ENTRE LA CIENCIA Y LA CREENCIA
La caracterización del morisco como ser supersticioso se forja a partir de un escenario claramente desfavorable para la transmisión y supervivencia de la ciencia árabe en la Península. En este contexto resultan determinantes factores varios como el desplazamiento del galenismo arabizado medieval por el nuevo humanismo médico, la pérdida y posterior prohibición del árabe como lengua de cultura con la consecuente interrupción en la traducción y circulación de obras clásicas, y, especialmente, las múltiples trabas para el acceso de los moriscos a las facultades de Medicina y el posterior ejercicio profesional.
Aunque no falten testimonios de cristianos nuevos que excepcionalmente consiguieron formarse en un entorno académico,[1] como los célebres Alonso del Castillo y Miguel de Luna, alumnos de la Universidad de Granada, o el aragonés Francisco de Villanueva, que había seguido sus estudios en París,[2] la medicina morisca, fluctuante entre la ciencia y la creencia, tradicionalmente se ha entendido heredera de una transmisión oral y unos conocimientos empíricos, caldo de cultivo privilegiado para el desarrollo de prácticas cuestionadas desde la óptica cristiana por su vinculación con la superstición y la hechicería.
Desconectados, supuestamente, no sólo del saber científico imperante, sino también de su propia tradición académica árabo-islámica, los profesionales moriscos, con independencia de su formación y estatus o de su pertenencia a un gremio médico o paramédico, aparecerán repetidamente condenados en procesos inquisitoriales por sus conexiones demoníacas, de las que supuestamente emanaba su don.
Bien conocido es el caso de Román Ramírez que, [3] aunque lector de la entonces recientísima traducción de 1555 de Andrés Laguna de la Materia medica de Dioscórides, será acusado de servirse de pactos con el demonio en el ejercicio de su ciencia. Semejante es el caso del valenciano Gaspar Capdal, «doctor en medicina», cuyo conocimiento de la literatura médica cristiana, a través de obras como el Thesaurus pauperum de Pedro Hispano, no le librará de ser condenado a «coraça de hechicero invocador de demonios» y privado del ejercicio médico de por vida. A éstos, podríamos sumar el también valenciano Jerónimo Pachet, que confesará ante el Santo Oficio tener «dos demonios ligados en dos tablas». Paradójicamente, este último, llamado por la Corte española, salvará la vida de un infante desahuciado por los médicos cristianos, que años después se convertirá en Felipe III, artífice y ejecutor de la expulsión de los moriscos.
De otros profesionales, aunque no conste que recurriesen directamente al demonio, sabemos que practicaban una ciencia poco ortodoxa, como el «berberisco cirujano» Francisco de Córdova, procesado en Toledo, que se servía de su saliva y de unas sospechosas «cedulillas escriptas» con contenidos coránicos para curar nada menos que el mal de amores. Procedimientos a medio camino entre la medicina y la magia que también empleaba el renombrado Cosme Calavera,[4] médico que ejercía en tierras de Aragón, o el doctor Juan de Toledo, «médico morisco de los antiguos», condenado a galeras en 1610 por prácticas mágicas y adivinatorias.[5]
Médico y sanador morisco, aunque eficientes y, durante tiempo, valorados incluso fuera de su comunidad, se transforman en terapeutas malditos sobre los que se hacen pesar las más graves acusaciones, entre ellas, la de atentar contra los cristianos viejos por medio de sus prácticas. De esta denuncia se hace eco el dominico Jaime Bleda en 1618, quien refiere los «estragos» de médicos judíos y moros que «en las medicinas echaban ponzoña con la que mataban muchos cristianos».[6] Ejemplo de estos pérfidos moriscos a ojos de la Inquisición será el aragonés Luis Comor, que a finales del siglo xvi encontramos ejerciendo en la ciudad de Huesca, y que «con su medicina y ciencia havía muerto más de veinte clérigos»,[7] o un tal Castellano, de la localidad valenciana de Benimodo, que mucho más moderado en su inquina, se había propuesto «matar de diez, uno».[8] Como resultado de estas suspicacias cristianas, ya desde época mudéjar son numerosas las sentencias y ordenamientos, reales y eclesiásticos, que, con más o menos éxito, prohibían el ejercicio médico a los musulmanes, hasta que en 1607, ya de forma definitiva, lo hagan las Cortes de Castilla.
Creo que no es necesario insistir en que, en estos y otros casos, tras las férreas disposiciones inquisitoriales, junto al celo profesional de sus colegas cristianos, en realidad se escondía un temor tanto al mantenimiento de la práctica del criptoislamismo como al riesgo de reislamización de los recién convertidos. Buen ejemplo de ello son las medidas tomadas en el Sínodo de Guadix de 1572, por las que se prohibía a los médicos moriscos la visita a sus correligionarios.[9]
Esta caracterización, que hasta aquí he esbozado, de los profesionales musulmanes y sus prácticas terapéuticas sin duda se ha visto condicionada por el hecho de que, más allá de las referencias contenidas en la documentación del Santo Oficio, tal y como señala García Ballester «desde el punto de vista de su expresión escrita en relación con la medicina y su práctica, la comunidad morisca aparece como absolutamente muda».[10]
Ahora bien, como ya advirtió Juan Carlos Villaverde, pasaba por alto García Ballester la propia voz de los moriscos que, lejos de un supuesto mutismo, dejaron importante testimonio de su terapéutica, tanto médica como creencial, en los códices aljamiados.[11] Ciertamente, los manuscritos moriscos, en los que se basan las prácticas de un amplio elenco de profesionales (alfaquíes, sanadores, curanderos, cirujanos, médicos, físicos, etcétera), conforman un interesantísimo corpus que nos ofrece una visión fidedigna de la terapéutica de estas comunidades en la que la ciencia y la creencia coexisten de forma armoniosa.
Con relación a las prácticas médicas, el mismo Villaverde puso de manifiesto la existencia y el interés de unos cuantos recetarios y textos médicos contenidos en los códices aljamiados que, más allá de sus posibles fuentes árabes, nos permiten establecer conexiones de la medicina morisca con la España cristiana, prueba de la porosidad existente entre ambas comunidades.[12]
En cuanto a las prácticas creenciales, son varios los textos que se han dado a conocer en los últimos años. Así, el Misceláneo de Salomón, editado por Albarracín y Ruiz, volumen anónimo de factura mudéjar redactado mayormente en árabe y que, aparte del contenido propiamente mágico, presenta capítulos de medicina, farmacopea, pronósticos, etcétera.[13] Algunos aspectos de este tratado aparecerán igualmente en el Libro de los dichos maravillosos, volumen editado y estudiado por Ana Labarta, que contiene distintas obras de magia blanca e incluso alguna receta médica.[14] Junto a estos libros de magia, cuya edición ha sido determinante en el conocimiento de la heterogénea terapéutica de estas comunidades, debemos mencionar los recetarios de carácter mágico que aparecen entreverados, en otro tipo de obras, en no pocos manuscritos aljamiados, de los que me ocupé en su momento.[15]
Ambos tipos, el científico y el creencial, coexistieron durante siglos, y así lo siguieron haciendo entre mudéjares y moriscos, influyéndose mutuamente, sin que no siempre sea posible deslindar una frontera nítida entre uno y otro.[16] Testimonio de la convivencia de ambas realidades, los códices aljamiados nos revelan una cultura terapéutica compleja, que de alguna manera nos obliga a replantearnos la supuesta degradación científica de estas comunidades.[17]
Si bien desde nuestra percepción actual de la enfermedad y la curación existe una tendencia lógica a establecer una marcada línea divisoria entre medicina y magia, como ya Harvey señaló, esta frontera parece difícil de trazar a la vista de algunos testimonios aljamiados.[18] Es este el caso del códice de la Arcadian Library, que aquí nos ocupará, en el que, sin duda, opera otra forma de entender estas realidades.[19]
MANUSCRITO ALJAMIADO DE LA ARCADIAN LIBRARY DE LONDRES
Redescubierto hace unos años, el manuscrito aljamiado-morisco conservado hoy en la Arcadian Library de Londres fue vendido inicialmente en la casa de subastas Brill de Leiden. [20] En 1993 el códice será subastado nuevamente en el anticuario londinense de Bernard Quaritch, momento en el que para su inventariado en el correspondiente catálogo fue descrito someramente por Harvey.[21] En este año se pierde la pista sobre su fortuna, hasta que, hace ya algún tiempo, Juan Carlos Villaverde me informó de su paradero en la capital inglesa,[22] de la que, tras su venta, el códice nunca llegó a salir.[23]
El manuscrito (213 x 155 mm, 101 fols.) aparece identificado en el propio catálogo de la biblioteca londinense como Kitāb as-sirr al-ḫāfī fī cilm ar-rūḥanī li-Abī cAbd Allāh ar-Rayḥānī, de acuerdo con la anotación del fol. 1 r, de mano oriental, sin que sea evidente una relación directa entre este supuesto título y el contenido de la obra. A partir del tipo de papel veneciano empleado en su ejecución, de las características paleográficas y de algunas anotaciones marginales en escritura nasḫī, Harvey hipotetizó con una datación de principios del siglo xvii[24] y una procedencia norteafricana, sin descartar tiempo después que este hubiese sido compuesto en la Península y llevado posiblemente a Túnez por sus propietarios tras la expulsión.
Si bien su procedencia sigue siendo un enigma, el códice londinense presenta grandes semejanzas en cuanto al contenido con el ya mencionado ms. Junta 22 de la Biblioteca Tomás Navarro Tomás del CSIC, conocido como Libro de los dichos maravillosos, que, procedente del hallazgo de Almonacid de la Sierra, es posiblemente anterior a nuestro manuscrito. A esta filiación, ya señalada en su momento por Harvey, podemos añadir ahora su evidente relación, aunque en menor medida, con los materiales que conforman la carpeta de papeles árabes y aljamiados conservada en el Arxiu Històric de Barcelona,[25] en la que encontramos varias recetas y representaciones mágicas (ruedas, cuadrados numéricos, figuras pseudoantropomorfas) comunes a los tres códices.
Como estos manuscritos, el códice de la Arcadian está compuesto fundamentalmente por un amplio recetario mágico, entreverado de remedios que podríamos considerar pertenecientes a la medicina «culta», y cuyas fuentes, en consecuencia, difieren de las del resto del contenido. Aunque Labarta cuestiona, en lo que respecta al ms. Junta 22, su utilidad como fuente para el estudio de los conocimientos médicos que poseían los moriscos,[26] creo que el valor de estos testimonios no debe desdeñarse a priori, puesto que algunas de estas recetas, comunes en su mayoría a los dos manuscritos, arrojan sin duda luz sobre las relaciones existentes entre la medicina creencial y la académica.