. Uno de los capítulos que mejor ilustra este cuestionamiento lleva por título «Narva», nombre de una ciudad estonia. En dicho capítulo el «narrador básico» de la novela tiene una cita para almorzar con el psicólogo español José Luis Pinillos. Durante la comida, Pinillos le cuenta al narrador su traumática experiencia en la ciudad de Narva, en la que luchó durante la Segunda Guerra Mundial tras alistarse en la División Azul. En la ciudad Pinillos fue testigo del exterminio al que se estaba sometiendo a la población judía, a través del testimonio de una mujer judía. Tras ese encuentro fugaz, Pinillos no volvería a ver nunca más a la mujer, si bien su recuerdo lo obsesionaría durante el resto de su vida. Es por ello por lo que el psicólogo español decide legar este testimonio al narrador de Sefarad, ya que, como él mismo afirma: «Tengo la obligación de hablar por ellos, tengo que contar lo que les hicieron, no puedo quedarme sin hacer nada […] y que se pierda del todo lo que va quedando de ellos» (Muñoz Molina, 2013, 644). El pasaje que cito a continuación da fiel cuenta del efecto que el testimonio de Pinillos tiene sobre el narrador, y sobre todo evidencia cuán consciente es éste de los límites de la invención:
«Él, que no quiso ni pudo olvidarla en más de medio siglo, me la ha legado ahora, de su memoria la ha trasladado a mi imaginación, pero yo no quiero inventarle ni un origen ni un nombre, tal vez ni siquiera tengo derecho: no es un fantasma, ni un personaje de ficción, es alguien que pertenecía a la vida real tanto como yo, que tuvo un destino tan único como el mío aunque inimaginablemente más atroz, una biografía que no puede ser suplantada por la sombra bella y mentirosa de la literatura [. . .]»(Muñoz Molina, 2013, 637).
Uno de los mayores aciertos de Sefarad lo encontramos en la voz narrativa empleada por Muñoz Molina. El pasaje anterior da cuenta de una voz que se suma al resto de voces que se entrecruzan en la novela. Se trata de un «narrador básico», que se desdobla y que «viaja desde la primera persona del singular hasta la primera del plural pasando por el tú, el él, el vosotros y el ellos» (Valdivia, 2012, 592). De nuevo, al igual que ocurría con El jinete polaco, en Sefarad el acto de contar es la «médula de la ficción», por lo que la oralidad tiene una gran relevancia en el proceso de escritura de esta novela (Valdivia, 2012, 592). Puede decirse, pues, que la oralidad constituye el impulso primigenio que da forma a su arquitectura. En este sentido, Pablo Valdivia ha sugerido que el concepto de poliacroasis, propuesto por Tomás Albaladejo, nos permite dilucidar la compleja relación que se da en Sefarad entre lo oral y la literatura (Valdivia, 2012, 592). Según Albaladejo (2009, 4), «la poliacroasis se produce por el hecho de que el auditorio está formado por varias personas entre las que existen, en mayor o menor grado, diferencias tanto sociales como individuales». En este sentido, las voces que recorren Sefarad, incluida la voz del narrador básico, nos cuentan y se cuentan «la novela que llevan consigo» apelando incluso al mismo lector, a través del uso de la figura retórica del apóstrofe (Valdivia, 2012, 593; Valdivia, 2013): «Y tú qué harías si supieras que en cualquier momento pueden venir a buscarte, que tal vez ya figura tu nombre en una lista mecanografiada de presos o de muertos futuros, de sospechosos, de traidores» (Muñoz Molina 2013, 243). El auditorio de Sefarad es, por tanto, múltiple y su centro de gravedad se encuentra en esa lograda voz narrativa o, como lo ha denominado Valdivia, «yo fluido» (Valdivia, 2013, 680). Quizás el ejemplo más revelador de cómo opera este narrador en la novela lo encontramos en el capítulo «Dime tu nombre»:
«Nunca soy más yo mismo que cuando guardo silencio y escucho, cuando dejo a un lado mi fatigosa identidad y mi propia memoria para concentrarme del todo en el acto de escuchar, de ser plenamente habitado por las experiencias y recuerdos de otros» (Muñoz Molina 2013, 680).
El acto de contar y escuchar constituye, de nuevo, la piedra angular de esta novela. Sin embargo, Sefarad va un paso más allá con respecto a El jinete polaco. Esto ocurre, en gran medida, por la confluencia de la memoria multidireccional y el empleo de un narrador que se ha propuesto la ambiciosa meta de cartografiar en una novela el mapa de todos los exilios posibles.
La noche de los tiempos: inventar tentativamente el pasado
En la misma entrevista con la que he comenzado este trabajo Justo Serna aborda la cuestión de la memoria en la obra de Muñoz Molina y, al responder a su pregunta, el escritor español afirma lo siguiente:
«En cuanto a la memoria…, yo creo, he observado, que hay dos clases de imaginaciones: imaginaciones prospectivas y retrospectivas. La imaginación prospectiva es la del cineasta, la del arquitecto, etcétera: ve cosas que todavía no existen […]. Me temo que mi imaginación es retrospectiva: me interesa más lo que existe o lo que ha existido que lo aún en proyecto, y cuando invento algo es algo que podría haber(me) sucedido, que de algún modo pertenece a un pasado conjetural o verdadero»(Serna, 2016, 127).
Resulta significativo que Muñoz Molina aborde la cuestión de la memoria estableciendo una distinción entre lo que él considera que son los dos tipos de imaginación. Si bien, al mismo tiempo, su respuesta guarda plena coherencia con sus escritos sobre literatura y, especialmente, con el ejercicio del «oficio» de escritor. En «Destierro y destiempo de Max Aub», el título del discurso de ingreso en la Real Académica de la Lengua que Muñoz Molina leyó en 1996, el autor glosa la figura de Max Aub y se refiere a su falso ensayo de historia del arte titulado Jusep Torres Campalans en los siguientes términos:
«Lo que hace Aub, usando lo imaginario, es justo explicarnos el negativo o la sombra de lo real, mostrarnos su parte de azar, de mentira, de artificio. […] Al mezclar siempre, sistemáticamente, historia y ficción, personajes inventados con personas reales, Max Aub nos permite percibir lo histórico en los términos de una experiencia personal, y nos enseña que la historia, que sólo sucedió de una manera ya cerrada, pudo suceder de otro modo, contuvo posibilidades luego abolidas, hechos que estuvieron a punto de ocurrir, que pudieron o debieron ser reales» (Muñoz Molina, 1998, 104-105).
No se me ocurre mejor manera de introducir la novela que quiero abordar a continuación que citando las palabras que Muñoz Molina dedica a la obra de Max Aub, pues, de alguna manera, el autor parece estar describiendo su propia concepción de la memoria/imaginación, que bosqueja en la entrevista realizada por Justo Serna. Dicho de otro modo, esa imaginación retrospectiva que inventa un pasado conjetural o verdadero cristaliza de una manera clara en La noche de los tiempos (2009). En esta novela, se mezcla historia y ficción y conviven personajes inventados con personas reales. Y es en virtud de esa mezcla que podemos percibir lo histórico en «los términos de una experiencia personal» por esa capacidad que tiene la ficción de emocionar al lector (Muñoz Molina, 1998). En este sentido la novela dialoga con Sefarad por la relación que se establece en ambas entre historia, memoria y literatura. Y, sobre todo, establece una profunda relación dialéctica con un pasado, los meses previos al comienzo de la guerra civil española y los primeros meses de ésta, cuya verdad el narrador no presume conocer, pero sí pretende indagar precisamente a través del fructífero diálogo entre historia y ficción (Loureiro, 2010, 33).
En este sentido, uno de los mayores logros de la novela es la voz narrativa que cuenta la historia. En La noche de los tiempos asistimos a un desdoblamiento de esta voz, ya que la novela está narrada en una tercera persona que es también una primera: un yo indagador y narrador, que bien pudiera ser el propio autor, el cual muestra su empeño en imaginar de la manera más fiel posible un tiempo en el que no ha vivido:
«En medio del tumulto de la estación de Pennsylvania Ignacio Abel se ha detenido al oír que alguien lo llamaba por su nombre […]. Lo he visto cada vez con mayor claridad, surgido de ninguna parte, viniendo de la nada, nacido de un fogonazo de la imaginación, con la maleta en la mano […]»(Muñoz Molina, 2009, 11-12).
Lo que logra Muñoz Molina a través de este procedimiento narrativo es alcanzar, paradójicamente, un grado de veracidad que posiblemente no hubiera conseguido si la novela hubiera estado narrada únicamente en tercera persona. La voz narrativa de La noche de los tiempos imagina de manera tentativa el pasado, sin ocultar el esfuerzo que ello conlleva y sin ignorar los límites de la invención, en lo que considero que es un ejercicio de honestidad intelectual digno de elogio, como también son dignos de elogio la exhaustividad y el rigor documental con los que está escrita la novela.
Para Muñoz Molina, tal y como declaraba en su discurso de ingreso en la Real Academia, «inventar es rehacer, no sustituir el mundo, sino restituirlo a la plenitud de lo real» (Muñoz Molina, 1998, 113). En este sentido, en La noche de los tiempos el autor español parece querer restituir el pasado al presente, un presente en el que el autor intenta instalarse y que es siempre contingente (Loureiro, 2010, 33). Esta concepción de la historia y el empeño de la voz narrativa por ser capaz de imaginar y narrar un presente puro y contingente se aprecia de manera clara en el capítulo 24 de la novela:
«En los libros de historia los nombres tienen una rotundidad abrumadora y los hechos se suceden como cadenas inapelables de causas y efectos. En el presente puro que uno quisiera saber imaginar, en el pulso íntimo y verdadero del tiempo, todo es una agitación minuciosa, un aturdimiento de voces que se superponen, de páginas de periódico pasadas apresuradamente y leídas a medias […]» (Muñoz Molina, 2009, 584).