Hipótesis. El diario siempre se sostendrá menos por su vocación testimonial que por la verosimilitud de su personaje.
Inocencia aprendida. Si el santo patrón de todos los diaristas, Samuel Pepys, no dejó una poética de su arte, no resulta ocioso preguntarse por qué habrían de hacerlo todos los demás. Es llamativo que algunos de los diarios y asimilables que más han gustado -pienso, en efecto, en el de Pepys, pero pienso también en todo lo que va de Stendhal a Alan Clark- destaquen por la inmediatez, por no decir la rapidez, que transparenta su escritura. Y es no menos notable que otros grandes momentos del género llamen la atención por todo lo contrario: su profunda elaboración. Pensemos, por muy distinta que sea su temperatura, en Jünger, en Pavese o en Pla. Así, tenemos en el diario la mayor y la menor autoconciencia literaria. Pero quizá importe señalar que, en ambos casos, el resultado puede ser harto parecido en al menos un punto: mayor o menor conciencia o voluntad literaria, al final siempre es la distancia y la voz de un autor concreto; el mundo visto con los colores que arroja su sombra. Quizá eso también explique que el género haya podido ir del mero aventar del día a día -Pepys, allá en su cielo, no debe de dar crédito a su culto- a ser un género con especial carga literaria: para lectores muy lectores y, con gran frecuencia, de escritores para escritores. Por mi parte, he querido siempre resistirme a tener, y más a formular, una poética del diario: la pregunta de por qué escribimos es una pregunta fundamental, porque preguntarse por la escritura no busca sino iluminar al hombre –in principio erat Verbum. Pero todos los que escribimos tenemos por deber el escribir; el de preguntarse por la escritura es deber supletorio. El diario exige abrazar la escritura como una inocencia aprendida, como un espacio de libertad interior, siquiera porque tal vez sea una conversación de siglos, pero vuelve a prenderse cada vez que nos ponemos.
Gajes. Por poca voluntad de escándalo que uno tenga, hay que reconocer que, si no te mete en algún problema, quizá no sea un diario. Pasarse de frenada es un riesgo del género, como en poesía lo es pasarse de precioso. El buen diarista juega siempre buscando la línea.
Personajes. De los diarios a la autoficción, hay un despuntar de cierta literatura personalísima favorecido por la nostalgia de una comunicación profunda, verdadera. La novela, claro es, no tiene el peso hegemónico que tuvo: basta un barrido con la cámara para saltarnos hoy la hora de meditaciones y maquinaciones de don Fermín de Pas en lo alto de la catedral de Vetusta. Quizá no sea demasiado arriesgado aventurar esto: los diarios pueden cubrir nuestra necesidad de personajes -pues no otra cosa es en ellos el propio autor- con cercanía y un mundo reconocible. De hecho, la primera persona del diario puede no estar lejos de la primera persona de las ficciones. Pocos géneros nos permiten, de modo tan rotundo, ponernos en los zapatos de otro yo.
Y a propósito del yo. Un diario es menos la vida de uno que la vida vista a través de los ojos de uno.
Intimidades, verdades. El diarismo ha conocido incluso suicidios en directo, y a la vez hay maestros del género -de nuevo Pla- con una relación con su propia intimidad que podía medirse en kilómetros. Personalmente, creo que el diario tiene más que ver con una parábola de nuestros días, con los pliegues de la vida, que con una desnudez de carnicería sentimental. Pero si la relación con la intimidad es problemática, la relación del diario con la verdad es crucial. Aquí solo haré un apunte: uno puede y debe pulir y reescribir, antes de publicarlo, lo que escribió -normal; a veces son solo bosquejos. Pero creo que uno no puede traicionar al que fue cuando lo escribía. Uno no puede completar o perfeccionar con lo sabe ahora lo que no sabía antes. Si la escritura diarística puede tener un punto moralista -todo son valoraciones-, debemos respetar aquello con lo que nos inquieta: el paso del tiempo por nosotros, nuestra incapacidad para reconocer al que fuimos. Tal vez por eso, de un buen diario, el diarista nunca sale del todo bien.
Uno puede leer a novelistas delincuentes o a poetas beatificados sin que eso nuble la relación con su obra. Un diario, sin embargo, será más o menos íntimo, pero siempre se lee desde la distancia más cercana: la confidencia. Uno necesita congeniar -más que en otros géneros- con el personaje que le plantea el autor. Un diario tiene algo de viaje que se le propone a los lectores: si el autor nos gusta, iremos con él donde nos lleve y durante el tiempo que haga falta; si no nos gusta, querremos apearnos lo antes posible, quizá tras una discusión
Viaje lector. Uno puede leer a novelistas delincuentes o a poetas beatificados sin que eso nuble la relación con su obra. Un diario, sin embargo, será más o menos íntimo, pero siempre se lee desde la distancia más cercana: la confidencia. Uno necesita congeniar -más que en otros géneros- con el personaje que le plantea el autor. Un diario tiene algo de viaje que se le propone a los lectores: si el autor nos gusta, iremos con él donde nos lleve y durante el tiempo que haga falta; si no nos gusta, querremos apearnos lo antes posible, quizá tras una discusión. No es infrecuente que el género haya propiciado para sus cultores tanto grandes odios como grandes apasionamientos. La voz del diario tiene algo personalísimo -de ahí, por otra parte, tantas concomitancias con la poesía, otra rama de la contemplación.
La novela de la vida moderna. Algunos escritores tienen un diario decepcionante -pienso en Thomas Mann- frente al resto de su obra; entre los libros de otros -pienso en Valentí Puig-, los diarios tienen un relieve propio muy acusado; por último, hay diaristas a tiempo completo. Incluso añadiría que hay autores -Azorín- cuyas páginas tienen, en su mayor parte, un aire de diario sin serlo. Uno puede llevar un dietario por muchos motivos. Generalmente, porque le hace una cierta compañía; en otras ocasiones, igual que los pianistas hacen dedos, por no perder la costumbre de escribir. También, como arrumbadero de materiales o crónica paralela de la factura de otra obra, por no hablar de cuando el diario se convierte en el lugar del desquite, etc. Para algunos, entre los que me incluyo, la escritura del diario va más allá de una disciplina del espíritu: con frecuencia, en una trayectoria laboral ajetreada, el diario es, simplemente, la única manera que he tenido de hilar la escritura a la vida, de mantener un ventanuco que me permitiera al mismo tiempo el placer del recogimiento y la mirada al mundo. Dicho de otro modo: el diario sublima muchas veces los libros que no vamos a escribir, a los que no vamos a llegar. Colma una urgencia o una angustia que tienen que ver con el sentido del tiempo y con la correspondencia a una vocación. En definitiva, queremos escribir para dar forma a algo y al final es la propia escritura la que nos da forma a nosotros.
Dreit nien. Igual que el viejo trovador quería hacer una canción de pura nada, el diario roba y se nutre de todos los géneros: la crónica, el retrato, el aforismo, la utillería del novelista y del articulista, el ensayo puro, hasta el poema en prosa. Halla en su modestia su grandeza y en su impureza lo puro. ¿Hay un discurso propio del diario? Lo propio del diario, lo que lo singulariza como género, es el tacto en él de la huella del tiempo, la continuidad. En lo demás, es la fiesta y el encuentro de los géneros. Con la generosidad de la literatura, cabe de todo. Con su darwinismo, solo si funciona.
Club diario. Todo buen lugar -bares, restaurantes, hoteles, supongo que hasta gimnasios- termina por parecerse a un club, y no sé si es excesivo pensar que los escritores que nos son más cercanos terminan por asimilarse a diaristas: ese sería el poder de su cercanía. Me cuesta leer a Azorín o incluso a Baroja y Unamuno, por centrarnos en una misma época, sin leerlos como diaristas, escriban lo que escriban; si leo las Venecias de Morand, me susurran como un diario aunque sean unas memorias: ¿quizá por el mucho tiempo que llevan dentro? Están los diaristas y está su familia extendida: la vida de Johnson nos parece más diario que los propios diarios de Boswell.
La necesidad de un paisaje. Una boutade: lo importante de los diarios íntimos es que no sean muy íntimos. La verdadera intimidad solo se da -¡lo profundo es la piel!- mediante rodeos. El diarista tiene que abrir la ventana: el apunte de las neurosis particulares será de utilidad para la ciencia, rara vez para el hedonismo de la literatura. De ahí que uno crea que el diario necesita un paisaje propio -el París de Léautaud, el capricho extremeño de Trapiello. Bernard Franck escribió que el mayor favor que podía hacerle un escritor a su posteridad era dejarles el aire de su época. Y supongo que la voluntad de captar algo de lo que les rodeaba es lo que llevó a muchos escritores a llevar un diario. A mí, desde luego, me confirmó la intención -me dio la oportunidad de pasar del fragmento postadolescente al intento de poner un espejo a un cierto Madrid. A veces, dar testimonio puede ser -como el sabio Jiménez Lozano- un emboscamiento; o, como Pla, un desdén a la propia época: el diario es género que ha alumbrado individualidades irreductibles.
Libros habitables. Si el diario es el libro del escritor moderno que busca escribir como sea y donde sea, también lo es del lector, que al final del día debe elegir si volver al libro o embobarse con Netflix. Algo en la corriente del diario te permite zambullirte en cualquier parte, lo que, debemos admitir, es una misericordia que pareciera pensada para contemporáneos. Por supuesto, esta es una ventaja adventicia. Pero esa corriente es la que da sentido y termina por cuadrar lo que de fragmentario, como la vida, tiene el diario. Y lo que contribuye a hacer de él su ideal: convertirse en un libro habitable, quizá no un mundo con sus propias referencias, pero sí una voz amiga o el salón donde acudes a protegerte del mundo.