POR SASCHA HANNIG
H.G. Wells. otro de los escritores precursores de la literatura de ciencia ficción

La palabra distopía entrega más intriga que claridad: para la RAE, la definición es esencialmente literaria, en la imaginación de un futuro que muestre las características negativas de la alienación humana. Sin embargo, este ensayo busca ensanchar y profundizar la definición. Su definición se debate (y a veces se pierde) entre analistas políticos, escritores, periodistas y hasta científicos. Desde sus orígenes en el humanismo, su consolidación en los más oscuros totalitarismos del siglo XX, pasando por regímenes que aún se mantienen en pie cual fósiles de la guerra fría, y hasta películas sobre futuros vacíos de significados, este género abre una puerta hacia aquel temido encuentro entre la naturaleza humana y el poder.

Este ensayo no pretende ser una respuesta absoluta a esa definición ni tampoco una simplificación, sino que busca entregar una mirada que aúna interpretaciones con las que me he encontrado durante los años desde mi experiencia personal. Primero, el análisis internacional y la filosofía, pasando por la narrativa y América Latina contemporánea y finalizando con el lenguaje, hoy usado más allá de las fronteras de la literatura y adoptado en la cotidianeidad de la prensa y las conversaciones de sobremesa.

¿La conclusión? Las distopías requieren de escalas humanas y personajes comunes que exploran un mundo sobre el que pocas veces tienen control. Luego, la distopía ha ido creciendo y adaptándose a la naturaleza de cada cultura, y finalmente, (y aunque no nos guste hablar de esto), hay regímenes en el mundo dispuestos a invertir todos los recursos necesarios para volver realidad las advertencias de autores como Orwell, Huxley, o más recientemente, Ishiguro. En América Latina, los experimentos distópicos también cuentan con particularidades locales, que mezclan además el anacronismo, la tradición y la naturaleza.

1. No existe distopía sin utopía

La distopía es política. No es coincidencia que el término haya sido acuñado por el filósofo liberal John Stuart Mill en 1868 para advertir sobre la exacerbada concentración y abuso del poder, que debía ser limitado -como advierte su obra en general-, por medios institucionales, y aseguraba que el poder debería ser limitado incluso en las democracias, ya que existe una contradicción inherente entre la libertad y la autoridad. Stuart Mill ideó su concepto como el antónimo a la utopía de Tomás Moro que, al contrario, fue el producto de la esperanza por un gobierno organizado, por una forma de estado platónico. Esta obra también requería la formación una sociedad determinista, sin individualidad, propiedad y que coexistiera en perfecta armonía en comunidad. Varios autores de ciencia ficción tomaron la idea en sus propias visiones futuristas, como La máquina del tiempo de H.G. Wells.

Era una época tardía de la ilustración y los albores de la revolución industrial. Una época donde el humano se tornó escéptico de las monarquías teocráticas y en seguida del poder en manos de cualquiera.

Pero el optimismo vio también consecuencias oscuras como las malas condiciones laborales y luego Primera Guerra Mundial. En reacción al avance científico y la industrialización, ideologías como el Marxismo ganaban adeptos, bajo la promesa de llegar a un mundo utópico y comunitario.

El problema, como pronto identificarían los primeros autores de este género, es que las utopías de algunos pueden ser el infierno de otros. La conclusión puede ser amarga, pero la utopía de Moro y distopía de Stuart Mill comparten más elementos en común que choques: alcanzar cualquiera de esos escenarios requiere dejar atrás al individuo y trabajar por una causa mayor y comunitaria, en sacrificio de aquello que algunos llaman libertad y otros, excesivo individualismo. Por supuesto, las consecuencias de ambos sistemas son radicalmente distantes, pero ambas guardan su origen en fundamentos filosóficos que presentes en todas sus iteraciones: desde las más artísticas a aquellos lugares anacrónicos que moran la tierra.

2. Literatura desde la experiencia

Es de esas discusiones filosóficas y el resultado de experimentos históricos que autores transformaron el miedo al futuro, la teoría y el mundo a su alrededor en literatura. La reducción de las personas a partes de un colectivo en algunas experiencias autoritarias, incluyendo los movimientos fascistas que nacieron con el fin de la primera guerra mundial, cambió la relación de los autores con los futuros posibles. Disminuyeron las aventuras en naves maravillosas y aumentaron los caminos hacia el prospectos mucho más oscuros y desesperanzadores: La propaganda fascista, nacional socialista y bolchevique tienden a ubicar a personajes mirando hacia un mundo futuro y utópico, producto de los sacrificios de la sociedad general, y construida después de transformar totalmente la sociedad.

La distopía como género literario, contrario a otras formas de escapismo, muestra la realidad en alegorías crudas que quitan el aliento y buscan convertir a sus lectores en seres escépticos. Pese a sus iteraciones más reconocidas, y que le dieron alcance internacional al género, la primera novela reconocida bajo este género es Nosotros del ruso Yevgeny Zamyatin en 1924, que aborda temas como el fundamentalismo científico, la vigilancia, el totalitarismo y el determinismo. La revolución bolchevique marcó la vida del artista y su libertad para crear. Incluso la publicación de esta obra se realizó en la clandestinidad, fuera de su país, y para una audiencia angloparlante que solo podía imaginar cómo era vivir tras la cortina de hierro. Su obra no fue publicada en idioma original hasta 1988, años después de su fallecimiento. En otras palabras, su vida se tornó tan distópica como su obra.

Esta relación, cruda y directa entre la imaginación del creador y la realidad que vive el mundo, especialmente en el ambiente político, hizo de la distopía un atributo propio de la ficción del siglo XX. Orwell se confesó influenciado por esta novela para su reconocida 1984 y aunque Huxley jamás admitió inspirarse en Zamyatin para Un mundo feliz, sí reconoció las similitudes entre ambas producciones, en especial cuando se refería a un estado en busca de la superioridad biológica de la especie. Anthem, de Ayn Rand, también ha sido expuesta por sus similitudes con la misma obra por investigadoras como Melissa Anderson.

Es quizá por esto mismo -la experiencia de los autores- que las distopías más modernas incorporan formas de tecnología para el control en varios otros niveles y han ido mutando conforme nos encontramos con nuevas formas de regímenes y la relación junto con los seres humanos. En el ejemplo de Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro, la pregunta sobre la capacidad de la sociedad para aceptar la crueldad y el miedo a la ciencia es contemporánea a los primeros avances de clonación exitosos. Con todo, para Ishiguro, tanto esta obra como Klara y el sol, a veces son consideradas fuera del canon distópico tradicional, dado que la sociedad mantiene un estado de naturalidad que dista de obras con un aura completamente decadente.

3. No todo lo decadente o restrictivo es distópico.

La distopía va más allá de la estética gastada, el mundo represivo que amenaza o los futuros indeseables. Esta tiene un fuerte elemento político y humano. Primero está la amenaza de un poder que irrumpe en la vida y la intimidad de los ciudadanos: una fuerza fuera del control de los personajes, superior y aplastante. Muchas veces invisible y lejana o cuya existencia cabe en la mitología y la superstición.

El Gran Hermano de 1984 muestra esto muy claramente. El personaje principal, Winston, nunca se encuentra de cara a cara con las altas autoridades del Ingsoc. Lo mismo ocurre en Fahrenheit 451, donde los miembros de la burocracia difunden el «folclor» que facilita y justifica la quema de libro. En El hombre en el castillo la presencia del fascismo/nazismo se presenta en la interacción con los personajes, y no con los miembros más altos en la jerarquía de cada régimen.

Este esfuerzo por mostrar lo ordinario del personaje principal, de su inhabilidad de cambiar su contexto, hace quizá más fuerte y significativo su rol en la historia. Enamorarse, romper una regla tan simple como leer, ir en contra de la corriente, arriesgar hasta el último ápice de humanidad, esas son las acciones que marcan la diferencia con entregas con un espíritu más épico de otras obras futuristas.

4. América Latina aborda el socialismo, el capitalismo y la ecología

América Latina es conocida por el realismo mágico. Un género que invita al lector a confundir o re-conectar lo místico con lo rutinario. La distopía puede parecer un género lejano y hasta ajeno a la naturaleza de la literatura regional, pero existen todos los elementos para su producción e influencia.

Pese a sus iteraciones más reconocidas, y que le dieron alcance internacional al género, la primera novela reconocida bajo este género es Nosotros del ruso Yevgeny Zamyatin en 1924, que aborda temas como el fundamentalismo científico, la vigilancia, el totalitarismo y el determinismo. La revolución bolchevique marcó la vida del artista y su libertad para crear

La experiencia moderna de América Latina con el autoritarismo es particular. Golpes de estado de cuanto sector político se pueda imaginar y algunas dictaduras, como la cubana, se han extendido por décadas. Además, se repite el carácter populista de muchos y que, en procesos de decadencia institucional, gobiernos que fueron vibrantes democracias en el pasado han elegido a personalidades que una vez en el poder han pervertido el mismo sistema para mantenerse permanentemente en dicha posición, como Venezuela. Por supuesto, existan críticas abiertas también a la influencia que poderes como Estados Unidos han amasado en la región, y cómo eso ha cambiado la historia de cada país.

¿Qué tipo de distopías podrán nacer de un ambiente político como este? Cualquier descripción humana de la vida en alguna de estas dictaduras trae recuerdos de las distopías más clásicas: la calidad de vida empobrecida, el control estatal, la tortura, persecución y cambio en el lenguaje. Sin embargo, la distopía requiere de ir un paso más allá y despojarlas de tiempo, lugar y nombre.

Según la Asociación Latinoamericana de Ciencia Ficción y Fantasía (Alciff), uno de los principales exponentes es Mañana, las ratas (1984), una obra futurista reconocida como un exponente temprano del género. Empresas multinacionales (americanas y asiáticas) han reemplazado a los estados-nación y círculos de fanáticos católicos ultraortodoxos afectan una sociedad marcada por una desigualdad comparable a un sistema de castas. También Distrito territorial San Telmo, de la argentina Claudia Cortalezzi; Mugre Rosa de la uruguaya Fernanda Trías; Iris, del bolivariano Edmundo Paz Soldán, etc.

Chile, con su historia crispada, también tiene propuestas en el género. Aunque pueda haber un debate al respecto, autores como Gabriel Saldías, uno de los principales académicos que han revisado el género, han descrito Synco, de Jorge Baradit, como una distopía neosocialista, aunque la idea surge primero desde la utopía de un sistema automatizado y centralizado. Una de las razones por las que escribo este artículo tiene que ver con mi novela más reciente, Deltas. Aunque no buscaba insertar una distopía planificada, algunos elementos del género acabaron escurriendo entre las páginas. El autor y crítico Diego Escobedo, describió ese mundo como una «ucronía distópica». El gobierno que reina Chile en aquel mundo paralelo es el resultado, precisamente, de las formas especiales en que se han desarrollado las dictaduras modernas en la región.

Por supuesto, a los recuerdos de las dictaduras y las ucronías se suman variaciones. Los futuros desolados por las catástrofes ambientales se repiten, como la chilena Asombro (2013) de Juan Mihovilovich o la argentina Los restos (2014) de Betina Keizman, que están encasilladas en un subgénero llamado «distopía de la evolución». Este tipo de distopías trabajan más con la filosofía de la naturaleza humana, con la supervivencia en ambientes que han retornado a un estado pre-civilizatorio. Nuevamente, la línea de lo que correspondería una «ecoutopía» y un mundo postapocalíptico se cruzan en este subgénero. En conversaciones con la académica Claire Mercier, quien se ha dedicado a revisar este tema, ella me expuso que es difícil encontrar ejemplos de distopías más políticas, y que esto habría alimentado el género.

Finalmente, la pandemia del COVID-19 también atrae a la imaginación hacia espacios distópicos. Solo para reflexionar, varias de estas obras recientes relacionan pandemias con el canibalismo, como señala Mercier, mostrando otra posible particularidad temática y estilística de la dictadura latinoamericana.

5. El lenguaje y las distopías actuales

Como reflexión final para este artículo, me gustaría retomar un punto importantísimo tanto en la inspiración como en la construcción de los mundos distópicos: la realidad. Sea la Unión Soviética, el fascismo o las dictaduras latinoamericanas, la distopía imagina hasta dónde puede usarse la tecnología para controlar el alma y ambición de los individuos. Conforme la ciencia, la técnica y el conocimiento han ido avanzando, también lo han hecho estos gobiernos. En ese sentido, palabras como orweliano y distópico se han vuelto cada vez más comunes en el lenguaje. De hecho, el mismo uso de técnicas como la construcción de pasado, cambios en el lenguaje, linchamientos públicos y vigilancia exacerbada parecen haber escapado desde las páginas de aquellas obras del siglo XX hasta las mentes de dictadores modernos.

Lo que ocurre en las dictaduras modernas, como China, Rusia, Irán, Corea del Norte y en el barrio hispanoamericano en Cuba, Venezuela o Nicaragua son parte de esto. La persecución a disidente, la eliminación de eventos históricos o los campos de concentración modernos son ejemplos distópicos. Sin embargo, la tecnología ha permitido que las cosas vayan un paso más allá. La persecución digital en redes sociales, la censura en internet, el uso de perfiles con ADN y o el reconocimiento facial con inteligencia artificial son cada vez más comunes, y se colabora entre dictaduras para difundirlos. En China también existen otras herramientas como el crédito social, donde se premian comportamientos leales con puntos que se necesitan para renovar el pasaporte, viajar en avión o tren o que tu hijo vaya a una escuela de mejor calidad, cuestión que he abordado en otros ensayos.

Sin embargo, hay que ser cuidadoso con el uso de estos conceptos. Políticos, periodistas y obras de ficción a menudo abusan de esta etiqueta para darle forma y contexto a cosas que tienen elementos distópicos, pero que a menudo quedan cortos en la profundidad del significado e impacto de esa descripción. El problema, como ocurre con tantas otras ideas, es que su fuerza acaba en banalidad por su sobre uso indiscriminado. Por ejemplo, el uso obligatorio de las mascarillas durante la pandemia provocó que algunos grupos opositores en occidente llamaran a esta política parte de una dictadura sanitaria y distópica. Algo que se escucha exagerado si se compara con lo que realmente está ocurriendo en países como China, donde hasta hace poco las restricciones iban mucho más allá, encerrando a personas en centros comerciales por semanas, al estilo de una película de zombis y tapeando condominios impidiendo la llegada de vehículos de emergencia, y provocando la muerte de decenas de personas en casos de incendio u inundaciones. ¿Son ambas distopías?