Constatamos así que, aunque sin ninguna articulación teórica, ya se encuentra en la práctica literaria de Cepeda el gusto por la diversidad, por la mezcla, por el pensamiento no sistemático característico del pensamiento archipiélago, aquel que deja la puerta abierta a lo imprevisto y en el que la oralidad y la escritura van de la mano (Glissant, Introduction à une poétique du divers, 44). Porque a pesar de que Cepeda siempre se mostró reacio al uso de las hablas populares en aras de la universalidad (Montoya, 449), sí vemos que en sus textos hay un afán por que la escritura se haga eco de la cadencia y del carácter imprevisible de la oralidad y viceversa, como puede verse tanto en La casa grande como en buena parte de Los cuentos de Juana, en particular en el prefacio. Tampoco resulta difícil ver en el rechazo a la transparencia característico de Cepeda una cierta resistencia a la forma en que el humanismo occidental vio el mundo y una crítica, en última instancia, al pensamiento continental. Sin ir más lejos, la reticencia del grupo de Barranquilla ante el género ensayístico se entiende mejor si, a las razones que esgrime Gilard («El Grupo», 913), le sumamos la reivindicación de la intuición y el rechazo del racionalismo de origen europeo. Como señala Perdomo a propósito de García Márquez, éste «erige una escala de valores distinta, cuyo centro es la forma “caribe” de estar en el mundo y que trastrueca los tradicionales conceptos de centro y periferia. Al afán taxonómico europeo […], García Márquez opone la intuición y el desorden existencial caribeños para aproximarse a la realidad» (207). Algo similar podría afirmarse de Cepeda, en quien encontramos una posición ante el género desde postulados caribes propia del pensamiento archipiélago que se revela, por otra parte, premonitoria de lo que acontecerá con el ensayo a principios del siglo xxi, cuando habrá mutado para albergar la pluralidad y diversidad de las prácticas ensayísticas contemporáneas (Mora, 5-6).
Esa forma «caribe» de estar en el mundo se proyecta igualmente en la obra de Cepeda no sólo en el contenido, sino también (y sobre todo) a la hora de concebir la estructura y al pensar su relación con los géneros literarios. El ejemplo más notable (y también el que peor recepción ha tenido) es el de Los cuentos de Juana, un libro que sólo ahora, a casi cincuenta años de su publicación, parece que empieza a ser comprendido, al ser estudiado desde un paradigma menos rígido y al estar abierta la crítica a nuevas constelaciones genéricas. Es de notar que, hasta 2015, fecha en que aparece en Archivos la edición crítica de su Obra literaria a cargo de Fabio Rodríguez Amaya y Jacques Gilard, las condiciones de edición de Los cuentos de Juana habían sido lamentables, con numerosas erratas y poco cuidado por parte de los editores con los elementos paratextuales. Un texto con ese historial, de aparición cuasi póstuma, nada condescendiente con el lector, que, además, hace gala de un humor desbordante, de una gran irreverencia y que, en líneas generales, se sitúa lúdicamente bajo el signo de esa forma de humor netamente «caribe» que es la mamadera de gallo, no podía sino estar condenado al ninguneo crítico (véase Samper Pizano). Existen, por supuesto, motivos extraliterarios para ello, señalados en su día por Jacques Gilard y más recientemente por Ariel Castillo. Pero, al esbozar las causas de ese desconocimiento u olvido en que cae Los cuentos de Juana, no hay que perder de vista la ambigüedad genérica de la obra, en la que se mezclan alegremente los géneros, ni el carácter aglutinante de la propuesta de Cepeda-Obregón (el libro estaba ilustrado por el pintor Álvaro Obregón, también integrante de ese grupo de Barranquilla), ambas tan incómodas para los taxónomos.
Tampoco hay que dejar de lado el hecho de que, a diferencia de lo que sucede en los anteriores libros del autor, Todos estábamos a la espera y La casa grande, que eran textos emparentados con Hemingway y Faulkner y claramente vinculados con las enseñanzas de Ramón Vinyes y la cabeza más visible del grupo de Barranquilla —Gabriel García Márquez—, Los cuentos de Juana se aleje de esa estirpe de narradores, vire hacia otras prácticas contemporáneas y anticipe de forma incipiente ciertas propuestas transmedia (Quesada Gómez, «Adaptaciones»). Porque si la primera y la segunda obras bien podrían pasar por obras del boom, la tercera muy a duras penas podrá ya reconocerse en ese paradigma. De hecho, me parece que el libro admite una lectura muy actual a partir de lo que Jorge Carrión ha denominado el zapping de géneros, una categoría crítica que aplica para entender la obra de autores de finales del xx y del xxi y que, partiendo del concepto de la compresión del espacio-tiempo a mano de distintos autores, gracias a la utilización del cambio de canal televisivo como herramienta literaria, servirá, a partir de los noventa, para reproducir otros cambios. Así, el cambio instantáneo de canal dará paso a otros cambios: de país, de idioma, de voz, de géneros (Carrión, 62-63). El texto de Cepeda Samudio, en efecto, transita entre el teatro del absurdo, el relato breve, el cuento de tradición oral, el chascarrillo, el guion cinematográfico o la poesía, de un modo que nos permitiría ver el conjunto como una novela (Rojas, Quesada Gómez, «Los cuentos de Juana»), pero también concebirla en los términos en que Carrión lo hace al hablar del zapping de géneros.
Al fragmentarismo del texto y al brassage des genres, cabe añadir la presencia intensa del Caribe. No en vano la primera viñeta, tras el prefacio («Las muñecas que hace Juana no tienen ojos»), abre la obra, simbólicamente, al mar, del mismo modo que en «Como me han dicho que vas a vivir en la Florida» crea tanto una mitología ficticia en torno al nacimiento de los huracanes como una red imaginaria que unen el norte y el sur de la región Caribe, desde Siape, un barrio costero de Barranquilla, hasta la Florida. Con lo que comprendemos que «se trataba, para él, de asimilar sincretismos antiguos e interiorizar mitologías propias [con la idea] de diferenciar el Gran Caribe de las otras áreas geoculturales del continente y sus respectivas cosmogonías» (Rodríguez Amaya, «El doble reto», LXVI). Y traza, de este modo, una geografía «caribe» un tanto difusa que abarca desde el norte de Sudamérica hasta el sur de Norteamérica y en donde elementos como la charada —que, en un ejercicio máximo de sincretismo temporal y espacial, es llevada por Fray Bartolomé de las Casas, no a La Española ni a Cuba, sino a Ciénaga— establecen vínculos secretos entre la Costa colombiana y el resto de las Antillas hispanas al estar bajo el mismo régimen poético de la charada (Obra literaria, 327).
También resulta aplicable a Los cuentos de Juana la noción de la identidad como rizoma propuesta por Glissant, no únicamente a la hora de esbozar los fundamentos de una región con una mitología que, partiendo de Barranquilla, se quiere pancaribe, sino también al analizar la propia estructura del texto, entre cuyos capítulos se establece una muy particular relación de superposición y diferencia que niega la consanguinidad y la noción de pertenencia a un todo características del enraizamiento. Se entienden así mejor la fragmentariedad de la obra, la heterogeneidad de técnicas y de voces narrativas, la incongruencia y presuntas contradicciones del conjunto, así como la rareza misma de la obra, donde tienen cabida sin mayores problemas el absurdo, el chiste, el humor y otros elementos que en otros casos han llevado a la crítica a hablar de antinovelas y han impedido, sin más, que se la piense siquiera como novela o —siendo un poco más ambiciosos y desde nuestro punto de vista del siglo xxi— como el texto que juega lúdicamente con las convenciones genéricas. En consonancia con el fragmentarismo del texto y con su repudio de la trama, se sitúa Juana, el proteico personaje de identidad rizomática, cuya heterogeneidad y multiplicidad invocan las características atribuidas por Deleuze y Guattari al rizoma (13-14) y que Glissant proyectará sobre el Caribe porque, según él, es el que mejor define la compleja y heterogénea cultura antillana. En esa línea, lejos de poseer una personalidad definida y monolítica, Juana son muchas Juanas, algunas de ellas contradictorias: colombiana y gringa de Arizona, rabiosamente contemporánea y colonial, desenvuelta y apocada, culta y popular. Y como cada uno de los capítulos o viñetas que conforman el conjunto posee un estilo diferente, tenemos Juanas con tintes fantásticos, con rasgos melodramáticos, Juanas de chiste, en un constante y metafórico proceso de carnavalización que constituye un mosaico variopinto. Entrevemos, pues, que, en la misma línea del concepto de criollización glissantiano, los distintos elementos/aspectos que conforman a esta Juana criolla no se diluyen sin más en una suerte de melting-pot, sino que se entremezclan sin confundirse, construyendo así una peculiar identidad pancaribe que exhibe las múltiples diferencias que alberga en su seno.
La obra se alinea igualmente con la opacidad enarbolada por Glissant como estrategia de resistencia (Poetics of Relation, 189-194), al sumarse a una tradición cuestionadora de las distintas formas de mímesis y distanciarse ostentosamente del realismo ingenuo (Caicedo), aunque también del mágico. Es una circunstancia que no se evidenciaba claramente en sus obras anteriores (por supuesto, no en Todos estábamos a la espera, pero tampoco del todo en La casa grande) y que coloca a esta obra a la hora del mundo, como querían los integrantes del grupo de Barranquilla. Pero justamente por eso será sistemáticamente calificada de extraña por la crítica. Si en su afán por narrar la complejidad de la historia de Colombia desde una perspectiva múltiple, abandonando lo mimético y dando paso a lo simbólico, La casa grande podía ser considerada sin grandes dificultades como novela del boom, en Los cuentos de Juana Cepeda Samudio ya se ha distanciado suficientemente de los afanes totalizadores de sus coetáneos y se alinea más bien con la que será una de las vertientes del postboom: aquella en la que se intensifica la crisis de la representación y en la que prima la libertad estética para explorar nuevas posibilidades del texto literario. En esa aventura, ni el humor ni el absurdo quedarán fuera, como tampoco lo harán otras artes, como la pintura y, sobre todo, el cine, apuntando tempranamente al panorama transmedia que hoy tan normal nos resulta.