POR MANUEL GARCÍA CARTAGENA

El demonio está en los detalles.

PRECISIONES PRELIMINARES

Ante todo, debo precisar que mi intención en este ensayo no es la de proponer un nuevo «canon» de los relatos dominicanos escritos entre 1980 y 2020. En lugar de esto, como lo indico en el título, he optado por presentar una visión panorámica de los principales contextos histórico-político-culturales en los que se desarrollan los narradores dominicanos en el curso de las últimas cuatro décadas (1980-2020). Busco destacar así algunos aspectos de la historicidad de unas prácticas de escritura cuyo dinamismo intrínseco muchas veces escapa a los ojos de sus mismos agentes productores, por estar éstos, para decirlo con el famoso símil de McLuhan, como el pez que sólo sabe que está inmerso en el agua cuando lo sacan de ella. Evidentemente, tampoco yo lograré escapar a la necesidad de mencionar algunos autores y obras, y no a otros. Espero que se comprenda que ése es uno de los gajes inevitables de la comunicación académica.

En las páginas siguientes, emplearé de manera preferencial el término «relato» para referirme al tipo de textos que se comienza a producir en la República Dominicana (R. D.) a partir de la segunda mitad de la década de 1970, por oposición al que recibió el nombre de «cuento» en el período comprendido entre la última década del siglo xix y el final de la década de 1960. Esto me permitirá establecer una primera oposición entre los «cuentistas», es decir, los partidarios de la normativa establecida por Juan Bosch en sus «Apuntes sobre el arte de escribir cuentos» para la escritura de este tipo de narraciones y los autores de relatos, en particular aquellos que comienzan a escribir en la década de 1980.

Ciertamente, el empleo del término relato permite poner a un lado algunas barreras tipológicas ambiguas o anquilosadas, como la que insiste en distinguir entre «cuento largo» y «novela corta» en lo que respecta a textos como Los despojos del cóndor (1983) y Pormenores de una servidumbre (1985), de Pedro Peix (1952-†2015), o como La estrategia de chochueca (2003) y Papi (2005), de Rita Indiana Hernández (1977), los cuales fueron etiquetados originalmente como novelas. ¿Son estos textos «cuentos largos» o «novelas cortas»? Ciertamente, este tipo de preguntas parece haber perdido toda relevancia a partir de la irrupción de los Cultural Studies en la mayoría de los escenarios académicos del mundo hispanoamericano. No obstante, estimo oportuno subrayar de alguna manera la necesidad de conservar en la medida de lo posible una saludable atención hacia lo estrictamente literario.

Por otra parte, creo necesario señalar que no abordaré aquí ninguno de los aspectos relacionados con la producción de textos destinados al público infantil, a pesar de que no ignoro que la producción de este tipo de textos se desarrolla precisamente en el curso del período que sirve de marco a mi reflexión. En cambio, sí me ocuparé de la producción de textos narrativos de formato breve, los cuales también se producen intensamente en este período. Tanto para estos últimos como para los demás casos, hago notar que, por razones de espacio, me limitaré a citar únicamente, salvo excepciones atendibles, los títulos de los primeros libros de relatos publicados por los autores que mencionaré.

Producto tanto del crecimiento demográfico interno como del vasto fenómeno migratorio que hasta la fecha ya ha colocado al diez por ciento de la población dominicana fuera de las fronteras insulares, resulta imposible abordar cualquier aspecto de la cultura dominicana sin practicar esa serie de cortes artificiales que imponen tanto las categorías espaciales (un «aquí» capitalino, un «allá» provincial y un «más allá» estadounidense o europeo) como las cronológicas (la separación del campo de reflexión en «décadas» y «períodos»). Es cierto que, muchas veces, esas categorías son simples ficciones desprovistas de otro valor epistemológico que no sea el de aportar cierta comodidad expositiva: los procesos culturales no se ajustan cómodamente a esos «cortes» espaciales o cronológicos, pues estos últimos suelen ser el resultado de una violencia que se ejerce sobre un determinado campo de estudios con el fin de delimitarlo.

¿Qué hacer, sin embargo, con la producción literaria de los escritores dominicanos establecidos en distintos lugares de los Estados Unidos y Europa —para sólo mencionar dos contextos— cuando se conocen o se intuyen los profundos cambios tanto de mentalidad como lingüístico-culturales que presupone una permanencia prolongada en contacto con otras socioculturas? A medida que avanza el nuevo siglo, ese proceso transformativo va calando en zonas cada vez más definitorias de la nueva dominicanidad. Y puesto que una de esas zonas es precisamente la literatura, no es prudente prescindir por completo de nociones como las de literatura de la diáspora o incluso literatura postnacional para designar eso que todavía no se puede simbolizar puesto que desborda toda posibilidad de representación. Está de más decir que asumo que mi destinatario intuye, como yo, esta relación de différance que acabo de postular entre la dominicanidad insular y eso a lo que Miguel Ángel Fornerín ha llamado la «dominicanidad viajera».

Esto último resulta particularmente válido para todo lo que concierne a la usualmente mal contada historia de la literatura dominicana, un dominio discursivo en el que prácticamente nadie da puntada sin hilo, desde los editores que se aplican con esmero a demostrar desde una perspectiva equívocamente paternalista que los únicos «autores buenos» son los suyos, es decir, aquellos a quienes él o ella han acogido en su catálogo, hasta ciertos críticos, sean estos académicos o no, que se prestan a la elaboración de unas listas sencillamente antojadizas, cuando no motivadas por intereses de clique o de capilla, amparándose en excusas como aquella de que «nadie puede leerlo todo» o aquella otra, más bíblica, de que «muchos son los llamados pero pocos los elegidos». Y claro, como entre estos dos polos media una cohorte de «santos» siempre dispuestos a «canonizarse» por su propia cuenta, no vaya a ser que también en este debut de siècle se queden fuera de todos los conteos, como les ocurrió a muchos en el último fin de siècle, es muy poco lo que no se le pueda asignar a la cuenta de «ese cuento nuestro de todos los días» (cf. Rodríguez Soriano, R., 2019).

Así, entre múltiples olvidos y mezquindades varias, muy pocos parecen interesados en deconstruir el mito del «canon» de la narrativa dominicana, incluso aquellos que no ignoran, por formación o por experiencia propia, que la literatura es la continuación de la política en el terreno del valor, puesto que escribir es siempre escribir contra, y que este hecho constituye, precisamente, la verdadera causa de tanta pequeñez análoga o digital.

 

PRIMERA RUPTURA: LOS NARRADORES DOMINICANOS DE LOS AÑOS 1980-1990, ENTRE «CUENTOS» Y «RELATOS»

Todavía no se ha expuesto con suficiente claridad el trasfondo político de esta oposición que implicaba la ruptura por parte de los autores que surgen en este período con el ethos del «compromiso» que había primado hasta el inicio de la década de 1980. Estos narradores rechazarán en bloque tanto el esquema tripartito propio de los cuentos del realismo social y rural como el mundo social en él representado. En su lugar, propondrán una poética inscrita en una triple vertiente: metafísica, psicológica o existencialista, en la que primarán el onirismo, el erotismo y las aventuras en los espacios urbanos. Asimismo, preferirán elaborar sus relatos a partir de un registro expresivo fruto de la hibridación de la prosa narrativa y la prosa poética, empleando ora la primera, ora la segunda persona del singular, y rompiendo así con el ubicuo narrador omnisciente característico del relato realista. Nótese, sin embargo, que esta oposición resulta más ostensible entre los autores residentes en las principales ciudades del país (Santo Domingo, La Vega y Santiago de los Caballeros) que entre aquellos que escriben hacia esa misma década en otras localidades del interior. Esto último marcará en cierto modo la supervivencia de las formas convencionales del «cuento» hasta los años finales de la década de 1990.

Estos cambios que se producen en la narrativa urbana de los ochenta tienen profundas raíces sociológicas y culturales, las cuales encontrarán un terreno políticamente favorable a su desarrollo a partir del período que se inicia luego de la guerra de abril de 1965. En efecto, desde el punto de vista demográfico, cabe recordar que, hacia 1970, el 60.22 por ciento de la población dominicana residía en el campo y el 39.8 por ciento en las ciudades. Así: «La importancia de las migraciones en el crecimiento urbano se refleja aún más cuando notamos que el 47.8 por ciento de los habitantes de Santo Domingo procedían de otras provincias del país en el año 1970; el 64.6 por ciento en Pedernales y el 42.9 en La Romana» (Báez, L. 1977, p. 53). Este crecimiento urbano le permitirá al Estado desarrollar una serie de políticas culturales destinadas a formatear los imaginarios para habilitar la aparición de los futuros consumidores. En este proceso, la radio y la televisión desempeñaron un rol fundamental: mientras la primera se convertía en un vehículo de promoción de los nuevos valores de consumo y en un factor de bombardeo extranjerizante, la segunda propiciaba los escenarios desde los cuales se construirían las imágenes hegemónicas del nuevo sistema capitalista, en el cual no había lugar para la cultura campesina tradicional. De ese modo, puede decirse que los medios de comunicación de los años 1970-1980 proporcionaron las plataformas desde las cuales los narradores dominicanos que surgen en ese período aprendieron a desentenderse de los valores del campo.