«Me interesa reflexionar acerca de cómo puedo contar historias a través de las grietas de los lenguajes hegemónicos que nos atan»Por Michelle Roche Rodríguez
@ Marta Calvo
Cristina Rivera Garza se quedó colgada de la palabra «rapto» cuando la leyó escrita en el acta del matrimonio de sus abuelos. Analizaba ese documento como parte de sus pesquisas para el libro Autobiografía del algodón (2020), en donde utiliza archivos personales e institucionales para reconstruir su pasado familiar, mientras recorre parte de la frontera entre México y Estados Unidos, en los límites de los estados Tamaulipas y Texas. Ambos lugares son icónicos en su historia íntima: en uno nació el año de 1964 y en el otro reside desde 1989, como profesora del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Houston. Desde su mirada trasnacional, híbrida y personalísima cuenta en este libro la experiencia migratoria de su familia por el lado paterno y el materno. Sus abuelos Rivera eran de origen amerindio y salieron caminando del altiplano de México hacia la frontera para terminar asentándose en uno de los pueblos agrícolas alrededor de los campos de algodón en Tamaulipas. Sus abuelos Garza hicieron el camino en sentido contrario. Tras vivir la juventud en Estados Unidos fueron expulsados como consecuencia de la crisis económica causada por la caída de la bolsa en 1929 y debieron volver a México. También llegaron a Tamaulipas para participar en el experimento de la producción de algodón que en la década de los años treinta organizó el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940).
He fracasado antes porque todavía estaba manejándome dentro de una definición muy estrecha de lo que es la ficción. En novelas como Nadie me verá llorar y en ensayos como Los muertos indóciles he demostrado que me interesa reflexionar acerca de cómo puedo contar historias a través de las grietas de los lenguajes hegemónicos que nos atan
El «matrimonio por secuestro» o «rapto de la novia» se traduce al inglés como elopement y muchas parejas lo preferían, en cualquier lado de la frontera, como alternativa a los gastos que implicaban las bodas civiles o religiosas. Todavía muchos novios apelan a esta solución, pero a Rivera Garza, según dice, la palabra la «estremeció». En el plano intelectual sabía que eso quizá solo significaba que sus abuelos se habían escapado de sus padres para casarse; pero la incomodaba la idea de que un antepasado suyo hubiera secuestrado a otro. Y no es para menos. El rapto es una práctica con siglos de historia y sus efectos pueden incluir los abusos físicos, la violación, o el embrazo no deseado; hoy es un procedimiento practicado por culturas machistas como la gitana o los grupos religiosos radicales como Boko Haram y el Estado Islámico. La palabra puso en el centro de su historia familiar un acto que puede leerse como de violencia contra la mujer. En cuanto este se convirtió en una posibilidad, una vieja herida comenzó a escocer en su espíritu: el feminicidio de su hermana Liliana acaecido el 16 de julio de 1990. El crimen lo cometió Ángel González Ramos, a quien nunca apresaron, «el hombre impune», como lo llama en El invencible verano de Liliana (2021). Este es el libro que la narradora, traductora y crítica literaria ha venido a presentar a Madrid la mañana del 22 de julio en que conversa con Cuadernos Hispanoamericanos.
La mujer menuda y de melena medio cana que aparece con pantalones cargo y una franela blanca en el vestíbulo del Hotel Vincci Soho del Barrio de las Letras atraviesa un momento de apogeo. Su obra con más de tres décadas a cuestas y premiada con prestigiosos premios cosecha ahora nuevas generaciones de lectores. En septiembre, la Universidad de Talca, en Chile, la reconoció con el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, el cual reconoce el trabajo y la trayectoria de escritores del habla castellana y portuguesa. Y el año pasado recibió la MacArthur Fellowship, beca cuya finalidad es destacar el trabajo de quienes han demostrado un extraordinario talento y dedicación a la academia, la escritura u otras artes creativas. El reconocimiento corona una impresionante carrera literaria, que entre otros galardones le ha adjudicado dos veces el Premio Sor Juana Inés de la Cruz —en 2001, con la novela Nadie le verá llorar y en 2009, con La muerte me da—; el Anna Seghers (2005); el Internacional Roger Caillois para Literatura Latinoamericana (2013) y el Shirley Jackson (2018).
En tiempos cuando las sensibilidades de género están a flor de piel y cuando jóvenes mujeres y hombres están redistribuyendo la balanza del poder, su voz narrativa de amplia tesitura y su insistencia en tratar asuntos sobre la condición femenina enfrentada a la violencia estructural del patriarcado encuentra eco en ambos lados del Océano Atlántico. Al trabajo por promover su obra que lleva a cabo la editorial Random House, se ha sumado recientemente el de otras independientes como la madrileña Tránsito y la vasca Publicaciones Consonni. La primera sacó el año pasado su segunda novela, La cresta de Ilión, cuyo estilo más cercano a la poesía que a la narrativa desafía la lógica cuando el protagonista se ve paulatinamente marginado por la presencia de la cuentista mexicana Amparo Dávila, un personaje tomado de la vida real.
En Los muertos indóciles: Necroescritura y desapropiación, publicado por la segunda editorial independiente, Rivera Garza se erige como una vehemente defensora de la muerte del autor que pronosticó Roland Barthes en su libro de 1967. Si el intelectual francés propone que los textos literarios no pertenecen a quienes los escriben sino a los lectores, la mexicana dirige su atención a las condiciones de producción de tales textos, con el objeto de subrayar la cualidad comunitaria de la escritura. «Si el horror [del mundo contemporáneo] nos deja paralizados, despojados hasta de la condición humana que nos vuelve otros y nosotros, las comunalidades de escrituras pueden, sí, ser la compartencia que, en su mismo celebrarse, celebra esas formas fundamentales del estar-en-común: el diálogo, la mirada crítica, la práctica de la imaginación», escribe en el ensayo.
En Los muertos indóciles establece una poética sobre la cual se fundamentan los estilos heterogéneos de Autobiografía del algodón y de El invencible verano de Liliana, así como del libro que los antecedió, Había mucha neblina o humo o no sé qué (2017), dedicado a Juan Rulfo. Allí presenta un intento de contemplar «la materia de sus días como escritor», no tanto desde su legado literario ni desde su cotidianidad, sino a partir del hombre producto de su época, el mismo que debió ejercer varios trabajos en el sector privado y en el público para mantener a su familia. Las tres publicaciones representan las apuestas más creativas en la no ficción hispanoamericana del último lustro. Subrayan, además, el paso de la autora de la ficción a la literatura testimonial. La exploración del lenguaje presente en su obra desde sus primeras novelas encuentra en su teoría sobre la comunalidad de la escritura novedosas maneras de convocar las nociones de memoria y las diferencias entre los géneros sexuales o los literarios. Lo más importante de esto es que, cuando desde este método abordó el dolor de la cruel pérdida de su hermana se encontró con que su historia personal se hacía eco del sufrimiento ante la violencia de la nación y del mundo contemporáneo; entonces comprendió por qué desde el papel y la tinta se había propuesto desafiar la gramática del poder.
En El invencible verano de Liliana reconstruye los últimos años de la vida de su hermana como estudiante de arquitectura en Ciudad de México y su tirante relación con el novio que, a la postre, la asesinó. Para eso, Rivera Garza apela a las cartas de la propia Liliana y a los testimonios de sus amigos. Así, Liliana entra a su universo literario como otra protagonista de novela: vista desde su condición femenina y echando mano de la escritura, en especial de la poesía, para explicarse su situación, como hace la autora-narradora cuando recurre a los versos de Alejandra Pizarnik en La muerte me da. El objetivo de la Rivera Garza con esto es demostrar cómo buena parte de las estructuras semánticas del poder contribuyen a naturalizar la violencia machista. Por eso, lo primero que cuestiona en esta obra es al amor romántico. «¿Quién en su sano juicio estaría en contra del amor romántico?», se pregunta. Y la respuesta es categórica: «Los cientos de miles de mujeres asesinadas por sus parejas podrían responder a esa pregunta de múltiples formas inéditas». El problema, advierte enseguida, no solo es de la pareja o del hombre, menos de la mujer. El feminicidio no es un folie à deux con consecuencias fatales; se trata de un problema mucho más amplio cuya solución pasa por un intenso proceso de revisión de las convenciones sobre las cuales se ha construido la realidad. «Incluso ellas [las mujeres maltratadas] necesitarían lo que necesitamos todos para poder contestar a esa pregunta básica: un lenguaje capaz de identificar factores de riesgo y momentos de peligro». La obra entera de Rivera Garza se propone revelar este lenguaje; construirlo, si es necesario.
Liliana Rivera Garza puede ser para muchos solo un caso más de feminicidio —México terminó el 2020 con casi 4000 mujeres asesinadas de forma violenta—, pero las voces del coro con las cuales se nombra su tragedia y el dolor de quienes le sobrevivieron —esa familia que en el pasado fue «una volátil república soberana de cuatro habitantes»— representan el entramado de una nueva comunidad que ha aprendido a ponerle nombre a la violencia y, con ese gesto, singularizarla. Quizá por eso Rivera Garza sonríe mientras se arrellana en un sofá del Hotel Vincci Soho. Ella ha vivido una tragedia, sí, pero también ha sabido conjurar la alquimia del lenguaje con la cual ha dado voz a su hermana y, con ella, a muchas otras antes silenciadas por la violencia machista.