POR DANIEL SALDAÑA PARÍS

Escribo esto en una oficina sin ventanas, en la biblioteca. La calefacción está descompuesta y tuve que dejarme la chamarra y la bufanda puestas. Hay tres lámparas aquí, unos treinta libros, un corcho con postales y post-its, una computadora. No es, a primera vista, un lugar muy estimulante. Si esto fuera una autobiografía, iría por pésimo camino: no hay nada en el espacio que anticipe grandes emociones, ninguna vida de acción digna de ser contada. Y sin embargo he vivido aquí dos meses intensos, me he reído, he llorado y he tenido revelaciones modestas y una historia de amor arrebatada.

He estado viniendo a la biblioteca casi todos los días durante estos dos meses. En general me quedo entre cinco y ocho horas, aunque a veces he llegado a pasar todo el día aquí encerrado, en esta oficinita oscura y fría. No es que sea una persona productiva: aquí mismo almuerzo, me echo la siesta, tomo café y pierdo el tiempo. Para perder el tiempo pido todos los libros que se me ocurren y los leo a medias, como buscando algo sin saber exactamente qué, pero encontrando siempre otras cosas. En los últimos días he hojeado libros sobre la verdadera identidad de B. Traven, sobre el movimiento independentista puertorriqueño, una antología de poesía mexicana traducida por Samuel Beckett (que no hablaba español pero tradujo a Sor Juana y a López Velarde con solvencia, porque necesitaba dinero), varios libros de arquitectura y Del matrimonio entendido como una de las Bellas Artes, de Julia Kristeva y Philippe Sollers.

Esto siempre es una verdad, pero aquí, sin ventanas para asomarme al mundo, es una verdad más contundente: mi autobiografía es indistinguible de mis lecturas. Si quisiera escribir algo genuinamente autobiográfico tendría que reescribir los párrafos exactos que he ido leyendo de todos esos libros, intercalados tal vez con una lista muy puntual del régimen de botanas y refrescos que consumo. Sería una autobiografía impersonal y polifónica, una mezcla de citas sin contexto sobre el proyecto original de Ciudad Satélite, «Ante un cadáver» de Manuel Acuña, marcas de cacahuates salados y la parca enumeración de las tazas de café bebidas. Y aún así, contendría más verdad sobre quién soy que todo el entramado de ficciones chatas y lugares comunes que constituye mi presencia en las redes sociales.

Pero es que en general, me parece, cualquier ejercicio autobiográfico que se proponga un nivel de radicalidad ajeno a las fórmulas fáciles del hashtag, cualquier escritura del yo que se pretenda fiel a la complejidad del mundo, termina por dinamitar la idea de individuo, por difuminar sus fronteras, emborronando el cacareado yo hasta volverlo irreconocible.

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Hace diez años, en 2012, publiqué un librito de poemas titulado La máquina autobiográfica donde por primera vez ponía en negro sobre blanco algunas de las preguntas o inquietudes que me asaltan en relación a la escritura autobiográfica. Una década después, no creo tener nada más claro. Quizás por eso esperé hasta el último minuto antes escribir este texto, y sólo me senté a hacerlo, un viernes de octubre, en esta oficina sin ventanas, cuando el señor editor me mandó un amable recordatorio en el que no era difícil advertir una nota de impaciencia: ya había pasado más de una semana de mi deadline y yo guardaba un silencio estratégico, como si me escondiera torpemente detrás de un poste para no ser visto.

Ninguno de los dos, por cierto, coincide plenamente conmigo, pues para que exista escritura autobiográfica, en contra de lo que se suele suponer, tiene que existir una distancia fluctuante entre autor y narrador, un espacio que se abre entre ambos y que posee una cierta temperatura. Ese espacio se llama, en su límite inferior, “intimidad”, y se puede llamar “autoparodia” en su límite externo

Quizás el señor editor se acordó de que no había recibido mi texto porque últimamente no logro esconderme por completo. Me propongo escribir en tercera persona, una historia que transcurre en otra época, y termino asomándome al texto, una primera persona que entra y sale de escena como si se confundiera de salón todo el tiempo. Y esa falta de pudor no se limita al dominio de lo textual. También cuando me propongo desaparecer de las redes, abandonar para siempre esos chiqueros inmundos de los que reniego con tanta frecuencia, termino regresando a los pocos días, arrojando una imagen más al mar de imágenes prescindibles en donde me ahogo día a día. Como si la persona que alimenta esos contenidos fuera totalmente distinta, un yo que reclama su plena autonomía, más extrovertido, más seguro y más afincado en su propia imagen de lo que yo estaré nunca. Un yo que crece a mis expensas y que vive convencido de que la vida puede contarse como una película lineal, sin desviaciones; una concatenación de respuestas a la pregunta «¿Qué está pasando?», cuando lo cierto es que muchas veces importa más lo que no pasa.

La premisa de las redes parece ser: si uno proyecta, en una pantalla, todas las fotos que ha subido a internet, en orden cronológico, desde el primer attachment enviado hasta el post más reciente, obtiene algo así como un autorretrato fidedigno. Pero la vida es mucho más sucia, por suerte. Una sola imagen puede ser inagotable desde el lenguaje, de modo que alguien podría decidir hablar de sí mismo describiendo solamente —hasta exprimirle el detalle— la imagen de lo que tiene en su mesita de noche. No hay una sola forma de contar la vida, por más que el algoritmo (metonimia de un mundo de intereses económicos que decide esas cosas) pretenda lo contrario.

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En La máquina autobiográfica no intenté tematizar realmente el problema de la autobiografía, sino representarlo, en el sentido teatral de la palabra. La primera persona convertida en personaje, casi en alegoría. Más que pensar sobre los géneros autobiográficos desde un tono ensayístico, abordaba el asunto como una ópera bufa. La intuición detrás de esos poemas era que la escritura autobiográfica dependía de una cierta inestabilidad de los pronombres personales, de la posibilidad de pasar de la primera a la tercera persona y de regreso, y de las consecuencias de ese desplazamiento. Desde entonces, no he dejado de sentirme incómodo, y fundamentalmente idiota, cuando trato de articular, aunque sea para mí mismo, algo parecido a una teoría personal de lo autobiográfico.

En paralelo, durante estos diez años fue proliferando, como en un frasco de hongos tibetanos, algo parecido a un personaje, o un protopersonaje: mi personalidad de las redes sociales. Primero se trató de una personalidad amarrada fundamentalmente a la palabra, en mi cuenta de Twitter (2012-2016), y luego más dependiente de la imagen, en Instagram.

Siempre me ha interesado la ficción en donde conviven personajes con distintos grados de profundidad, o personajes desarrollados desde la complejidad psicologista con otros que parecen descendientes de la comedia dell’arte y sus arquetipos. Quizás por eso me gusta la idea de un protopersonaje, trazado a brochazos en las redes sociales, y su posible relación —o falta de ídem— con un personaje más matizado, construido lentamente mediante repeticiones y variaciones en mis diarios personales o en mis ensayos. Ambos comparten nombre, apellidos y un puñado de detalles biográficos, pero son esencialmente distintos. Ninguno de los dos, por cierto, coincide plenamente conmigo, pues para que exista escritura autobiográfica, en contra de lo que se suele suponer, tiene que existir una distancia fluctuante entre autor y narrador, un espacio que se abre entre ambos y que posee una cierta temperatura. Ese espacio se llama, en su límite inferior, «intimidad», y se puede llamar «autoparodia» en su límite externo.

Una posible escritura autobiográfica forzaría la convivencia entre ambos personajes: este que narra aquí, que no tiene nada claro pero está feliz así, atrapado entre citas aleatorias en una oficina sin ventanas, y ese otro, de tristeza calculada, que busca repetir un mismo ángulo en las selfies. Anticipo una batalla cuerpo a cuerpo en esa autobiografía posible. Una historia criminal. Tal vez una superación dialéctica.

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En algún momento, hace un par de años, alguien abrió una cuenta de Facebook con mi nombre y mis fotos, y se dedicó a insultar desde ahí a distintas personas del medio literario. Un tiempo después, me enteré de que alguien, supongo que otra persona, había usado mis fotos para abrir una cuenta de Bumble –una aplicación para encontrar parejas sexuales o sentimentales–, aunque con otro nombre. Me ha vuelto a pasar en otras redes, en otros momentos. Al principio, descubrir a esos otros personajes, aún más deslavados y esquemáticos que el que yo mismo sostengo, me provocaba un vértigo instantáneo: podía oír mi propia sangre pulsando en mis oídos, sentía una especie de náusea, ganas de gritar y de desaparecer al mismo tiempo.

«Alguien se robó mi identidad», se suele decir, pero es un diagnóstico impreciso. Alguien me robó, más bien, algunos rasgos de un personaje en el que llevo un tiempo trabajando, y ese nuevo titiritero no estuvo a la altura: degradó al personaje, pervirtió su esencia. Mi personaje nunca habría insultado abiertamente a alguien, lo suyo es la ironía desencantada, las indirectas mordaces. Mi personaje no se llamaría Mauricio, no declararía su amor al deporte, no se jactaría de haber ido al Tíbet (no he ido).

De las muchas maneras de hacer saltar por los aires la idea de individuo, la que yo elijo es la multiplicidad. No sólo en términos de identidad (esa proliferación de hongos tibetanos) sino, sobre todo, de historias incompatibles. Una vida en la que quepan tantas otras que sea imposible contarla de manera lineal, o haciendo caso al algoritmo

Pero en el fondo sé que soy un poco culpable de que me haya pasado eso, porque la idea de robarse ese nombre, ese puñado de datos biográficos, esas fotos, tiene que ver con mi dedicación al protopersonaje, con el hecho de que nunca he ofrecido, en redes, la complejidad, la inestabilidad, el puto pánico y la risa desatada con los que vivo de verdad mi vida. No porque no quepan ahí: creo que podría hacerlo; podría desplegar un ejército de bots-heterónimos que dieran cuenta de mis muchas versiones, o experimentar un poco más con el formato, al menos. Pero me reservo los matices y el juego para la construcción del personaje textual ­—este yo medio lírico que desde aquí enuncia.

Hace poco leí la historia de una estafadora digital muy sofisticada: una mujer que construyó una red entera de avatares vinculados entre sí con los que atrajo y cautivó a otra mujer, a la que sedujo con esas falsas personalidades durante diez años. La mujer engañada creía estar en una relación a distancia con un hombre, y siempre que estaba a punto de conocer en persona a su amado, sucedía algo terrible que le impedía verlo. Esa compleja ficción, levantada con el nefasto propósito de quebrar emocionalmente a alguien, ¿no será también una forma oscura de autobiografía?

En vez de eso, en mis redes elegí la contención, la sensatez de un personaje descifrable, idéntico a sí mismo.

¿Debo castigarme moralmente por esa traición? Por supuesto que no. Al contrario: la voy a seguir practicando. Voy a ser insoportablemente frívolo, a compartir una foto de mi merienda, a enseñarle al mundo cómo me veo con coletas y a procesar un divorcio compartiendo un meme. Voy a jugar a que Spotify me diga qué canciones fueron importantes sólo porque las escuché mucho, aunque en el fondo sepa que una canción escuchada una sola vez en el momento justo puede calar más hondo que otra repetida diez veces para saltar la cuerda.

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La oficina parece estar cada vez más fría. Los dedos se me entumen y me cuesta trabajo teclear. Cada vez más, sucede que pulso dos veces una misma letra, por accidente: ccada vvez más, sucedde… Hay una elocuencia del error. Una forma poco calculada de ser uno mismo en la escritura, de ser uno mismo en el mundo. Propiciar el tropiezo y la torpeza es una vía hacia uno mismo, hacia una verdad distinta. Una lista exhaustiva de las erratas que cometo, o de las que más repito, podría ser otra forma reveladora de lo autobiográfico.

Cuando tecleo correos a prisa, a menudo me equivoco al firmar con mi propio nombre. Me como la «D», o escribo «Dnaiel», «Dniale», «Danile». A veces los mando así, luego me doy cuenta y me imagino cómo será la versión de carne y hueso de ese heterónimo accidental: un Daniel con el párpado un poco caído, con una pierna más larga que la otra, con cejas más oscuras.

De las muchas maneras de hacer saltar por los aires la idea de individuo, la que yo elijo es la multiplicidad. No sólo en términos de identidad (esa proliferación de hongos tibetanos) sino, sobre todo, de historias incompatibles. Una vida en la que quepan tantas otras que sea imposible contarla de manera lineal, o haciendo caso al algoritmo. Un vaso rebalsado de ficciones, de lecturas, pero también de vulnerabilidades sobreexpuestas, de momentos de frivolidad gozosa, de imágenes robadas, repetidas o falseadas por esa larga errata que es la vida.