José Ovejero
Mientras estamos muertos
Páginas de espuma
151 páginas
Al sujeto lo elude la comprensión de sí mismo. A esta conclusión se llega después de leer buena parte de la filosofía ética producida desde mediados del siglo XX. En La condición humana (1958), Hannah Arendt aborda el problema desde una perspectiva social, refiriéndose a cómo reacciona el conjunto de seres humanos ante el estado del mundo heredado de la generación anterior. Michel Foucault se interesó en la cuestión de cómo se conforma la personalidad a partir de condiciones sociales dadas; pregunta que enuncia una y otra vez en sus obras publicadas entre las décadas de los años sesenta y los ochenta, como Las palabras y las cosas, Vigilar y castigar o los tres tomos de Historia de la sexualidad. Judith Butler postula que el recuento de uno mismo sobre el cual se elabora la propia identidad jamás sería un recuento in stricto sensu si no estuviera dirigido a las otras personas. A esto se refiere en su libro Giving an Account of Oneself (2005). Allí, las citadas obras de Arendt y de Foucault sirven de marco teórico para el análisis de Relating narratives: Storytelling and Selfhood (2000), en donde Adriana Cavarero toma ejemplos de literatura producida desde las tragedias de Sófocles hasta La autobiografía de Alice B. Toklas de Gertrude Stein para subrayar las estrategias narrativas por medio de las cuales los escritores —y las escritoras también, por supuesto— expresan sus rasgos esenciales en correspondencia con la época y el lugar desde donde escriben. La conclusión que propone Butler a la obra de Cavalero es que, si bien la identidad es una narración en la cual se da sentido al conjunto de rasgos propios que nos diferencian de los demás, el desgarro del yo es imposible de representar. Sin embargo, ese desgarro es único en cada persona y por eso es el más certero rasgo de la personalidad.
La pregunta sobre el yo es una que con frecuencia queda de lado, más en tiempos como estos cuando el nosotros es urgente. La imposibilidad de dar cuenta de uno mismo —o de una misma— es la mayor dificultad que afronta quien decide escribir una autobiografía. Ahora que la autoficción es una tendencia cada vez más cultivada y abundan los libros en ese género vale la pena problematizar el asunto: ¿cuánto de lo que leemos en estas obras corresponde a la intimidad real de quienes las escriben? Dar cuenta de la propia vida implica dar cuenta también de las vidas de aquellos que nos rodean. Porque la vida transcurre en constante interacción con los demás. La primera frontera de la personalidad es la familia: ¿constituye la familia nuestra otredad o es la persona quien se erige como otra distinta a la familia? La segunda frontera de la personalidad es la sociedad. La tercera, el Estado. Si persistimos perentoriamente en la obligación de contestar a preguntas como quiénes somos, en qué nos parecemos a los otros o por qué nos comportamos de la manera en que nos comportamos es porque la vida transcurre en constante interacción con los demás. Butler nos recuerda la imposibilidad de ser lo mismo que el otro, es decir: de fundirse dentro de la comunidad. Esto no quiere decir que no valga la pena intentarlo: la mejor literatura se ha producido persiguiendo este anhelo.
Mientras estamos muertos, el libro de cuentos más reciente de José Ovejero persigue ese anhelo. Partiendo de la premisa de que la historia personal también puede ser colectiva o, en términos tomados de las teorías de Butler, que el recuento del yo solo tiene sentido refractado en el tú, el autor nacido en 1958 en Madrid ofrece en su libro dieciséis relatos en donde narra la experiencia de crecer —o, en otras palabras, formar su identidad— durante la segunda mitad del siglo XX en España, cuando ocurrían dos procesos tan significativos como el paso de una sociedad en su mayoría rural a una urbana y la transición de la dictadura franquista a un sistema parlamentario democrático. La familia como primera frontera de la personalidad se convierte aquí en un vector a través del cual Ovejero intenta dar cuenta sobre de su yo desgarrado. «La familia, en aquellos tiempos de pobreza, era una sociedad de producción en la que cada miembro tenía su cometido», escribe sobre su infancia en uno de los relatos: «Los patronos eran los padres». El lenguaje de la cita da cuenta también de centralidad de la perspectiva de izquierda a lo largo del libro.
Ovejero afronta en el libro ese yo refractado en el tú señalado por Butler convencido de la imposibilidad de escribir autoficción sin hablar de lo que sucede alrededor, por eso los relatos abundan en anécdotas sobre problemas como las desigualdades, los desahucios y los suicidios. «He recorrido el mundo con esa sensación, la de ver imágenes que no estaban destinadas a mis ojos», escribe en el cuento «Breve historia de mi ascensión social». En este relato presenta un prodigio estilístico, pues condensa en un único párrafo de ocho páginas la vida de su familia que de vivir en las chabolas de Madrid pasó a un chalé en una urbanización, un movimiento que deja huella en él: «Mi marca de clase seguiría allí, una cicatriz sin herida porque no estaba en el cuerpo, sino en el origen, en estructuras socioeconómicas, en la herencia de la que no me tocó nada en un reparto de botín realizado durante generaciones, despojos traspasados de padres a hijos por los siglos de los siglos».
La intención de unir la historia individual con la historia reciente de España se lee como un prolongado diálogo consigo mismo que toma la forma de la narración de su entrada en la clase media; como ejemplifican los relatos «Yo brindé con champán el día que mataron a Carrero Blanco», «Recuerdo del suicida» y «Unas botas de trescientos cincuenta pavos». La materia de este último cuento son sus convicciones políticas y parte de lo que impresiona al lector aquí es la pericia de quien puede crear un relato a partir de la pura ideología. «Lo de ser de izquierdas una contradicción permanente», escribe allí: «Me gustaría mucho ser de derechas porque eso te permite estar de acuerdo todo el rato contigo mismo y te desgasta menos que estar obligado a pensar las cosas y juzgarte, y criticarte, y esperar que nadie critique tu incoherencia».
El personaje que con más frecuencia aparece en Mientras estamos muertos es el padre del narrador; en siete de los dieciséis cuentos está presente, incluyendo los cuatro en los cuales es el personaje principal. En él están representadas las masculinidades tóxicas de las zonas rurales forjadas durante la dictadura y, por eso mismo, su personaje es una bisagra entre el pobre pasado familiar y las holguras del presente. «Las manos del padre están hechas para el trabajo y la bofetada, para empuñar herramientas y castigar, y la madre, de la que cabría esperar más capacidad para la ternura, no ha aprendido a expresarla si es que la siente», escribe en el cuento «Él, Ella», en el cual también en un párrafo, ahora de dieciséis páginas cuenta la relación entre el padre y la madre.
Como este relato viene después de «Do you love me? (Like I love you)» en donde el narrador se refiere a su sobria historia de amor con E, no puede dejar de compararse a una pareja con la otra. Esta trasposición —el presente antes del pasado— se puede tomar como una clave desde la cual leer al padre. Según Butler, alguien puede darle forma narrativa a ciertas condiciones de su surgimiento como individuo, lo cual significa asignar significados a sus singularidades, preguntarse qué implica emerger en un contexto íntimo determinado o examinar cuándo y dónde se aprendieron ciertos discursos. A estas preguntas ser refiere Ovejero. Pero, como advierte Butler, lo único imposible de representar es el desgarro íntimo. O quizá sí, quizá sea justo en eso donde la autobiografía en cuentos de Ovejero sea más novedosa. Porque en Mientras estamos muertos el desgarro del yo aparece representado en el personaje del padre. Por eso el libro cierra con el recuento de su entierro real que sucede al inventado. He allí el logro más interesante de la autoficción actual en España: convertir en personaje aquello que no puede representarse.