POR EDUARDO MILÁN

Dos conceptos se me aparecen cuando hablo de la escritura de Gonzalo Rojas: velocidad y gracia. Dos conceptos que, además, le son muy caros. No recuerdo exactamente el alcance que él les da. Pero el que les doy yo tratándose de él lo tengo más o menos claro. La velocidad en el caso de Rojas tiene que ver con lo que para mí hay detrás de su escritura como referencia a su tiempo: el tiempo de la modernidad, el tiempo de la velocidad, el tiempo de un solo tiempo, todo en presente. Eso no tiene nada que ver con proclamarse moderno o rechazar esa categoría. Tiene que ver con una especie de mímesis inconsciente del tiempo y su incorporación en la escritura. En eso hay muchos poetas modernos involucrados. Pero, en Latinoamérica, Rojas es el primero, seguido muy de cerca por Paz.

Me refiero a la importancia de la velocidad en su manera de organizar la escritura, insisto, no a la devoción por esa idea. El segundo concepto, la gracia, es más difícil de manejar. Sobre todo, porque es un concepto que viene de la inmaterialidad más contundente y hacia allá va, en un movimiento como de devolución que alguien hace por algo que se le otorga. Tiene que ver con el concepto de don. El problema que se me plantea es que, como no soy religioso, mi uso del término es completamente físico. Así, tener gracia es poder producirla en el texto. Cuando Gonzalo Rojas escribe poesía es relativamente simple ubicar el fenómeno. Hay tres o cuatro movimientos que producen este efecto: el corte sintáctico; la situación dual que Rojas plantea en cuanto a su propia localización como hablante, entre un afuera completo de lo poético y un adentro completo («Hölderlin / fue el último que habló con los dioses, / yo / no puedo»); el volver completamente accesible al lector ese «complicado mundo» muy lleno de aura de la poesía; y, por último, el hacerse cómplice del lector, humanizarse o, mejor, anonimizarse o anonimarse, es decir, volverse uno más, lo que quiere decir en última instancia, colectivo.

Algo más a propósito de esta línea que revela, por emblemática, la posición de Gonzalo Rojas ante la escritura. Es un verso de alto contraste entre la permanencia de lo poético como una figura de la atemporalidad, es decir mítica, y el lugar que Rojas consigue para sí mismo, es decir, su situación humana, contingente. El no-poder del hablante señala su fragilidad, la intemperie. Es un verso cortado, dividido justo luego de enunciado el «yo», que pertenecería por la versura al mismo surco anterior, surco y terreno de Hölderlin, el «último que habló con los dioses». Pero el yo que sigue a lo que parece prodigio hölderliniano y era posición normal en la mitopoética no está quebrado: la que está quebrada es su acción. El yo que se desprende de su acción es el yo que perdura en la escritura poética actual, todavía fijado a una anterioridad, como mera figura retórica de elocución, sin poder real. Lo que desprende en el surco siguiente ese yo es lo que contará de ahí –un ahí inubicable temporalmente– en adelante, una acción separada del yo, un no-poder que no es la impotencia sino una nueva potencia en negativo. Pero si se recuerda el clamor de Hölderlin en la elegía «Pan y vino» («y para qué poesía en tiempos sin dioses») esa pregunta lo que encierra es el principio del desvalimiento, el comienzo del desamparo de la figura del poeta en la modernidad, la desproporción del haber tenido lugar bajo o entre el éter cósmico y el no-lugar que desde ahí le espera. No hay sin-techo en territorio mítico. Sin embargo, ese no-poder será precisamente el poder-no del poeta de la modernidad, el que incita su rebelión y, también, su conciencia desdichada.

En el mismo desplazamiento mítico se plantea el Todavía de Gonzalo Rojas, la entrada en la prosa del mundo. No es que el poeta por abandono de los dioses se volviera un renegado que se desentiende de la versura. El mismo Hölderlin lo decía: «El lugar del poeta es el afuera». Con el desplazamiento de esa posición sin-dioses, desde el afuera –pero con dioses– que confortaba a Hölderlin y que lo hace re-clamar en su abandono, el poeta moderno entra en la prosa. Lo que me parece extraordinario de la colocación de Gonzalo Rojas en ese verso suyo que actualizo es su capacidad de personalizar la tragedia anunciada por Hölderlin, el hacerse titular de una catástrofe que anuncia, por si fuera poco y desde la poesía, el arranque del nihilismo. Rojas destruye al hombre fáustico. De manera que este Todavía metido ahí –no en una encrucijada que aparece, sino en la continuidad por lo único que queda tras la retirada de los dioses, el poder del poeta, un poder en negativo, poder-no– se organiza como huella. Todavía es una huella. La prosa señalaría la cantidad de la escritura que sigue, el faltante de la escritura vista desde un horizonte poético.

Bien: este doble proceder de la escritura de Rojas, esa velocidad y esa gracia, no desaparecen en su prosa. Es justo lo que dice Fabienne Bradu sobre la idea de la prosa en Rojas como la parte humana de su escritura, no como lo que se opone a la poesía. Humano, es decir, lo que tiene que ver, como se decía antes, con «los negocios del mundo». Recordar que la poesía de Gonzalo Rojas nunca dejó de tener que ver con los negocios del mundo. Sólo que a los negocios del mundo se los maneja a partir de una idea de ese otro mundo particular que es la poesía. La prosa, en efecto, no tiene la obligación de la versura o, mejor, no tiene el límite de la versura: ese momento latino en que los bueyes que vienen arando dan la vuelta porque se les acabó el surco. La prosa sigue de largo. Es, en relación con la poesía, desmesura. ¿Pero qué ocurre cuando la poesía es desmesura y el mundo es desmesura como ahora, sin que ambas realidades impliquen ningún calificativo moral? Esto se ve bien contrastando los dos grandes libros de Vallejo, tan caro a Rojas: Trilce (1922) y Poemas humanos (1939). Aunque la humanidad de los poemas del segundo libro no esté resaltada por la «inhumanidad» del primero y aunque el propio Vallejo haya producido una distancia entre esos dos momentos a raíz de una cuestión política, la guerra civil española
–lo mismo que Neruda hizo entre Residencia en la tierra y Canto General– lo cierto es que los Poemas humanos de Vallejo son muy cercanos en su escritura a la prosa. O sea, funciona en la práctica lo que observa Bradu. Es una conciencia clara en los poetas que la poesía es cosa de un no sé qué, pero que la prosa sí es cosa del mundo. Gonzalo Rojas no habla del mundo –y de sí mismo en el mundo– como si en ese momento, en esa habla, se hubiera acabado el juego, ese juego de no saber que no se acaba nunca en poesía. Pero sí lo deja de lado. No en su poesía en prosa, ni en los discursos, ni en los prólogos a su propia obra. Sí en sus observaciones, en su fraternidad, en sus rechazos y en sus admiraciones. Se diría que para Gonzalo Rojas el tratar ciertos problemas del mundo que le dolían –no sólo que lo atrajeran– obligara a otro tipo de escritura. Todavía completa –con datos, fechas, lugares precisos, ideas sobre el mundo, opiniones, vidas concretas de los otros– este otro Gonzalo, el-del-mundo (y es difícil decir esto porque parece una insistencia velada de la poesía de hacerse presente, por oposición, como lo-no-del-mundo), quedando así la poesía como el lugar del Gonzalo del lenguaje. Y es curioso. No hay un Gonzalo del lenguaje, reservado a la poesía, y un Gonzalo del mundo, reservado –o liberado– para el mundo. Sea como sea, las dos caras de la escritura componen una sola figura. La poesía quedó oficialmente en Íntegra (Obra poética de Gonzalo Rojas, México, Fondo de Cultura Económica, 2012, edición de Fabienne Bradu). La huella siguió en Todavía. Y en la resonancia, que a eso van la poesía y la prosa de Gonzalo Rojas, las otras huellas que se disparan sin que nadie sepa adónde.