POR MARGARITA GARCÍA ROBAYO

Cuando estoy en Buenos Aires hago gimnasia tres veces por semana. Rara vez fallo. Cuando viajo no hago nada. Me encierro en la habitación del hotel a leer y a escribir hasta que baja el sol (no me encanta el sol) y salgo a pasear. La gimnasia que hago implica un tipo de acrobacia muy pero muy elemental. Pararse de manos, hacer medias lunas, trepar sogas y rampas, colgarse en anillas y hacer volteretas, y trasladarse con las manos en largos trechos de monkey bars. La profesora me felicita cada tanto. Me dice que, para la edad que tengo, mi cuerpo responde bastante bien. Siempre acota eso: «para la edad que tenés, ese salto es un diez». O: «para la edad que tenés, ese músculo está entero». Su forma de estimularme consiste, primero, en dejarme claro que no tengo la edad apropiada para desarrollar de manera competente una habilidad deportiva, que es tarde para mí, que ya no seré Nadia Comaneci.

«Mejor corre», me dice una amiga que participa en maratones, como buena parte del mundo occidental contemporáneo. Correr es popular porque no requiere más que tesón. «Tú puedes», me dice, «si yo pude, tú puedes». Otra cosa que requiere es ese discurso optimista y vacuo que termina convenciendo a quienes lo repiten de que no hay límite posible, de que el espacio por conquistar con sus tenis inflados es infinito. Yo le sonrío porque si le contesto la hiero. Obvio que puedo, cualquiera que tenga un par de piernas funcionales puede correr. La disciplina es una virtud, no una destreza.

Pero no es por eso que no corro, sino porque (vaya a saber por qué tara irresuelta) la limitación a la que me enfrenta esa otra gimnasia, me resulta estimulante.

A veces pienso que fue eso mismo lo que me hizo encontrar refugio (alivio) en la escritura. Saberme limitada, oscura entre lumbreras. Cuando escribía solo para mí, la blandura de mi formación no me resultaba un lastre. Tuve una educación tradicional, canónica y católica, o sea mediocre, propia de mi estrato (clase media) y geografía (caribe colombiano). Pero escribir para otros (quiero decir publicar) vino con el vicio de compararme. Entonces me vi desprovista. Hay un camino muy claro para convertirse en escritor colombiano, una especie de tutorial que empieza por estudiar alguna carrera afín al mundo de las letras, preferiblemente en la capital; seguir con una maestría, definitivamente en el exterior; elaborar una tesis asesorada por un escritor de prestigio que, más adelante, mute en primera novela con éxito de crítica. Así se empieza, así es como se lanza un joven escritor colombiano al mundo, con algo concreto bajo el brazo, un expediente respetable, un artefacto puesto en marcha. Después se ve. Yo no tuve eso, me faltó el bagaje con el que se visten otros. Y, así como un cuerpo no rejuvenece, un bagaje no se improvisa. Con suerte, se imita. Solo que para imitar se requiere un talento del que también carezco, el talento de la obediencia. Observar, acatar, traducir, registrar sin comillas. Ni idea, lo mío era hurgar en la maleza, pero todavía no lo sabía.

Pero no se me dio así, mis circunstancias fueron las que fueron, y con esto quiero decir que para mí la escritura tuvo que nacer, obligatoriamente, como un experimento

Ahora sé que lo que llamo limitación es un eufemismo de resentimiento. «Tienes un hueco enorme en tus lecturas iniciáticas», me dijo un día un escritor. ¿Según quién?, pensé entonces, pero no se lo dije; lo escribí en un texto que salió en una revista (así como este) y cuando él lo leyó me dijo: «Tu literatura es una forma rebuscada del rencor». Esa vez le contesté: «Y la tuya es una forma rebuscada».

No aplaudo la ignorancia.

Me mortifica no saber todo lo que querría. Desconocer el arte de citar en catarata, o sea, repetir frases ajenas amparada en una tradición.

Mis lecturas de los veintes fueron una carrera desbocada (y sin éxito) por ponerme al día.

Si mi familia hubiese tenido más dinero y yo más claridad de miras, les habría suplicado mandarme a estudiar afuera.

Pero no se me dio así, mis circunstancias fueron las que fueron, y con esto quiero decir que para mí la escritura tuvo que nacer, obligatoriamente, como un experimento. Hacer lo que necesitaba hacer con lo único que tenía: la potestad de mirar el mundo externo, recortarlo y rearmarlo antojadizamente, según las reglas del mundo propio. Y eso es lo mismo que tenemos todos. De niños, además, tenemos mucho ocio. El ocio es un gran laboratorio. Puede que en el ocio tampoco germine la erudición, pero se cocinan mundos propios vastísimos y hondos, o eso que después, cuando nos volvemos adultos pretendidamente ilustrados, llamamos «subjetividad». De niña, tener un mundo propio me salvó de castigos y sermones. Por cansancio, a los más despistados nos terminaban considerando inimputables y nos dejaban de lado: «no hay caso, vive en su mundo».

Así, mientras me inventaba un bagaje, se me iba llenando la boca de piedras. Crecía en mis ganas toscas de decir. Encontré material enhebrando nimiedades, cosas minúsculas que tiñen la vida de cualquiera, pero que no cualquiera puede ver. ¿Por qué? Por miopía y por desdén. Sobre todo por lo segundo. Eso que llaman «la vida» o «la experiencia» suele desdeñarse como materia narrativa porque cuando se la mira por primera vez está vestida de capas gruesas, obvias, aburridas. Lo visible está hecho de capas que te impiden ver, hay que sacarlas del medio para encontrar algo. El desamparo en el que me encuentro cuando escribo me sirve de cuchillo. Uso ese cuchillo para rajar lo visible y buscar algo que no se ve, que a veces no se entiende porque, justamente, una de las capas más gordas con las que se cubre la vida es la de la pretensión de entender.

Mientras más miraba, mientras más cavaba, mientras más veía y menos entendía, me iban llegando ramalazos de lo que terminaría convirtiéndose en mi foco de interés, en mi motor, en mi motivo. La molestia, la incomodidad, la rabia, la violencia y, sí, claro que sí, el resentimiento, pero ya no porque me sentía tan hija de menos madre, sino porque me sentía parte de un mundo híper normado frente al que había que rebelarse. Ya no me preguntaba: ¿por qué estoy enojada? Me preguntaba ¿cómo es que hay alguien que no lo está? No me asusta el odio ni el sufrimiento ni el basurero emocional en el que, a veces, me zambulle la escritura. Me asusta la obediencia a las reglas de un formato cerrado, el sujeto y el predicado peinados como buenos alumnos, la reproducción del tópico del momento. La rabia también es un tópico y una tendencia, y en ese caso también me asusta, pero menos: porque es fácil reconocer el artificio, porque al cabo de unas páginas se traduce en ruido.

La rabia auténtica es un amor herido que engendra frases parecidas a ladridos o a portazos secos que, en el mejor de los casos, nos impregnan de deseos de libertad. No es que me gusten los autores que, necesariamente, usen la vida para escribir: me gustan los autores que, para escribir, usan sentimientos vivos, que inundan sus cuerpos y sus cabezas y que se les sale por los dedos. Cuando les sale bien, esos textos ocupan un lugar singular, distinguible, en el mundo, y ningún otro. Cuando les (nos) sale mal, por lo menos se agradece el intento de rebelión, el sacudón insolente que se resiste a la inercia.

Me entristecen, en cambio, los textos cuyo único propósito es contarme una historia. Cualquiera que esté más o menos alfabetizado te cuenta una historia (una muy pobre o una muy extraordinaria, me da igual). Para contar una historia hay que sentarse y hacerlo: teclear una palabra, después otra y después otra. Y así, la disciplina, otra vez, imponiéndose como la gran cosa.

Creo que lo valioso de cualquier historia se anida en lo que no se cuenta, porque es inabarcable.

¿Sobre qué escribes?

Y decir: sobre todas las cosas del mundo y su significado.

Y creérselo. ¿Por qué no? No hay que avergonzarse por ser más pequeños que nuestras ambiciones.

La rabia auténtica es un amor herido que engendra frases parecidas a ladridos o a portazos secos que, en el mejor de los casos, nos impregnan de deseos de libertad. No es que me gusten los autores que, necesariamente, usen la vida para escribir: me gustan los autores que, para escribir, usan sentimientos vivos, que inundan sus cuerpos y sus cabezas y que se les sale por los dedos

Escribo hace muchos años. Padezco mi desorden interno, mis limitaciones endémicas, mis pocas ganas de definirme como esto o como aquello, mi ambivalencia entre gustar y no gustar, entre gustarme y no gustarme –y esa gran mentira de que, total, qué me importa–. No podría decir de ninguna manera que me complacen mis resultados, pero sí podría decir por qué persisto. Me mueve el desafío de sacar capas, de acuchillar lo que está a la vista y encontrar la rareza, la pequeña explosión, lo que uno piensa (iluso, grandilocuente, infantil) que nadie más vio. Si esa pequeña ficción personal se cumple, el texto puede adoptar la forma que le apetezca, y esa forma será la adecuada. ¿Qué significa adecuada? Significa transparente, que no camufla lo que intenta mostrar, porque confía en que lo que intenta mostrar está ahí, enfrente de todos, hiriéndonos los ojos con su filo y con su brillo.

¿Cuándo escribes, qué es lo que buscas?, me preguntó un día un lector en un club de lectura. Y a mí me dieron ganas de decirle algo estrambótico y sentimental, como: un trozo de noche en pleno día. Pero no me atreví.

¿Sufres cuando escribes?, me preguntó otro, y yo pensé: es que si no me aburro. Pero dije otra cosa que olvidé enseguida.

¿Piensas en el lector cuando escribes?, disparó alguien más. Qué cosa tan externa es un lector, pensé primero. Y después: qué cosa tan cercana, tan corporal, tan simbiótica, tan promiscua es un lector.

Parte de lo que me gusta de escribir (experimentar) con material vivo (no real, jamás real, lo real no sirve porque no existe) es que lo hago movida por la molestia, la rasquiña que me produce, no porque requiera entender u ordenar o aliviar el espectáculo de síntomas desplegado ante mis ojos, flotando rabiosos como las esquirlas de una explosión. Me gusta el esfuerzo que requiere encontrar el foco dentro del desorden, domar la forma (y el músculo) para crear algo que, ya lo sé, estará muy lejos de la perfección.

Cuando floto en el galpón enorme donde practico gimnasia, colgando de anilla en anilla como un mono salvaje, extremando el esfuerzo de mis miembros gastados, siempre hay un punto en el que pienso: esto mismo debo hacer con las palabras. Extremarlas. Exprimirlas. Si el movimiento de mi cuerpo en las anillas dejara marcas, creo que sería una huella intensa pero desacompasada. Hay otras chicas que dibujan con mucha facilidad –sin transpirar una gota– líneas aéreas armoniosas, musicales. La, la, la. A mí me sale así: zas, za–s, z–asss. Es el sonido de mi cuerpo combatiendo el desorden. A mí me gusta el desorden. Lo acepto. No, lo elijo. Con eso escribo y con eso vivo. El desorden me salva la escritura y la escritura me salva la vida.