El caso mejor conocido dentro y fuera de Colombia es el del nobel cataquero, cuyo éxito eclipsó largamente a muchos de sus coetáneos. En su obra, Gabriel García Márquez opone en términos dicotómicos y casi caricaturescos el mundo andino colombiano, caracterizado por la frialdad y la oscuridad, y el Caribe, luminoso y cálido. En Cien años de soledad (1967), por citar su obra más conocida, construye esos dos espacios antinómicos e irreconciliables, donde habitan cachacos y costeños, que después desarrolla en obras como El otoño del patriarca (1975), El amor en los tiempos del cólera (1985) o Del amor y otros demonios (1994). Esa construcción del Caribe colombiano sintoniza con el resto de la región en lo que atañe a la insularidad, a la presencia del colonialismo e incluso la esclavitud (Perdomo, 16-17), pero en ella, a diferencia de lo que harán otros escritores colombianos, el elemento afronegroide ha sido cuidadosamente suprimido, como estudió William W. Megenney, y sólo aparecerá, mínimamente y de forma estereotipada, en El amor en los tiempos del cólera (Bryan). Y, sin embargo, la crítica ha dicho de su obra que «se inscribe en una perspectiva posmoderna que fractura las oposiciones heredadas de la Ilustración, y erige un nuevo espacio por el que se introduce la voz marginal caribeña, suprimida por los centros de poder tanto coloniales como republicanos» (Perdomo, 217-218).
Pero Gabriel García Márquez no es una golondrina en el panorama colombiano. La emergencia, en los años cincuenta, del llamado grupo de Barranquilla, bien estudiado por Jacques Gilard, supuso una certera renovación, a partir de los años cincuenta, del hacer literario, en un momento en que en Colombia, al margen de Santa Marta y Cartagena, «la Costa y su humanidad mulata o se desconocían o inquietaban, como una presencia indeseable de las exóticas Antillas y del África oscura» («El Grupo», 908). Este grupo de amigos que se reunían para discutir de temas culturales estuvo integrado, entre otros, por Germán Vargas (Barranquilla, 1919-1991), Alfonso Fuenmayor (Barranquilla, 1917-1994), Álvaro Cepeda Samudio (Ciénaga, 1926-1972) y Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-2014) y se caracterizó desde sus orígenes por la enorme curiosidad hacia todo lo que viniera de fuera —una inquietud, de más está decirlo, de hondas raíces históricas en la costa Caribe—, así como un marcado interés por estar a la hora del mundo. En ese afán por abrirse al exterior, el grupo leyó con fruición no sólo la literatura del resto del continente (Borges, Cortázar, Onetti, Felisberto Hernández, Faulkner, Hemingway), sino también literatura europea (Virginia Woolf, Kafka). Como señala Gilard, los integrantes del grupo estaban convencidos «de que las posturas de valor universal pertenecían más bien a la Costa, mientras que las posturas provincianas predominaban en el interior y especialmente en Bogotá» (908-909). El grupo es, así, un perfecto ejemplo de cómo el Caribe colombiano ha estado abierto —sobre todo, si lo comparamos con lo que, por la misma época, sucede en la capital, Bogotá— a la influencia foránea, contrastando su espíritu de apertura con actitudes más localistas y cerradas.
El caso de Cepeda Samudio resulta especialmente sugestivo, pues en su obra y en su forma de entender la cultura se concretan muchas de las ideas de la teoría poscolonial en lo relativo a la problematización de la identidad, la relación entre escritura y oralidad, la condición del subalterno, y, en particular, las que Édouard Glissant plasmará en sus escritos con posterioridad. Con la excepción de los cuentos de Todos estábamos a la espera (1954), caracterizados por un realismo psicológico e intimista, el resto de la obra de Cepeda Samudio —incluido el relato «Hay que buscar a Regina», que integra el anterior volumen— recoge no sólo ambientes y paisajes caribeños, sino también una reapropiación de la historia de la región a partir de la inclusión de algunas de las contradicciones sociales y los acontecimientos más señeros del Caribe colombiano. Como ha señalado Álvaro Medina, el rodaje en 1953 de la película La langosta azul (1954) y el influjo del neorrealismo italiano habrían motivado ese cambio de enfoque, «el paso de lo subjetivo a lo objetivo, del episodio individual al suceso colectivo y del personaje alienado al personaje oprimido pero consciente de lo que sucede en torno a él» (423). Rodado en La Playa, uno de los corregimientos de Barranquilla, el cortometraje, de cuño surrealista, presenta a un gringo al que un gato le ha robado una langosta radioactiva y que recorre las calles del pueblo. Con esa excusa se muestran al espectador escenas de pesca, calles polvorientas, niños jugando entre el fango y el salitre, casas de madera típicas de la región…, mientras se aborda con humor e ironía la preocupación ante una posible guerra atómica. Lejos de la gravedad de La casa grande (1962), cuyos escenarios comparte parcialmente, la cinta ya pasa de modo incipiente lo que presenta —como después lo hará de forma mucho más abierta Los cuentos de Juana (1972)— por el tamiz de la mamadera de gallo, esa forma característica del Caribe de ver y enfrentar el mundo.
Pero será la novela La casa grande la obra que consiga aunar de forma magistral los conflictos internos y los externos, ficcionalizando uno de los acontecimientos más relevantes de la historia reciente del Caribe colombiano, como es la matanza de las bananeras, acontecida en Ciénaga, en diciembre de 1928, al intervenir el ejército colombiano para reprimir la huelga de trabajadores de la United Fruit Company. Lejos de «contar» la historia de una manera tradicional, el afán de Cepeda Samudio es ahondar en el impacto que el suceso tuvo en la memoria individual y colectiva (Mena, 5), novelar el secular miedo generalizado de la sociedad colombiana ante la transformación y el cambio y, acaso, hacer de la presencia de las compañías fruteras en el Caribe, un nuevo agujero negro de la región, como en su momento lo fuera la plantación (Benítez Rojo, 398). Construida como un laberinto (Saad), o, mejor, como «un rompecabezas de piezas que no parecen engranar» (Medina, 425), La casa grande se presenta, en su desmembración de capítulos independientes y sin ilación en las transiciones, como una novela archipiélago. El ejercicio de memoria y reescritura histórica se realiza, así, desde cada una de esas diez islas que son los capítulos del libro, plagados, además, de elipsis, hiatos narrativos o escenas independientes, en los que las tragedias particulares y las colectivas se suceden por yuxtaposición, sin construir puentes visibles entre cada uno de ellos, es decir, sin recurrir a una trama unificadora:
El tiempo del archipiélago y el tiempo del continente son contemporáneos. Es así como los pueblos, a quienes se ha pretendido separar de sus historias, reconstruyen sus memorias colectivas a través de fragmentos discontinuos, y saltan de piedra en piedra a lo largo de los ríos del tiempo. Crean sus tiempos y los consumen ad infinitum y, sin embargo, comparten con los demás pueblos —inclusive con aquellos que habían deseado eliminar sus memorias colectivas— la trama inextricable de este tiempo abierto, completamente actual, imprevisto y vertiginoso, del Todo-mundo (Glissant, «Pensamientos del archipiélago, pensamientos del continente»).
El aislamiento de los personajes, enclaustrados cada uno de ellos en sus propias islas —en sus piedras de río, para decirlo con Glissant—, se ve reforzado por los monólogos interiores (en los capítulos «La hermana» y «El hermano»), que vienen a subrayar el que será uno de los principales temas de la novela, el de la soledad. A pesar de la inexistencia de un discurso narrativo que aglutine los distintos aspectos presentados en el texto, al lector se le presenta la posibilidad de inferir que ambas tramas, la familiar y la colectiva, comparten el lugar-común de la represión y lucha contra la opresión, toda vez que el odio y la venganza fulgen como motores de la acción de dicho estado de mundo. Estas inferencias, sin embargo, se articulan gracias a un pensamiento no sistemático, que es el único válido para comprender una serie de procesos que escapan a las reglas de la lógica o para articular, como ese puzle cuyas piezas nunca terminan de encajar, los diversos hiatos narrativos:
El pensamiento-archipiélago, pensamiento del ensayo, de la tentación intuitiva, que se podría adosar a pensamientos continentales que serían sobre todo pensamientos de sistema. A través del pensamiento continental, aún vemos el mundo en bloque, en grueso, o como un chorro, como una especie de síntesis imponente, tal como cuando observamos sucesivas tomas aéreas de vistas generales de los contornos de los paisajes y de los relieves. A través del pensamiento-archipiélago, podemos conocer indudablemente las más pequeñas piedras de río e imaginar los huecos de agua que éstas cubren, dónde aún se albergan los cangrejos de agua dulce (Glissant, «Pensamientos del archipiélago, pensamientos del continente»).