Uno de los autores que evidencian ese proceso con mayor espectacularidad es el ya mencionado Pedro Peix, quien inicia su carrera en 1974 con la novela El placer está en el último piso y con los cuentos (en el sentido más arriba indicado) de su libro La loca de la plaza de los almendros (1978), en los cuales todavía resulta evidente el cronotopo imaginario (utópico-ucrónico) que marca los cuentos de Rulfo. Dos años más tarde, sin embargo, incluye en La noche de los buzones blancos (1980) varios textos que muestran su rápida transición hacia el relato, sobre todo el que se titula «Los hitos». En estos textos, el cronotopo evoluciona hacia una figuración ficticia de ciertos pasajes de la historia dominicana (la alusión al tirano Ulises Heureaux en «Los hitos», a través del personaje llamado Lilís Cienfuegos resulta evidente), como posteriormente lo hará con la «era de Trujillo» en los ya mencionados Los despojos del cóndor y Pormenores de una servidumbre. Hacia esta misma época, incursionarán en esta vertiente narrativa varios autores reconocidos, entre los cuales destacan Pedro Uribe (1949), autor de Círculo de ceniza (1986) y Manuel Rueda, poeta y músico de gran renombre que se estrena en la narrativa breve en ese período con un libro importante titulado Papeles de Sara y otros relatos (1985). En 1987, Peix aborda el relato fantástico y la ficción pura en los relatos y microrrelatos que reúne bajo el título El fantasma de la calle El Conde, aunque continuará practicando el relato de historia ficción en numerosos textos que no recogerá en forma de libro («Los muchachos del Memphis», «22-22», etcétera).

Otro importante narrador de este período que muestra una versatilidad parecida a la de Peix respecto a su capacidad para reciclar el «cuento» y convertirlo en «relato» es Diógenes Valdez (1941-2014). A menudo se pierde de vista que prácticamente toda la obra narrativa de Valdez se desarrolla en el último cuarto del siglo xx, a partir de la publicación de su primer libro de relatos, titulado El silencio del caracol (1978), al cual le siguió Todo puede suceder un día (1982) y La pinacoteca de un burgués (1992). Aparte de estos títulos, también publicó cinco novelas y varios libros de ensayos. La mayoría de sus relatos desbordan el plano de lo estrictamente literario para abordar con distintos grados de profundidad aspectos de corte filosófico, sicológico, mitológico, sociológico, etcétera.

En sentido general, sin embargo, la mayoría de los autores que surgen en este período —salvo aquellos que se encuentran inmersos en una militancia política que los lastrará hasta el final de la década de 1990— han cobrado consciencia de la improductividad característica de todos los esquemas binarios del tipo «cuento»/«relato» y otras distinciones genéricas. Uno de los que con mayor brío la rechaza en este período —al punto de declararse desde muy temprano un autor «degenerado»— es René Rodríguez Soriano (1950). Su primer libro, titulado Todos los juegos el juego (1986), más allá del homenaje tácito a Julio Cortázar, constituye la primera muestra del alfabeto lógico que este autor desplegará en el curso de las décadas subsiguientes. Como la de otros autores de este momento, la suya es una prosa híbrida en la que una línea de escritura lírica se trenza a otra línea de escritura narrativa. Asimismo, los cronotopos de sus relatos ya trascienden el universo figurativo del espacio insular y comienzan a explorar otros horizontes culturales, aspecto éste que constituirá uno de los ejes principales de la narrativa escrita en el curso de la década siguiente. Esto último resulta notorio en libros suyos posteriores, y de manera particular en Su nombre, Julia (1991), Para esta noche (1992) y La radio y otros boleros (1996).

Las observaciones anteriores me permiten resaltar dos aspectos relacionados con el tránsito que los narradores dominicanos realizan de la forma «cuento» hacia la forma «relato». El primer aspecto es la coincidencia de dicho tránsito con la sistematización del empleo de la prosa poética por parte de numerosos escritores que publican sus primeros libros de relato en ese período, entre los cuales cabe citar a Rafael García Romero (1957), autor de Fisión (1983); Fernando Valerio-Holguín (1956): Viajantes insomnes (1983); Ángela Hernández (1954): Los fantasmas prefieren la luz del día (1986); Carmen Imbert Brugal (1954): Infidencias (1986), entre muchos otros.

El segundo aspecto tiene que ver con la coincidencia entre el tránsito hacia la forma relato y el acceso de nuestros escritores a nuevas y más variadas manifestaciones de la modernidad, y muy especialmente, del turismo, los viajes y el contacto con otras sensibilidades distintas a la insular. En ese sentido, importa señalar que un número importante de los autores que surgen en el curso de los años ochenta pasarán a engrosar las filas de la «diáspora» establecida en distintos lugares de los Estados Unidos cuando estallen las tres crisis que convulsionarán la sociedad dominicana a partir de la segunda mitad de esa década, a saber: crisis económica, en primer lugar, la cual alcanza un nuevo pico en 1984, año en que el gobierno de Salvador Jorge Blanco (PRD) firma el pacto con el FMI, lo cual activó una intensa ola de protestas que fue duramente reprimida; crisis política, en segundo lugar, la cual conduciría a los partidos tradicionales a buscar salidas de contingencia a sus impasses internos en el curso de la primera mitad de la década siguiente, marcando así la tendencia característica de esta época en la que abundarán los «pactos», las «alianzas» y las «fusiones»; crisis cultural y educativa, en tercer lugar, la cual pasará a convertirse en un problema para los sectores dirigentes del país a partir del inicio de las discusiones que culminarían con la creación, en 1995, de la Organización Mundial del Comercio, pues es entonces cuando comienzan a preverse y a presupuestarse los costos de capacitación de los nuevos agentes que el país necesitará para atender las exigencias que implicará el abandono, que tiene lugar en esa década, del antiguo modelo de economía primaria basada en la producción agrícola y la consecuente adopción de una economía terciaria fundamentada en la prestación de servicios, principalmente turísticos.

 

SEGUNDA RUPTURA: LA REORGANIZACIÓN DEL CORPUS DE NARRADORES DOMINICANOS EN LOS AÑOS 1990-2000

Ésta es la década en que empieza a sobresalir la producción literaria de numerosos autores que habían emigrado hacia los Estados Unidos de Norteamérica en distintos momentos de los años ochenta e incluso antes. Es también entonces cuando varios autores residentes en la R. D. comienzan a proponer textos en los que se plantea una segunda ruptura que buscará desplazar, ya no la forma «relato» ni la forma «cuento», sino el registro expresivo metafísico de los autores de los ochenta: adecuándose a las nuevas modas narrativas que priman en ese período en toda Hispanoamérica, estos autores escribirán textos breves a los que llamarán indistintamente «minicuentos» y/o «microrrelatos», adoptarán como base enunciativa los giros expresivos coloquiales en primera persona y los temas propios del «realismo sucio» carveriano, retomarán algunos tópicos propios del existencialismo tardío norteamericano (Miller, Capote, Kerouac, etcétera). También, en líneas generales, estos autores producirán textos formalmente inscritos en el esquema propio del relato, aspecto en el que coinciden con la principal herencia formal de los representantes del período anterior.

De hecho, no sólo la producción de los autores de la «diáspora» parece eclipsar en ocasiones la de los autores de «la capital», sino que el caldeado ambiente ideológico de la primera mitad de la década de 1990 servirá de amplificador a una larga serie de reivindicaciones que rápidamente recordarán a las autoridades dominicanas que los caminos de la literatura son los mismos de la política. Será, pues, en esta década cuando la mayoría de los autores dominicanos descubrirán la verdadera función política de la escritura o, para decirlo con palabras de Homi K. Bhabha, que «la textualidad es el síntoma verbal de un sujeto político dado» (Bhabha, H.: 2002).

En ese período, en efecto, tanto en el país como en las comunidades dominicanas de los Estados Unidos se multiplican las antologías, proliferan los debates y se activan grupos de intelectuales y escritores que comienzan a dar cuerpo a esos constructos ideológicos que son las nociones de literatura nacional, literatura dominicana, literatura femenina, literatura de la diáspora dominicana, etcétera. Todo indica en este momento que los autores dominicanos se han hecho súbitamente conscientes de que sólo el activismo colectivo podrá permitirles alcanzar aquello que muy pocos individuos han alcanzado, ora por la vía de privilegios, ora recurriendo a toda clase de oportunismos. Quedará, de esta manera, definitivamente expuesta, para todo el período que se abre en esta década, la trabazón existente entre política y literatura, algo que la metafísica infusa que predominó durante los años ochenta había intentado inútilmente borrar.

Como resultado de esos activismos, a lo largo de toda esta década —pero sobre todo a partir de la siguiente—, ganarán visibilidad numerosos dominicanos establecidos en distintos puntos de los Estados Unidos. Es entonces cuando se inicia el difícil acceso de la narrativa dominicana hacia la escena internacional. De hecho, la primera escritora importante de esta década fue Julia Álvarez (1950), miembro prominente de la comunidad dominicana de los Estados Unidos. No obstante, esta autora descolló en el campo de la novela a partir de la publicación en lengua inglesa de How the García Girls Lost Their Accents (1991), lo cual la aparta del corpus al que me refiero en este ensayo.

En cambio, es sin duda Junot Díaz (1968) el más notorio de todos los narradores dominicanos que surgen en la década de 1990. Desde su publicación en lengua inglesa, Drown (1996), su primer volumen de relatos, se convirtió rápidamente en una importante referencia, no sólo para el público lector, sino también para la crítica, anticipando el éxito que conocerán otros trabajos suyos posteriores. La indiscutible dominicanidad del narrador que inventa Díaz en Drown contrasta con la causticidad de los comentarios que él mismo le asigna a numerosas instancias del ser y del hacer cultural de su país de origen. Esto explica por qué los relatos de Junot, una vez traducidos y publicados en lengua española, primero bajo el título Los boys y luego bajo el de Negocios, hayan suscitado tantos admiradores como detractores, si bien es cierto que las razones argumentadas en su contra han sido en su mayoría de tipo ideológico.

Mientras este acelerado proceso de reclasificación de los autores dominicanos estremece favorablemente a la comunidad dominicana de los Estados Unidos, otros colectivos de autores se organizan en el territorio insular para exigir una mayor visibilidad y participación en la escena literaria dominicana. Uno de esos colectivos es el de las escritoras, el cual también encuentra representación entre las académicas dominicanas establecidas en los Estados Unidos, sin menoscabo de la larga trayectoria de reivindicaciones desarrollada por los colectivos feministas de la R. D., al menos desde los últimos años de la dictadura trujillista. El otro colectivo importante es el que integran numerosos autores residentes en ciudades y pueblos del interior del país, quienes desde la década anterior habían comenzado a nuclearse en torno al «movimiento interiorista», que dirige Bruno Rosario Candelier, presidente de la Academia Dominicana de la Lengua. Todas estas y otras mutaciones semejantes del ethos de los autores dominicanos contribuirán a reactivar el ritmo de la vida literaria dominicana en el curso del período 1990-2000.

No obstante, es en lo que toca a los aspectos relativos a la lógica narrativa y en los referentes al ritmo y la enunciación del relato donde las mutaciones que tienen lugar en la década de los noventa dejarán huellas más profundas. Muestra de esto serán el auge minimalista de los microrrelatos y el frecuente empleo del material autobiográfico y de la primera persona en modo de tripeo o soliloquio alucinatorio autoficcional, rasgos que constituían episodios marginales o prácticamente inéditos en la literatura dominicana.