POR LUCAS MARTÍN JURADO

Las grandes firmas del subcontinente, de Martí a Carlos Fuentes o Cortázar, renovaron el articulismo en español convirtiendo al género en un oficio libre, rabioso e imaginativo. La estela, por fortuna, continúa

El poeta peruano César Vallejo también trabajó para La Reforma o La Semana. Fuente: @wikicommons.

A finales del acuartelado siglo XIX, con el sobrenombre de El Negro y su rotundidad de mocetón indiano, Rubén Darío se paseaba por las tertulias de Madrid con un cuaderno bajo el gabán y dos o tres gravitaciones burlándole por la cabeza. La primera de ellas, harto conocida, era la poesía, pero también estaba la otra, más descaradamente enciclopédica y mundana, que le hacía introducir su pluma en los asuntos de sociedad de los que daba parte por correspondencia al diario La Nación. En ellos, con una prosa fulgurante, y hasta en ocasiones atrabiliaria, el poeta de Azul se quejaba de la indigencia intelectual y física de España y de la ausencia de publicaciones especializadas como las que él mismo se ocuparía de inaugurar. Aquella escritura, forzosamente ensombrecida por la vibración de la poesía, estaba culminando una transformación que junto a los textos de José Martí o de Manuel Gutiérrez-Nájera acabaría por engendrar la edad de oro del articulismo literario latinoamericano. Una corriente, que, con todas sus mutaciones, se acabaría consolidando como un género en sí mismo, con sus peculiaridades de estilo y su condición de poderosa alternativa a aquello que desde el lado de arriba empezaba a expandirse bajo la vaporosa etiqueta de Nuevo Periodismo.

De Borges a Roberto Arlt, de Cortázar, del inevitable Gabo a Octavio Paz, Carlos Fuentes o Miguel Ángel Asturias, pocos son los escritores y poetas latinoamericanos que no hayan abundado en ese territorio de frontera que hermana a la prensa con el mundo de los libros. Algunos, como Juan Gelman, con un pie en las trincheras de la linotipia. Otros, como Vicente Huidobro y la fecunda estela de los parisinos, con colaboraciones de un perfil mucho más lírico y vanguardista. Una vastedad de autores que llega hasta nuestros días y que, dada la fuerte personalidad de las firmas, apenas admite ningún patrón común que no coquetee temerariamente con el garabato o la taxonomía apocada y reduccionista. Sí, es cierto, que, como en la revolución, se daban las circunstancias. Y no sólo por la influencia de los modernistas, sino por el peso de la narración oral y de la penetración del mito en el subcontinente; una tendencia que a veces servía de reemplazo apresurado de las propias noticias escritas y que enlaza directamente con ese híbrido tan locuaz y latinoamericano como es la crónica, a la que muchos autores, evocando los tiempos de la conquista o, incluso, a El Inca Garcilaso de la Vega, sitúan como origen de la mayoría de edad del periodismo literario en la zona.

De Borges a Roberto Arlt, de Cortázar, del inevitable Gabo a Octavio Paz, Carlos Fuentes o Miguel Ángel Asturias, pocos son los escritores y poetas latinoamericanos que no hayan abundado en ese territorio de frontera que hermana a la prensa con el mundo de los libros

Mientras Thomas Wolfe y la gente del norte se amotinaban bajo sus pipas, los escritores latinoamericanos hacían la guerra por su cuenta, arracimados en papeles patrios o en lujosas revistas en el exilio, trasladando y haciendo crecer su literatura hasta alcanzar una especie de conciencia política, en la que el llamado boom estaba destinado a desempeñarse como un ecuador afilado, tanto en términos de agitación como de difusión del discurso. Los Onetti, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes o Gabo habían llegado para quedarse, insuflando un aire distinto al columnismo, tal vez incluso contribuyendo definitivamente a despojar al español de su levita (la frase y la premonición es de Oliverio Girondo en relación a la literatura). García Márquez iría más allá, sentando las bases de lo que llevaría muchos años después, en 1994, a crear junto a Tomás Eloy Martínez la Fundación de Nuevo Periodismo Latinoamericano. Un cajón de sastre en el que la afinidad nominal con el movimiento estadounidense apenas se acompañaba de otro parentesco que el gusto por contar historias y por la marca subjetiva, desalojando al cronista de sus antiguos aposentos de fedatario para convertirlo en protagonista. Y, en aquellos días, además, introduciendo lo que se podría catalogar como el principal elemento diferencial: la incorporación de lo fantástico, de la observación libre e imaginativa.

Ninguno de los grandes autores latinoamericanos, ni Carlos Monsiváis, ni Octavio Paz con sus páginas de Vuelta, practicaría la capitulación en sus empresas periodísticas. Su literatura seguía siendo la misma, adquiriendo el timbre novedoso de la actualidad y del espacio reducido. La impregnación entre ambos géneros había alcanzado un punto de combustión que señalaría entradas de ida y vuelta, con recopilaciones de artículos o grandes crónicas y reportajes publicados en formato libro. Las experiencias de Rodolfo Walsh -su Operación masacre supuso un acontecimiento-, Elena Poniatowska o, ya más adelante, Santiago Roncagliolo, descorren expresamente las puertas del pasadizo, que ya había dado un paso hacia adelante gracias a una efervescencia editorial que ni siquiera en estos tiempos de anatema hacia el papel ha perdido pulso. Revistas como Gatopardo, en México, Etiqueta Negra, de Julio Villanueva Chang, en Perú, o Soho, la publicación colombiana de Daniel Samper Ospina, hablan de una salud y de un compromiso incontenible, al igual que el desembarco complementario de grandes firmas del subcontinente en cabeceras europeas. Rodrigo Fresán, Alejandro Zambra, Martín Caparrós, Darío Jaramillo, Juan Gabriel Vásquez, Leila Guerriero o Juan Villoro desbordan su creatividad con periodicidad constante en la prensa española, acaso, eso sí, con una perspectiva más personal, sin esa determinación permanente o tal vez publicitaria de empeñarse en hacer equipo.

En este sentido, la evolución del articulismo latinoamericano ha discurrido en paralelo a la de la poesía y de la narrativa, procurando que las décadas de necesaria y oportuna autoafirmación dejara paso a aventuras de menos ímpetu colectivo. Decía Witold Gombrowicz que lo que no entendía de Argentina era la obsesión por agregar el calificativo «nacional» a cualquier grupo de escritores surgidos en el país, con independencia de que el parecido entre ellos fuera el mismo que une a un paquidermo con una estrella de mar o con una fonda de carretera. Un exceso que en los últimos tiempos se ha atenuado, en parte por el temperamento de las firmas, pero también por la ausencia de un contexto histórico que propiciara el agrupamiento más o menos ripioso en torno a un concepto de mercadotecnia editorial. El boom, sostenía con buen criterio Cortázar, ya existía antes del boom. Y, además, de la única manera posible, a través de las propuestas individuales y a duras penas canjeables de toda esa generación de escritores que también fueron periodistas. En ocasiones, como en el magnífico Diario de un secuestro, de García Márquez, revitalizando los propios márgenes de la literatura e introduciendo fórmulas capaces de innovar a partes iguales en ambas disciplinas.

En ocasiones, como en el magnífico Diario de un secuestro, de García Márquez, revitalizando los propios márgenes de la literatura e introduciendo fórmulas capaces de innovar a partes iguales en ambas disciplinas

La gran aportación del articulismo latinoamericano reside en su naturaleza proteica, muy ligada a la diversidad del subcontinente y al clima perpetuo de renovación y atrevimiento. Su osadía es la de abrir esclusas y reventar tópicos, moviéndose cómodamente por ese terreno líquido en el que abunda la prosa breve, la denuncia, la crítica literaria y hasta el dietario. Un ejemplo en la cruzada camaleónica del estilo es el del escritor, junto a Ricardo Piglia y Alan Pauls, más frecuentado de los últimos años, el chileno Roberto Bolaño, que en los diferentes medios que colaboró fijó su imponente pica en un islote robinsoniano en el que había sitio para la confesión, el juego y la metaliteratura. Estilos dinámicos, con mucho color, destilados de observación curiosa y perspicaz que han servido para reconciliar al idioma con una tradición no demasiado cultivada en España durante la primera mitad del pasado siglo, en la que el oficialismo autoritario y las urgencias sociopolíticas desconectaron a la prosa de batallas de la claridad y la riqueza manifestada anteriormente por autores como Manuel Chaves Nogales o Julio Camba.

La variedad, empero, ha estado muy presente en las rotativas de América Latina, convertidas en una expresión más de la identidad literaria e, incluso, guiando a sus autores hacia otro tipo de necesidades comunicativas. Entre los grandes nombres, concurre un columnismo estético, pero también un tipo de literatura ética y política, que salta de una preocupación a otra y sabe adaptarse a lo que el texto solicita. Sorprende en este campo, dada la plasticidad de su propuesta poética, las contribuciones en medios como Página 12 del argentino y Premio Cervantes Juan Gelman, quien hizo del periodismo un fin pero también un medio en el que ensillar muchas de las causas en las que militaba. Incluida, la más íntima de todas: la búsqueda de su nieta Macarena, arrancada de su familia por la dictadura militar nada más nacer.

Una de las últimas revelaciones de la literatura peruana, Jeremías Gamboa, relata en Contarlo todo en primera persona su tránsito del periodismo a la ficción, que nunca es definitivo, y en el que se insiste en la versión cien por cien latinoamericana de la figura del reportero y del cronista. Una actualización de ese aire entre romántico y escritor inmersivo que pocas tradiciones literarias ensamblan mejor, y con más complementos, que la del subcontinente. Las nuevas generaciones, en este sentido, han sabido mantenerse alerta, asimilando el legado narrativo y encuadrando al género sobre un horizonte que presagia nuevos formatos como la literatura de los blogs, en la que se reformula la relación espontánea entre el diario, la opinión política y el relato breve. Y, cómo no, acercándose a la realidad -puede que también a la verdad- de un modo que glorifica los viejos galones de la crónica. «Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa», escribe Juan Villoro. Palabras que aluden a la complejidad formal de la punta de lanza por excelencia del periodismo de América Latina, donde la crónica, como la poesía para Cortázar, es más una actitud vital -en este caso, periodística- que una variedad narrativa encajada entre las lindes.

“Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa”, escribe Juan Villoro

Tampoco el periodismo narrativo es ajeno a representar mucho más de lo que supone para otras geografías. Pocas veces en la historia de la literatura, a excepción de momentos sulfurosos o especialmente convulsos, ha ejercido un liderazgo similar, convirtiéndose no sólo en la reivindicación cultural de una generación, sino también en un sujeto político, inseparable de la puesta de largo del subcontinente en todo el mundo. Amargas eran las quejas de Rubén Darío por la escasez de conocimientos de los europeos acerca de su tierra, a la que casi dibujaban con plumas y en un limbo cartográfico en el que lo mismo Uruguay se subía a lomos del canal de Panamá que el Amazonas se transmutaba en vecindad para los canadienses. La gesta de reconducir la mirada del planeta, de poner los focos en la riqueza de la tierra y su heterogeneidad, es en gran medida la gesta de sus columnistas, que consiguieron captar la atención de todos no sólo hacia su literatura, sino hacia la realidad concreta de un territorio emergente que por primera vez se presentaba al mundo bajo un patronímico cultural compartido: América Latina. Y con un ramillete inacabable de excelentes escritores que se identificaban plenamente con la herencia de sus países, y a los que en ningún caso se podría tildar desdeñosamente de parisinos, como ocurría con Unamuno y sus invectivas a los modernistas.

El interés por el género, aunque catapultado por el boom y por la reconfiguración global del siglo XX, ya había fermentado en escritores anteriores, muchos de ellos responsables de una obra periodística que el escaso interés europeo hacia las publicaciones del subcontinente, junto al inmenso éxito de los firmantes en otros frentes artísticos, privaron de conocer la fama con relativa autonomía. Es el caso de uno de los grandes poetas de Perú, César Vallejo, que llegaría a ejercer con gran maestría el oficio, trabajando para La Reforma o La Semana y rubricando artículos que, por su gran diversidad temática –danza, teatro, problemas sociales, curiosidades, libros-, acabarían prefigurando los de los autores posteriores más conocidos. Durante años, y en algunas capitales como Buenos Aires o México DF, contando con aliados tan dramáticamente en sintonía como la comitiva española de grandes exiliados de la República. Francisco Ayala, verbigracia, fue artífice de las primeras publicaciones de Cortázar. Rastros, en sus infinitos azares, juegos y combinaciones que llegan hasta hoy; los de una escuela, el periodismo latinoamericano, transformadora y viva.