Con ello vemos que nuestro experimentador tropical —como lo llamó Jacques Gilard— no sólo se opone con cada uno de sus libros al contexto conservador colombiano en que se inscribe —esto es, a la narrativa telúrica y costumbrista de los cuentistas grecoquimbayas (que es como llamaba el grupo a los narradores muy tradicionales de la región de Caldas), al «inventario de muertos» de la novela de la violencia y a los relatos comprometidos de otros autores contemporáneos—, sino que, al mismo tiempo, respira los aires de renovación que van llegando al continente latinoamericano. Sin ir más lejos, en 1967 habían aparecido el póstumo Museo de la novela de la Eterna, de Macedonio Fernández, así como Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, o De donde son los cantantes, de Severo Sarduy. No es necesario recordar que estas novelas, sobre todo la primera y la última, fueron calificadas de antinovelas, justamente por recrearse y llevar al extremo algunas de las presuntas fallas que encontramos en Los cuentos de Juana: el fragmentarismo, la discontinuidad, la ausencia de personajes con una psicología constante y unívoca, la incongruencia como técnica narrativa, entre otras.

Lo cierto es que ni Cepeda ha recibido en lo esencial la acogida que hubiera merecido en Colombia ni a Cepeda le interesó mucho lo que hacían sus compatriotas, más allá de la labor del resto de integrantes del grupo de Barranquilla y, en particular, de García Márquez. Pablo Montoya no sólo nos recuerda que su principal interés estuvo fundamentalmente en el Caribe y en cómo éste dialogaba con la literatura norteamericana, sino también que Cepeda pensaba, aun sin estar del todo en lo cierto, que poco o nada se había hecho hasta entonces en la literatura colombiana (444). Quizá la clave para entender ese mutuo desinterés radique en leer y considerar a Cepeda no a la luz de la tradición colombiana, sino como un escritor del Caribe en quien resuenan unas ideas y unas preocupaciones ajenas en buena medida al resto de la nación.

Así, en ese constante abogar por la universalidad que una y otra vez enarboló Cepeda y el grupo de Barranquilla contra el regionalismo chato, según ellos, imperante en el resto de Colombia, se entrevé el concepto de la caribeñidad, entendido, desde luego, como una de esas «inestables construcciones de plasma, en perpetua fluidez y cambio» (Benítez Rojo, 389), que garantiza la apertura a la novedad, la complacencia ante el cambio, así como la presencia de un sujeto criollo constituido por una multitud de teselas cuyos orígenes se exhiben con orgullo sin necesidad de difuminarlos y confundirlos. Y esto sería aplicable no sólo en el caso de la identidad personal y colectiva, que carecen de árboles genealógicos y son absolutamente rizomáticas, sino igualmente en lo que respecta al modo en que Cepeda se relaciona con los géneros literarios o traza la estructura de las obras, pues ya somete a los unos a un zapeo constante como dota a las otras de una configuración tesélica que dificulta su adscripción a un todo. Asimismo, en lo concerniente a la relevancia de la oralidad, la cultura popular y el ritmo, buena parte de la obra de Cepeda encajaría en esos «fluidos límites de la nueva caribeñidad» (Benítez Rojo, 393), llegando a su cenit en el prefacio de Los cuentos de Juana, donde, además de jugar con el polirritmo y la cadencia de la frase, se tematizan las voces que configuran ese coro costeño. Y, sobre todo, a la hora de erigir su propio imaginario y perfilar su escenografía, Cepeda tiene más la vista puesta en la región del Caribe que en la propia Colombia, de ahí el afán por la creación de una mitología «caribe» que refiere el presunto origen de los huracanes, por hacer de la charada un símbolo aglutinador en un espacio anacrónicamente colonial, bañado por un mar que se denomina el mar de Juana (Obra literaria, 321), o por convertir la mamadera de gallo —el equivalente costeño del choteo cubano— en una presencia constante. La obra de Cepeda Samudio, en la cual se aglutinan buena parte de las ideas de la teoría poscolonial, en particular, las ideas de Édouard Glissant en lo relativo a las nociones de archipiélago, opacidad, identidad rizomática, criollización o a la habilidad para llevar a cabo, mediante la escritura, una reapropiación de la historia de la región, es además un precoz y magnífico exponente de las transformaciones que experimentaría la literatura en los albores del siglo xxi, con un nuevo horizonte transmediático, promotor de la fusión, la alternancia y la transversalidad de los géneros. Su contemporaneidad radica, pues, en el modo en que sus textos nos hablan hoy en día y se dejan interpretar a partir de las categorías críticas de nuestro tiempo presente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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