De todos modos, hablar de los «narradores dominicanos independientes» requiere distinguir nuevamente entre aquellos que encontraron la forma de instalarse de manera segura y definitiva en el extranjero sin adscribirse a estructuras oficiales como el Comisionado Dominicano de Cultura de New York y su red de «Casas de la Cultura» y demás organismos satelitales del MINC, y aquellos que han logrado sobrevivir en el sector privado gracias al ejercicio de sus profesiones y/u oficios, minoritarios, aislados y desprovistos de cualquier tipo de organización que los nuclee y les aporte visibilidad, pero por eso mismo, ajenos al bochornoso despliegue de recursos e influencias imperdonable en una sociedad que, como la dominicana, presenta grandes carencias históricas, y muy particularmente en materia de educación y consumo de literatura.

Es por todo lo anterior que las dos maneras más frecuentes de equivocarse al hablar de la literatura dominicana del período 1980-2020 son las que consisten, por una parte, en asumir sin criticar la validez de los esquemas «generacionales» elaborados por los mismos miembros de esos grupos que, desde la década de 1980, se arrogan cada diez años el derecho de autodesignarse como «generación» tomando al olvido como criterio y al oportunismo como política, y por la otra, en asumir como buenas y válidas unas listas que muy pocos se toman el trabajo de verificar, ni desde el litoral de la academia, ni desde el de los mismos autores.

Esta negligencia resulta tanto más grave cuanto que, en el curso de los últimos veinte años, resulta cada vez más notoria la presencia tanto en Europa como en los Estados Unidos de intelectuales dominicanos ubicados en puestos docentes e investigativos que, como era previsible, ya han comenzado a reproducir los mismos esquemas mezquinos y excluyentes de aquellos a quienes deben numerosos favores. Son precisamente esos intelectuales, junto a otros de distintas nacionalidades, quienes han tomado el relevo y se dedican hoy a propagar sus visiones sesgadas sobre la realidad literaria dominicana en escenarios completamente ajenos a los que han sido trazados a partir de nuestra idiosincrasia cargada con el lastre de varios siglos de rancio caudillismo.

Es este el contexto variopinto donde tiene lugar la aclimatación de las distintas tendencias estético-ideológicas, literarias y mercadológicas que se definen a partir de la primera década del siglo xxi. Entre las de tipo estético-ideológico, destacan el minimalismo (el cual impulsa en este período tanto la moda poética de haikús y aforismos como la escritura de minicuentos y microrrelatos); entre las de tipo ideológico están las de corte feminista, en las que poco a poco se van nucleando varias autoras pertenecientes tanto a la diáspora como a las distintas promociones de autoras surgidas a partir de 1980, entre las que cabe citar a las ya mencionadas Ángela Hernández y Aurora Arias, pero también a Josefina Báez (1960), autora de textos híbridos como Dominicanish (2000) y Levente no. Yolayorkdominicanyork (2012), a Zaida Corniel (1966): Para adolescentes, premenopáusicas y especialistas de la salud. Cuentos (2019) y a Kianny Antigua (1979): El expreso (2004). Hay también lugar para el surgimiento de una literatura postnacional a cargo de numerosos autores de la «diáspora» dominicana en los Estados Unidos, entre los cuales destacan Eduardo Lantigua (1950-2018): Ya no estaban las palomas (2013) y José Acosta (1964): El efecto dominó (2001).

Entre las tendencias de tipo literario que eclosionan en este período figuran la autoficción, la autobiografía, la crónica y otras formas de relatos no ficcionales. En este campo se inscriben los relatos y crónicas de Frank Báez (1978): Págales tú a los psicoanalistas (2007). Otra tendencia es la pulp fiction, que presupone la adecuación de una perspectiva utópica-ucrónica de tipo posturbano a la narración-descripción de las acciones que realizan unos personajes con frecuencia oriundos del archivo mítico-mitológico vernáculo. Se inscriben en esta tendencia, entre otros, narradores como Rubén Lamarche (1970): Animales antiguos (2017) y José A. Beltrán (Belié Beltrán, 1989): Pardavelito (2015). Colinda con esta última, la tendencia conocida como cyberpunk, en la que participan autores que se amparan bajo la etiqueta (ambigua) de «ciencia ficción» aunque sus textos se ubican en una interesante y productiva zona de deconstrucción de valores como la identidad histórica, la etnia y la nación dominicana como resultado de una intervención tecnológica casi siempre planteada en términos de una ruptura con la historicidad oficial. Incursionan en este tipo de relatos autores como Juan Carlos Mieses (1947), con su libro La resurrección del Dr. Blagger y otras narraciones (2019), y Odilius Vlak (1976): Crónicas de Ouróboros (2014).

Por último, entre los autores que publican microrrelatos en este período, aparte del ya mencionado Pedro Antonio Valdez, cabe citar a Ibeth Guzmán (1983): Tierra de cocodrilos (2011); Ramón Fari Rosario (1981): Cuentos profanos (2007); Basilio Belliard (1966): Oficio de arena. Minificciones fantásticas (2011); Juan Dicent (1969): Summertime (2005), el ya mencionado Aquiles Julián, autor de Historias menores (2010), etcétera.

Cada uno de esos corpus cuenta con sus «heraldos», sus «propulsores», sus «aurigas», sus «representantes» e incluso sus «editores». Todos ellos compiten entre sí por asumir cada tanto roles protagónicos en unos escenarios cada vez más fragmentados. Y evidentemente, el resultado de estas microluchas por el capital (sea éste simbólico o no) no puede ser otro que la anulación de todas esas tendencias y el predominio hegemónico del estatus quo oficialista, cuyos representantes (tanto los que residen en los Estados Unidos como los funcionarios y exfuncionarios del Ministerio de Cultura dominicano) se las arreglan cada año para organizar eventos nacionales e internacionales en los que distribuyen premios, distinciones y publicaciones que sólo conducen a desarticular aún más el campo literario dominicano, puesto que constituyen en su conjunto un ejemplo incontrovertible de lo que Rodríguez Soriano ha llamado recientemente «las triquiñuelas y componendas que infectan casi por completo la institucionalidad dominicana» (Rodríguez Soriano, R. 2019, p. 48).

A pesar de este despliegue de tendencias, sobrevive en este período el cultivo de la prosa lírica en los relatos de autores como Nan Chevalier (1965): La segunda señal (2003); Rubén Sánchez Féliz (1973): No volverás la mirada (2013); Fernando Ureña Rib (1951-2013): Fábulas urbanas (2002); Miguel Aníbal Perdomo (1949): La estación de los pavos reales (2007); Rosa Silverio (1978): A los delincuentes hay que matarlos (2014), entre otros.

 

CON(IN)CLUSIONES

Las breves notas anteriores me permiten sugerir la necesidad de revisar el postulado de la pretendida «falta de una gran tradición literaria en la narrativa dominicana» (Jiménez Del Campo, P., 2015) y subrayar la verdadera causa de la falta de proyección internacional de la narrativa breve dominicana, la cual no es otra que una cruel carencia histórica de verdaderas casas editoras en nuestro medio, aspecto este en el que cabría repartir responsabilidades tanto al sector público como al privado, así como la abyecta desvinculación respecto a los intereses de nuestra literatura que afecta a esos dos puntales del campo literario dominicano que son la escolaridad y la universidad.

Esto último resulta particularmente ostensible durante el período 1996-2020. En ese lapso, el Estado dominicano, a través de sus representantes en el sector cultural, no ha sabido comprender que su verdadera responsabilidad en este proceso es la de proporcionar los medios para la canalización y realización de los proyectos de nuestros autores, y no la de competir con los agentes del campo literario dominicano (el cual está integrado, como se sabe, tanto por los autores como por los editores, los libreros, los traductores, los bibliógrafos y bibliotecarios, etcétera) ni la de actuar como un falso «mecenas» que opera como juez y parte para alzarse tanto con el botín simbólico como con una parte de los fondos asignados a la cultura en el presupuesto de la nación.

Desde luego, esta situación no cambiará mientras la divulgación de la producción literaria de nuestros autores continúe en manos de individuos que se valen de sus puestos ministeriales como una herramienta de autopromoción en una época en que la literatura se degrada precisamente a causa del clientelismo político y la falta de criterio de numerosos intelectuales y escritores; tampoco cambiará mientras un importante número de escritores de todo el país forme parte de la nómina de empleados del Ministerio de Cultura, y mientras el clientelismo, el favoritismo y el revanchismo personal sean los únicos motores de la valoración de nuestra producción literaria; tampoco cambiará mientras nuestros autores se vean conminados a buscar en el sector oficial una atención que no encuentran en ningún otro estamento de nuestra sociedad.

Hasta ahora, el Estado dominicano no solamente ha sido el principal empleador de la R. D., sino también, y sobre todo, el principal incumplidor de la mayoría de las normas que él mismo ha promulgado para regular sectores tan importantes como los de la educación y la cultura dominicanas. Es contra esta realidad que los escritores dominicanos deberíamos alzar nuestra voz para hacer escuchar un mensaje disidente que advierta sobre el peligro que implica para todos nosotros la perpetuación indefinida de este estado de cosas.

 

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