POR CARLOS M. MADRID CASADO

«Para que entienda [el príncipe] lo práctico de la geografía y cosmografía (ciencias tan importantes que sin ellas es ciega la razón de Estado), estén en los tapices de sus cámaras labrados los mapas generales de las cuatro partes de la tierra».

Saavedra Fajardo, Empresas políticas, V, 1642

 

Durante la conquista de México, Hernán Cortés preguntó a Moctezuma si en la costa existía algún río donde los navíos españoles pudieran estar a resguardo. El huey tlatoani envió a sus pintores a los confines del imperio azteca. Estos regresaron a Tenochtitlán con detallados dibujos del litoral, en los que apareció un lugar idóneo: el río Coatzacoalcos, de ancho cauce y aguas mansas, tanto que algunos pensaron que se encontraban ante el ansiado paso entre la mar del Norte y la mar del Sur (Vélez 2019, 142). La tela de amate que los pintores aztecas entregaron a los españoles fue probablemente completada por manos hispanas con nombres e indicaciones en castellano. Cabe imaginar que este lienzo mestizo, cuyo proceder anticipa el de las relaciones geográficas de Indias, fue el primer destello de lo que luego sería la cosmografía novohispana.

Aún más: Cortés acompañó su segunda carta de relación dirigida al emperador Carlos, fechada el 30 de octubre de 1520, con un mapa del golfo de México y un plano de la ciudad de Tenochtitlán. Y entre la hueste cortesiana había personajes con conocimientos rudimentarios de cosmografía. Descontando al piloto Antón de Alaminos, las crónicas hablan de la presencia de Alonso García Bravo, un jumétrico (de geométrico, una suerte de alarife o agrimensor, que trazó el damero hipodámico de la nueva ciudad de México, y cuya mano pudo estar detrás del mapa del golfo de México), y de un tal Botello, astrólogo.

Pero, ¿qué es la cosmografía y qué significó en la exploración, conquista y poblamiento de la Nueva España? La cosmografía fue la ciencia, al servicio del imperio español, que se encargó de estudiar las tierras, la naturaleza y las gentes del Nuevo Mundo. La cosmografía no sólo siguió al águila del imperio, sino que hizo posible su vuelo, pues no hay imperio sin mapas. La Corona precisaba del trazado de cartas náuticas correctas, así como de cartografiar con precisión las regiones descubiertas, a fin de que la expansión marítima y territorial resultase factible. El compás, esto es, el instrumento utilizado para echar el punto sobre el mapa, fue compañero inseparable de la espada, la cruz y la pluma. Era necesario cercar las tierras conquistadas por la espada confeccionando manteles (mapas), para que los procesos de aculturación ligados a la cruz y la pluma pudieran desarrollarse sobre el terreno. «A la espada y al compás, más, más, más y más» fue el lema que adoptó Bernardo de Vargas Machuca en el grabado inserto en su Milicia y descripción de las Indias (Madrid, 1599), que lo representa marcando con un compás el hemisferio occidental de la esfera del mundo y aferrándose, al mismo tiempo, con su mano izquierda a la espada.

Los cosmógrafos pusieron la Nueva España en el mapamundi, la pintaron en el globo terráqueo. De hecho, la conquista de México fue simultánea de la circunnavegación de la esfera terrestre dada por Magallanes y Elcano. Los globos grises que custodiaban los filósofos griegos se colorearon poco a poco de líneas y áreas, con nuevos mares y tierras. Así, en el mapamundi elaborado por Juan Vespucio en Sevilla en 1526 la silueta geográfica del virreinato es ya reconocible. En ese mapa se representa tanto la ciudad de México como los descubrimientos consecuencia de la vuelta al mundo. Al tiempo que se demostraba definitivamente la teoría de la esfericidad de la Tierra que venía rodando desde los antiguos (modificando su diámetro), se desterraba la teoría medieval que sostenía que la esfera terrestre se sumergía, en parte, en una esfera de agua.[1] La cosmografía ibérica arrumbó la cosmografía heredada.

En su objetivo de conocer las características de una ecúmene en expansión, los cosmógrafos elaboraron mapas y descripciones que combinaban un abanico de saberes: geometría esférica, geografía, astronomía e historia natural. Euclides y Ptolomeo aparecían junto a Aristóteles. El mundo se ubicó en una retícula matemática formada por paralelos y meridianos, que reconfiguró sus partes en términos de latitud y longitud, de manera que la medición de los cuerpos celestes permitía fijar la posición de cualquier accidente en la esfera terrestre.

Frente a la erudición libresca y los relatos de autoridades clásicas, los cosmógrafos privilegiaron los relatos de primera mano (las crónicas y las relaciones) y las pesquisas empíricas (observaciones astronómicas, cuestionarios indianos, viajes de exploración ex profeso). De hecho, un buen número de cosmógrafos fueron viajeros experimentados, como el bachiller Fernández de Enciso, que en su pionero tratado de cosmografía Suma de geographia se preciaba de consultar a «la experiencia de nuestros tiempos, que es madre de todas las cosas» (Sevilla, 1519). La cosmografía cristalizó como una hibridación de teoría y experimento, que servía de brazo tanto a la praxis navegante (con esa suerte de manuales que eran los regimientos de navegación) como a la exploración ultramarina (con mapas como el padrón real, considerado como la contribución fundamental a la confección del mapa del mundo), pues el Atlántico, el Índico y el Pacífico no eran el Mediterráneo, ni las Indias eran Europa.

Las bases de lo que suele llamarse la revolución científica hay, precisamente, que buscarlas entreveradas en el descubrimiento y la conquista de esa quarta pars que era el Nuevo Mundo. El factor América es insoslayable. Antes de la nueva ciencia, con sus aparatos (el telescopio o el microscopio) y sus matemáticas (el cálculo), los cosmógrafos hispanos y lusitanos mostraron el poder de los suyos (la ballestilla, el cuadrante, el astrolabio, la brújula y las cartas) y de las suyas (la geometría esférica). La práctica se reunió con la teoría, antes que en los laboratorios, en las naves, los gabinetes de curiosidades, las cámaras de maravillas, las cátedras de cosmografía, la Casa de la Contratación, el Consejo de Indias y otras instituciones de la España imperial.[2]

 

COSMÓGRAFOS ERRANTES

El nombre Nueva España se debe supuestamente a Juan de Grijalva, pero aparece escrito por vez primera en una diligencia de probanza relacionada con la conquista de México (Vélez 2019). La elección de tal nombre para el futuro virreinato no es casualidad sino muestra del ánimo de reproducción de la sociedad de partida en un entorno cuya diversidad de paisajes recordaba a la España peninsular.

Aparte de los mapas enviados por Cortés, una de las primeras reliquias cosmográficas novohispanas de que tenemos noticia es el llamado mapa de Uppsala (por su localización) o mapa de Santa Cruz (por su autoría, atribuida al cosmógrafo Alonso de Santa Cruz), que representa con pintura muy precisa la ciudad de México alrededor de 1550, y cuyo esbozo debió de ser trazado por manos mestizas en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, donde frailes e indígenas colaboraban (León-Portilla y Aguilera 2016). Por otra parte, entre las primeras descripciones de la Nueva España se cuenta la perdida descripción despachada a Madrid en 1532, para la que se comisionó al licenciado Juan Ponce de León a fin de saber «el grandor de la nueva España y provincias della». Desde muy temprano, el Consejo de Indias exhortó a la realización de mapas y descripciones, instrucciones que incentivaron una serie de peticiones cuyas respuestas compiló el cosmógrafo real Alonso de Santa Cruz hacia 1556.

Desde mediados del siglo xvi, hay testimonios de cosmógrafos enviados a la Nueva España desde los centros peninsulares (el Consejo de Indias, la Casa de la Contratación y la Academia Real de Matemáticas) con el propósito de tomar descripciones y levantar planos para el recorrido de aquella terra incognita. La mayor oleada de cosmógrafos viajeros respondió a las indicaciones de Felipe II, que siguió el consejo del jurisconsulto Juan de Ovando, que tras realizar una visita (una auditoría) al Consejo de Indias en 1569, terminaría presidiéndolo desde 1571 hasta su muerte. Este sacerdote se quejó de la ignorancia que se cernía sobre las Indias occidentales, lo que dificultaba su administración. Al tiempo que favoreció la codificación de las leyes de Indias, proyectó la creación de un corpus de información cosmográfica actualizada que estuviera disponible a los miembros del Consejo de Indias. Conforme a las Ordenanzas de 1571, se instauró un complejo sistema de recopilación de información de las provincias de Indias y se nombró para el peinado de los archivos a un cosmógrafo-cronista: Juan López de Velasco, quien no sólo debía elaborar descripciones y mapas, así como hacer tablas de la cosmografía de Indias (registros de coordenadas), sino componer la historia de aquellas tierras (Portuondo 2013, cap. 3).

La gestión de Ovando impulsó la recogida metódica y pormenorizada de informes provenientes de las Indias. Así, las Ordenanzas mandaban «tener hecha descripción y averiguación cumplida y cierta de todas las cosas del estado de las Indias, así de la tierra como del mar, naturales y morales…». En lo tocante a la cosmografía, había que fijar la posición con arreglo al meridiano de Toledo, determinando la altura (latitud) y la longitud. Además, se establecía que la población nativa había de contribuir con las pinturas que empleaban para dar a entender cosas semejantes, lo que en el caso de la Nueva España significó la participación del Colegio de Tlatelolco.

Pero el proyecto de recopilación de informes sobre diversas materias diseñado por Ovando era demasiado costoso, pues exigía la disponibilidad de personas preparadas y la escritura de laboriosos mamotretos. Para 1576, el cosmógrafo-cronista López de Velasco apostó por la sustitución de los informes por cuestionarios. En vez de escribir aparatosos libros, los receptores de los cuestionarios debían responder sucintamente a una serie de preguntas. Inspirado tal vez en los cuestionarios que se enviaron a diversos pueblos para recabar información en 1574 (las llamadas relaciones topográficas de España), López de Velasco sopesó formar un archivo de relaciones geográficas de Indias. La cincuentena de preguntas se estructuraba de la siguiente manera, a saber: tras preguntar el nombre de la región, y qué significaba en lengua indígena, se preguntaba quién había descubierto y conquistado el territorio. Después, en lo que nos atañe, la sexta pregunta indagaba la altura (latitud) de la ciudad principal (lo que podía determinarse observando el Sol o la estrella polar). Las siguientes preguntaban diferentes distancias, y así continuaba un popurrí de cincuenta variadas cuestiones geográficas y de historia natural y moral (traza de las ciudades, costumbres de los indios, flora y fauna, recursos minerales, etcétera).

Cuando los cuestionarios, impresos al amparo de la real cédula de 1577, titulada Instrucción y memoria de las Relaciones que se han de hacer para la descripción de las Indias, comenzaron a llegar a América, el virrey de México, Martín Enríquez, los repartió por la Nueva España. En 1583, las respuestas a la primera hornada de cuestionarios de Indias empezaron a llegar ante López de Velasco. Junto a los textos, llegaron mapas de comarcas, pueblos y puertos. Mientras que algunas de esas pinturas son esquemáticas, las procedentes de Nueva España son muy expresivas, dada la importante tradición pictórica indígena (Mundy, 1996, 30). Las pinturas realizadas por indios pintores o tlacuiloque (por decirlo en náhuatl) utilizaban, en lugar del papel europeo, el amate. En estas representaciones de factura nativa, la técnica local engranó con el estilo europeo. Esta combinación hace de las relaciones geográficas una síntesis de saberes hispanos y amerindios, donde es difícil distinguir la mano del artista ibérico de la mano del artista azteca, mixteca o zapoteca, lo que ha hecho correr ríos de tinta (Sánchez Martínez y Pardo Tomás, 2014).

Como complemento, dado que los cuestionarios sólo pedían la observación de la latitud, López de Velasco urdió un ambicioso programa de estimación de longitudes, aprovechando que entre 1577 y 1588 iban a producirse una docena de eclipses lunares. Como la solución definitiva al problema de la longitud no llegó hasta el siglo xviii (mediante el transporte de relojes de precisión o cronómetros), los cosmógrafos hispanos calculaban la longitud entre dos puntos mediante la determinación de la diferencia horaria en la observación de un eclipse y, de este modo, fijaban las coordenadas geográficas de ciudades novohispanas como México o Veracruz. Ya en 1537, Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España, había realizado una primera observación astronómica a instancias del cosmógrafo Alonso de Santa Cruz para averiguar la longitud de la Ciudad de México respecto a España. Pero los planes de López de Velasco estaban a otra escala. El pliego enviado al Nuevo Mundo daba instrucciones pautadas acerca de la fabricación del instrumento de observación y de cómo y cuándo usarlo, sin necesidad de que el destinatario fuese un experto en cosmografía. Simultáneamente, en la península, el cosmógrafo Rodrigo Zamorano en Sevilla y el astrónomo Jerónimo Muñoz en Salamanca repetirían las observaciones. Pese a los diversos problemas que aparecieron (relacionados con la llegada tardía de las instrucciones, la falta de celo en la construcción del instrumento, la confusión por parte de Velasco de dos eclipses solares con lunares y las cambiantes condiciones meteorológicas), el programa logró estimar satisfactoriamente la longitud de varias ciudades hispanoamericanas.

En efecto, el eclipse lunar de noviembre de 1584 fue observado por varios funcionarios al servicio del arzobispo y virrey Pedro Moya de Contreras en los tejados de las casas reales de la ciudad de México respetando las indicaciones de López de Velasco. Y también fue observado desde allí por dos cosmógrafos viajeros. Por un lado, Francisco Domínguez de Ocampo, cosmógrafo de origen portugués que había pasado a América en 1571 con la expedición botánica de Francisco Hernández con el cometido de cartografiar la Nueva España a fin de recordar la localización de las plantas medicinales que se recogiesen, y a cuya conclusión en 1577 quedó en México ganándose la vida haciendo cartas y fabricando instrumentos náuticos. Por otro lado, un joven matemático y astrónomo llamado Jaime Juan, natural de Valencia y alumno de Jerónimo Muñoz. Jaime Juan se encontraba en México comisionado por Juan de Herrera, el geómetra y arquitecto que fundó la Academia Real Matemática bajo el auspicio de Felipe II. A finales de 1582, Herrera había pergeñado la delimitación de las ambiguas fronteras del imperio mediante el envío de exploradores científicos. En concreto, Jaime Juan debía viajar a la Nueva España y después continuar su viaje hasta las Filipinas, con objeto de realizar las observaciones astronómicas pertinentes (algunas de ellas con instrumentos fabricados por el propio Herrera) para fijar las coordenadas de latitud y longitud de la Ciudad de México, Manila y los principales puertos en la costa atlántica y pacífica. Jaime Juan conseguiría alcanzar Manila, pero moriría de fiebres al poco de desembarcar (Portuondo, 2013, 108-113).