POR MERCEDES CEBRIÁN
El escritor y periodista argentino Roberto Arlt. Fuente: wikicommons

Mentiría si dijera que las Aguafuertes porteñas de Arlt, publicadas en el diario argentino El Mundo entre 1928 y 1933, parecen escritas hoy mismo. No es así: el tiempo ha pasado por ellas y, con su labor silenciosa pero contundente, las ha convertido en un material excelente para acercarse a los personajes arquetípicamente porteños de la década de 1930.

Al leerlas hoy podríamos pensar que la Buenos Aires de Arlt era «más porteña» que la actual, y esa extraña impresión proviene de que esa Buenos Aires de las primeras décadas del siglo XX recreada por Arlt está emparentada con la que retrató Horacio Coppola y coincide con esa misma que hemos aprendido a idealizar a través de imágenes y voces sugerentes, tanto las de los inmigrantes llegados de toda Europa y Oriente Próximo, como las de los maestros del tango más arrabalero o de la lírica que se escuchaba en el Teatro Colón.

Es fuerte la tentación de depositar todos esos elementos que componen nuestra Buenos Aires ideal, y que hemos conocido a través de relatos y películas, sobre esas estampas arltianas, pero para evitar incurrir en evocaciones imprecisas, no deberíamos hacerlo. Para empezar, porque Arlt publicó sus aguafuertes durante la época que en Argentina se conoce como «la década infame», inaugurada con el golpe de estado de Hipólito Yrigoyen en septiembre de 1930, un momento nada fácil para el país, que se sumió en una profunda crisis económica. Por eso, al contar con ese dato histórico que nos permite entender con mayor claridad la sociedad argentina del momento, suspendemos por un momento la idealización de esa Buenos Aires y entendemos plenamente la crítica social presente en muchas de sus columnas y los retratos de unos tipos humanos que no nadan precisamente en la abundancia y que a duras penas sobreviven en una ciudad donde las diferencias socioeconómicas crecen por momentos.

En cualquier caso, estas aguafuertes resultan encantadoras y magnéticas y nos llevan a desear haber sido lectores asiduos de El Mundo –un periódico en formato tabloide muy del gusto de la clase media– para encontrarnos con la sorpresa que Arlt nos tenía guardada a diario, como si se tratase de un chef que idease platos nuevos sin descanso. ¿Optaría ese día por la descripción irónica y afilada de un tipo humano de los que abundan en la ciudad, o se decantaría por analizar una palabra del lunfardo y exprimirla hasta el límite? O, a lo mejor, si se encuentra con pocas ganas de escribir la columna, quizá se lo confiese abiertamente a sus lectores a través de un texto metaliterario que se centra en los detalles de la excusa elegida, la de escribir sobre el vecino que estudia trombón en los veinticinco minutos que tiene para terminar el aguafuerte antes de tomar el subte que le lleva al gimnasio de la Yumen, la asociación YMCA de Buenos Aires. «¿Dará el sujeto del trombón tema de nota para ochocientas palabras?», se pregunta Arlt en alto para que sus lectores lo escuchen, y sin pudor nos hace ver que cada vez le cuesta más terminar las notas porque él, ante todo, se consideraba un «notero», un redactor casi estajanovista de textos periodísticos.

Ya sea en estos textos que beben directamente de la picaresca, o en los que adopta un tono más serio, Arlt nos cautiva siempre a través de lo que muchos de sus colegas (léase ante todo Borges), consideraron su «mala escritura», lastre que retrasó su entrada en el canon de la literatura argentina hasta que el tiempo le hizo justicia.

Al leerlas hoy podríamos pensar que la Buenos Aires de Arlt era “más porteña” que la actual, y esa extraña impresión proviene de que esa Buenos Aires de las primeras décadas del siglo XX recreada por Arlt está emparentada con la que retrató Horacio Coppola y coincide con esa misma que hemos aprendido a idealizar a través de imágenes y voces sugerentes, tanto las de los inmigrantes llegados de toda Europa y Oriente Próximo, como las de los maestros del tango más arrabalero o de la lírica que se escuchaba en el Teatro Colón

Si bien estas aguafuertes nos teletransportan de inmediato a la Buenos Aires narrada por Arlt sin oponer resistencia, al mismo tiempo, no podemos evitar establecer comparaciones con la ciudad que hoy conocemos y eso nos lleva a tirar de ellas para acercarlas a nuestra realidad. Por suerte, en ese tira y afloja es donde tiene lugar la gozosa lectura: sobreponiéndonos a la nostalgia, somos conscientes de que esa Buenos Aires en ebullición lingüística que relata Arlt ya no volverá, y por eso le agradecemos que nos permita asomarnos a ella a través de sus análisis pormenorizados de palabras de moda –le dedica un aguafuerte al término genovés «fiaca» y a otros llegados del italiano como «furbo»– y de sus debates con académicos como Monner Sans, que dirigía constantes reproches hacia lo que consideraba el deterioro del habla cotidiana en Argentina. Sin pelos en la lengua, Arlt le responde con estas líneas: «Los pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista».

Para Arlt, el mejor modo de responder al conservadurismo lingüístico era dislocar el idioma y emplearlo de forma creativa, algo que hacía constantemente, de ahí su uso frecuente de verbos como el expresivo «alacranear», que equivale a hablar mal de alguien y difundir chismes sobre él.

Quizá sorprenda no encontrar en las aguafuertes menciones a los cafés más emblemáticos de Buenos Aires, ni a sus avenidas amplias y paseables. Tampoco aparecen los lugares más turísticos de la ciudad. A cambio, Arlt nos lleva a las confiterías donde la gente encarga su pan dulce, su turrón y su vino y nos sube en el tranvía rumbo a esos barrios populares donde los vecinos sacan sus sillas a la calle cuando refresca y donde las mujeres trabajan a destajo, observadas por una cohorte de vagos redomados que practican la filosofía barata: podemos decir sin temor a equivocarnos que Arlt sentó las bases descriptivas de esa figura detestable que hoy en España llamamos «cuñado», ese varón que cree tener una personalidad arrolladora y cuyo objetivo principal en una conversación es insertar sus puntualizaciones y opiniones contundentes en cualquier resquicio de aquella. El hombre de la camiseta calada, que protagoniza el aguafuerte de igual título, es uno de ellos. «¿Te das cuenta qué buen marido que soy yo?», le dice a su mujer, abnegada planchadora, sin asomo de ironía. Este gandul de marca mayor, tras dormir la siesta se acomoda en el umbral a mirar pasar gente y «a darse esos interminables baños de vagancia que lo hacen cada vez más silencioso y filosófico», en palabras del propio Arlt.

Estamos ante claros ejemplos de crónicas costumbristas en las que se detectan los elementos característicos del género: una lección moral, arquetipos humanos con rasgos tan exagerados como exasperantes – el «jovie» de una de sus aguafuertes es otro buen ejemplo, ese chico que, a pesar de su corta edad, ya tiene ademanes de viejo–, y también una queja de índole nostálgica: las cosas eran mejor antes, los barrios tenían su pozo, se veían caballos trotando por las calles y la gente era más amable. Pero a ese aparente inmovilismo y a esa nostalgia del pasado asociados al género costumbrista, él les da la vuelta, pues al ridiculizar arquetipos como el del hidalgo vago que no da ni golpe mientras su mujer trabaja de sol a sol, Arlt tiene una intención crítica muy marcada: la de comunicar que las cosas no pueden seguir así.

Algo que nos reconforta es leer sus menciones a lugares icónicos de la ciudad que todavía existen: ahí sigue, en la calle Bolívar, entre Moreno y Alsina, el Colegio Nacional de Buenos Aires que aparece en una de sus aguafuertes, si bien hoy sus alumnos son políticamente mucho más activos que aquel joven avejentado («jovie») que él describe con ironía en su columna.

Edición de los Aguafuertes, recopilación de los artículos de prensa del argentino Roberto Arlt

También sigue abierto en Buenos Aires algún taller de compostura de muñecas. A Arlt le parecía que había demasiados: se topaba con uno cada pocas cuadras y le exasperaba la obsesión de estos artesanos por reparar juguetes: «son los que le agriaron la infancia a los pequeños», dice, haciéndonos ver que en sus tiempos el reciclaje era uno de los valores en alza. Hoy, en cambio, daríamos un riñón por seguir viéndolos en nuestras calles. Por suerte, en Buenos Aires no han desaparecido del todo: yo misma podría escribir un aguafuertita sobre Julio Roldán, el artesano que repara muñecas en el barrio de Balvanera en pleno siglo XXI. Búsquenlo en Google, que aparece.

Nadie se libra de la nostalgia: como lectores sentimos saudade del Buenos Aires de Arlt, incluso cuando él mismo añora otros tiempos en los que se vivía más feliz. Cuando evoca el barrio de Flores que conoció de niño («¡Qué lindo, qué espacioso que era Flores antes!») no puede evitar idealizarlo: «En las fincas había cocheras y en los patios, enormes patios cubiertos de glicina, chirriaba la cadena del balde al bajar al pozo». Se acuerda de las quintas, de los eucaliptos y del ambiente del barrio, en que todo el mundo se conocía. Incluso sostiene, sin que se le mueva un pelo, que la gente era entonces menos egoísta, menos cínica e implacable. Y que antes se creía en la existencia del amor.

Llegados a este punto, reconozco que le agarraría de las solapas del traje y lo llamaría al orden. Le diría que no fuese tan simplista, que me está haciendo quedar mal con los lectores de hoy, a los que quiero mostrar que sus columnas son un dechado de inteligencia y plasticidad verbal. Tanto es así que, si bien él se pregunta en su aguafuerte El hombre de la camiseta calada cuándo aparecerá el Charles-Louis Philippe que describa con realismo los arrabales porteños, o «el Quevedo de nuestras costumbres, el Mateo Alemán de nuestra picardía, el Hurtado de Mendoza de nuestra vagancia», sus lectores actuales sabemos que era él quien tenía esa misión y sus columnas destilan la influencia de todos esos escritores a los que admira, incluidos Dickens, Eça de Queirós, Dostoievski y Anatole France, sus maestros declarados, de quienes aprendió a encontrar los tesoros ocultos en los diálogos de la gente de la calle.

Podemos decir sin temor a equivocarnos que Arlt sentó las bases descriptivas de esa figura detestable que hoy en España llamamos “cuñado”, ese varón que cree tener una personalidad arrolladora y cuyo objetivo principal en una conversación es insertar sus puntualizaciones y opiniones contundentes en cualquier resquicio de aquella

Tras leer estas aguafuertes –a partir de 1934 la sección cambia su nombre por el de Buenos Aires se queja– nos preguntamos cómo miraría Arlt las ciudades que no eran la suya, esas otras cuyos códigos y normas se le escapaban por no estar familiarizados con ellos. Pues las miró con atención, y puso sobre el papel sus impresiones en otras colecciones de aguafuertes dedicadas a Galicia y a Río de Janeiro. En sus Aguafuertes gallegas, Arlt desarrolla un afecto inusitado hacia el tesón y el amor al trabajo que detecta en los gallegos. En ellas, escritas durante su viaje a Galicia en otoño de 1935, entona un mea culpa constante, pues le enfada sobremanera que sus compatriotas se consideren superiores a los inmigrantes de Galicia: «nos apoyamos para hacerle fama al gallego, de bruto y estólido, sin darnos cuenta de que esa superioridad es, precisamente, síntoma de debilidad». Queda fascinado ante la talla de piedra, adora el clima, los paisajes y las tradiciones, y por tanto se muestra mucho más benévolo en esas aguafuertes gallegas que en las porteñas. «La gente es ferozmente honrada», dice de los vigueses, y no hay modo de verle asomar su colmillo inteligentemente retorcido en ninguno de estos textos. Solo Santiago de Compostela le resulta un lugar particularmente deprimente («No se vive en Santiago, se perece»), pero el tono que emplea para hablar de la ciudad es grave y melancólico, en sintonía con la opinión que transmite de la propia urbe, a la que califica como «siniestro aparato de ciudad española».

En cambio, la mirada de Arlt sobre Río de Janeiro en sus Aguafuertes cariocas, publicadas en 1930, sigue siendo irónica: los vecinos de la metrópolis de al lado parecen pedirle ese tono. Las comparaciones son constantes, por ejemplo, la ausencia de robos en Río de Janeiro y la libertad de las mujeres para caminar solas le sorprenden gratamente. No obstante, a pesar de ese bienestar que respira en Río, en una de sus aguafuertes cariocas confiesa: «La ciudad de uno es una, nada más. El corazón no se puede partir en dos pedazos. Y se lo tengo entregado a Buenos Aires». Sus lectores actuales damos fe de ello.