POR GIOVANNA RIVERO
Fragmento del cuadro del pintor argentino Cándido López sobre la guerra de El Chaco

La Guerra del Chaco, conflicto bélico entre Bolivia y Paraguay (1932-1935) fue, a nivel de impulso literario, uno de los momentos más ricos e importantes de la historia boliviana. Bajo su dolorosa irradiación, el escritor Adolfo Costa du Rels gesta una de las novelas fundamentales para comprender el horror de ese suceso, pero también para preguntarnos –incluso hoy, o quizás más que nunca, hoy– por el gran equívoco que supone entender la naturaleza como esa presencia otra a la que, según mandato divino, es preciso dominar para multiplicar. No solo el arca de Noé buscó en el número par la capitalización de la fauna, sino que el desprecio por la higuera como criatura vegetal estéril dio cuenta de que, si el mundo material no estaba allí para redituar ganancia, no tenía sentido y debía ser aniquilado. Esa mirada, asustada y, a un mismo tiempo, condescendiente sobre la naturaleza es la que, amparada por el Romanticismo y luego por la Revolución Industrial en su segunda fase, prevaleció y permeó la modernidad del siglo XX, determinando así el modo de leer y consignar distintas manifestaciones estéticas y literarias. El etiquetado de la crítica también se hizo eco de esa percepción y consensuó en llamar «novela de la tierra» o «novela de la selva» a aquellos textos en los que los protagonistas debían embarcarse en colosales aventuras a fin de obtener de la espesa naturaleza su fruto más preciado. Este fue el caso de La laguna H.3 (1938), la novela de Costa du Rels a la que hago alusión, y que citaré aquí en su edición de 1977 publicada por Los amigos del Libro en Bolivia. Pero ¿de qué va este texto cuyo título parece una fórmula atómica o, por lo menos, un mensaje encriptado de la práctica del espionaje?

El capitán Bórlagui, un hombre cuya fe en lo divino es lo único que le permite continuar a cargo de un acotado regimiento, azuza a sus soldados para seguir caminando en el monte cerrado del Chaco. Guiados por la dirección de una falsa brújula –un podómetro que Bórlagui hace pasar como el aparatito que los llevará a la ansiada laguna H.3–, los hombres avanzan. Los habita la certidumbre o el presentimiento quemante de que esa sed feroz es lo que va prefigurando al verdadero enemigo: después del monte de árboles sin frutos, o con frutos hostiles, se extiende el desierto. «Arañas, gruesas como el puño, se balanceaban al extremo de invisibles hilos; alguien afirmó que eran frutos sabrosos metamorfoseados en bichos por un maleficio…» (76), describe una voz omnisciente, que se limita a señalar el sendero inexorable de la pequeña legión hacia la muerte física. Sin embargo, antes y después de la muerte y putrefacción de los cuerpos –proceso que los soldados pueden atestiguar con ojos propios, como si la muerte no fuera un hecho súbito y radical, sino un proceso lento y reflexivo– está la mutación ontológica. «Le impongo la prueba a la que el Chaco me ha sometido con frecuencia a mí mismo: la creación de un alma nueva frente a un peligro mortal» (68), le revela Bórlagui al teniente que lo secunda. La ‘prueba del Chaco’ es, efectivamente, una manera de cifrar la violencia inmanente de la naturaleza en tanto entidad negativa, es decir, en tanto subjetividad fáunica que no incluye lo humano, que no puede incluir a lo humano, que –en todo caso– lo impugna para afirmar su presencia molecular en el mundo.

Hagamos el ejercicio de imaginar que esta novela no fue publicada en 1938 en París, primero en francés (pues el autor había estudiado en Francia desde muy jovencito y dominaba la lengua) y, ya en 1967, en español. Imaginemos que se acaba de publicar. ¿Diríamos que se trata de una «novela de la tierra», «novela de la guerra», «novela de la selva»? ¿O tal vez, urgidas nuestras lecturas por una sensibilidad mucho más contemporánea, convendríamos en ubicarla en la estantería del fantástico?, ¿o mejor en la repisa de la ciencia ficción retro? Creo que el solo ejercicio nos permitiría ver, con los lentes multifocales de la pulsión histórica del presente (que hoy, me parece, detenta demasiada conciencia de su propia condición de Historia), que La laguna H.3 es una novela que se excede a sí misma en la formulación de su propia identidad literaria. Quizás, parte de esta magia –que hoy comulgaría muy bien con universos instalados en la bisagra del desquicio científico, como los de Cormac McCarthy– se debe a que aquí, en estas páginas, Costa du Rels no se preocupa por denunciar el saqueo de la tierra –o no lo hace, creo, desde una parcialidad ideológica–, pues en ese caso, con los mismos lentes del inmediato presente, podríamos mover la novela al casillero de la «ecocrítica». Aquí, Costa du Rels parece concentrarse en narrar el extravío abisal de un grupo de hombres en el seno de la jungla boliviana. Y para hablar de ese «seno» –quiero enfatizar la connotación femenina de la palabra– era necesario escarbar en la sombra fresca pero venenosa de los árboles, en la humedad fugaz de algunas hojas y arbustos, en el cilindro muy suyo de sí de los troncos ásperos, y respetar la distopía inmanente de la naturaleza.

El escritor boliviano Adolfo Costa du Rels

He armado todo este preámbulo solo para llegar, perdida yo misma en el bosque de mis intuiciones, a la premisa (cercana a la certeza) de que la naturaleza, entendida como todo lo que no es humano ni creado por la mano y la inteligencia humana y que, siendo anterior a lo humano, constituye la distopía por excelencia. La narrativa boliviana de la Guerra del Chaco ofrece material suficiente para apuntalar esta idea. Y es que en libros como Aluvión de Fuego (1935), de Óscar Cerruto, o Sangre de Mestizos (1936), de Augusto Céspedes, por citar solo un par, el territorio del Chaco es más que un referente espacial problemático, más que una circunstancialidad para proveerle suelo a los protagonistas, constituye –al contrario– un eje vertebrador de la subjetividad de los personajes, pero también (y, tal vez, cardinalmente) de su propia presencia óntica.

Claro que, antes de adentrarnos más en la selva chaqueña, nos conviene revisar brevemente de dónde nace el concepto de «distopía», pues hace muy pocas décadas su sonido no era tan frecuente en el vocabulario de las lectoras. Devino en trending topic –en paralelo a la noción más popular de la palabra «apocalipsis» – probablemente cuando la novela The Road (2006) de Cormac McCarthy irrumpió en la imaginación occidental para quedarse y sugerir un nuevo derrotero para la supervivencia estadounidense, es decir, una ruta hacia el Sur, hacia la cintura del continente americano.

Un tono metálico

Al principio fue la utopía. Tomás Moro la creó en 1516 con su verbo filosófico. La creó en latín, para que los súbditos apenas pudieran olfatearla. Todo término, lo sabemos, arrastra a su fantasma. De modo que, aunque la palabra distopía todavía no circulara en las charlas nocturnas de las tabernas, ya palpitaba. Solo había que extremar la perfección eugenésica de la utopía –pureza religiosa, pureza moral, pureza biológica– para que todo se desbarrancara en el abismo más siniestro. Sin embargo, hubo que esperar a que el Renacimiento perdiera su fulgor y adquiriera un tono más bien metálico –el de las máquinas de la Revolución Industrial– para que la idea de lo distópico se instalara lenta pero irreductiblemente. E incluso más: fue el positivismo el que terminó de gestar el concepto, tal vez porque la distopía ancla su mecanismo cognitivo en la relación causa-efecto. Es así que el filósofo y economista británico, John Stuart Mill, la propuso en 1868 durante una intervención en la Cámara de los Comunes para ilustrar o darle levadura a sus admoniciones. ¿De qué se trataba? De un horizonte catastrófico a causa de algunas circunstancias del presente que tomaban una deriva terrible. Desde un inicio, casi realismo, ya se ve.

Claro que la distopía a la que se refería Stuart Mill –la misma que permeó al género de la ciencia ficción y se robusteció desde la última parte del siglo XX– involucraba el atroz retorcimiento de las condiciones socioeconómicas de la polis. Como mencioné en el anterior párrafo, Stuart Mill había prestado atención a los factores materiales creados por la actividad humana, por sus sesgos ideológicos, por su autopercepción cultural (la Biblia, pienso, subrayó la distancia entre lo humano y el resto de la fauna), y sobre ese análisis había elaborado su terrible diagnóstico: «distopía». Luego decidimos que la etiqueta inauguraba para nosotros, quienes escribimos ficción, un territorio interesante para crear naciones en las que el control de los cuerpos, la natalidad o la invasión de las bacterias constituyeran el núcleo del conflicto. La naturaleza no escapó a esa mirada y fue entonces que nos decantamos por la cli-fi (climate fiction), una taxonomía narrativa en profunda coherencia con la agenda discursiva del Antropoceno.

El agua inasible de la laguna H.3

De todas maneras, esa cli-fi distópica elaboraba un paisaje de una naturaleza intervenida, obligada a –qué ironía– ‘desnaturalizar’ su comportamiento para revelarse como un fauno supernumerario y malintencionado. Lo que, en contrapartida, quiero subrayar es la sencilla idea de que la naturaleza, como entidad distinta a todo lo humano, nunca precisó de nuestra intervención para ser, y en ese ser articular su misterio, anarquía y resistencia, es decir, su identidad distópica, no abierta a la exterioridad de un deseo, sino más bien a la entropía absoluta de la luz, la velocidad, la intersección, la especificidad del espacio y tal vez por sobre la exigencia del tiempo. En La laguna H.3, por ejemplo, el pequeño destacamento boliviano, liderado por el Capitán Bórlagui, busca una sustancia mucho más apetecida y esencial que el petróleo –materia prima por la que Paraguay y Bolivia se enfrentan–: extraviados en la selva chaqueña, los soldados buscan agua. Solo agua. La sed es tan inconmensurable que los órganos internos desarrollan un mecanismo similar a la autofagia, se van secando. Allí, lo más vital que el cuerpo produce es la gangrena. Así, esta suerte de zombificación que emerge desde las entrañas habilita sus conciencias a la alucinación espiritual, una epifanía que sucede como sucedería, en los cuerpos de las santas, el contacto febril con lo divino. La diferencia ontológica, a ese respecto, es que en La laguna H.3 lo divino reside en la inmanencia de la naturaleza, de los árboles indiferentes, del desierto gris.

Para que la condición distópica se revele en el monte chaqueño es preciso, sin embargo, instalar el contraste con un horizonte utópico, un lugar al que la voluntad se dirija, compelida por el deseo de superar esa adversidad consustancial. Cuando Bórlagui comunica a sus hombres que «(l)a Laguna H.3 se halla exactamente a 34 kilómetros al norte de Alihuatá. Escondida en el monte… No se llega a ella sino a machete. Ninguna senda conduce a ella. Claro está…». (20), no solo confirma la prueba laberíntica a la que deberán enfrentarse con sus propias fuerzas, sino que recubre con ese nombre de guerra –laguna H.3– el verdadero nombre de un cuerpo de agua que jamás se enuncia en la novela. Ese nombre secreto y verdadero, jamás enunciado, constituye la luz que hará cada vez más insondable y atroz la sombra del tuscal. Dicho en otras palabras, la laguna es la utopía por excelencia, innombrable, desconocida, plagada por el deseo del otro.

Su lectura nos invita a detenernos en una reflexión urgente: cuando el agua, toda el agua, se repliegue en su fantasma, ¿con qué otra sustancia líquida vamos a hidratar y oxigenar nuestras atribuladas células? ¿Cuál será, entonces, el combustible para que estos cuerpos sigan caminando sobre la faz de la Tierra?

Si bien es cierto que Costa du Rels acude a la prosopopeya para representar un Chaco hostil, con la pretendida intención de dotar a esas criaturas vegetales de una animadversión nueva, de un odio en el orden de lo humano, considero que la condición fáunica del monte es ya su auténtica subjetividad. Si la palabra «animal» está emparentada con «ánima» y esta con «alma», es decir, con un «soplo de vida», no me parece del todo delirante ejecutar un salto mortal a la concepción junguiana de «ánima» entendida como la energía femenina universal, como las fuerzas colectivas de un colosal inconsciente. Lo que me interesa sugerir es que en La laguna H.3 el tuscal es la distopía fáunica porque responde con exclusividad a su esencial soplo de vida, sin ninguna otra intención que respirar, que proliferarse e hibridarse con los cuerpos que le salgan al paso. De modo que cuando la voz lírica narra: «El tuscal habíase convertido, en esta guerra atroz, en un tercer oponente; se erguía entre los hombres, fuesen quienes fuesen, y se arrogaba el derecho de matar y de hacer prisioneros. Desde hacía tantas noches, la zarza sucedía a la zarza, la arena a la arena, como si esto no tuviera que acabarse nunca, nunca» (38), confirma, azorada, que la naturaleza no ha cedido ni un milímetro a la propuesta dialógica del hombre. No es, pues, para él una interlocutora. No está expuesta ni a su deseo ni a su esperanza.

Hoy, cuando en muchas zonas del planeta el agua constituye una verdadera crisis, ya sea por su escasez o por su estado de contaminación, y cuando los poderes del capital amenazan con adjudicarse el señorío sobre este recurso para multiplicar las condiciones de desigualdad y periferia de las poblaciones vulnerables, esta novela de Adolfo Costa du Rels cobra una renovada importancia. Su lectura nos invita a detenernos en una reflexión urgente: cuando el agua, toda el agua, se repliegue en su fantasma, ¿con qué otra sustancia líquida vamos a hidratar y oxigenar nuestras atribuladas células? ¿Cuál será, entonces, el combustible para que estos cuerpos sigan caminando sobre la faz de la Tierra?