«Les acababan de informar que, debido a la contingencia sanitaria por covid-19, la ciudad, el país, el mundo entero debía entrar en confinamiento. Eso significaba que el circo, que tenía apenas un par de días con sus puertas abiertas, debía cerrar. No había opción»

POR  DANIELA REA

La última noche de invierno del año 2020, el cirquero Jorge Cassio se despidió de las familias que acudieron a ver la función del circo África, esperó a que se fueran los últimos visitantes, apagó el micrófono y  las luces, soltó la cortina de la carpa, se sentó en la orilla del escenario y dejó caer su cabeza.

Les acababan de informar que, debido a la contingencia sanitaria por covid-19, la ciudad, el país, el mundo entero debía entrar en confinamiento. Eso significaba que el circo, que tenía apenas un par de días con sus puertas abiertas, debía cerrar. No había opción.

Entonces esperaban un cierre temporal, de algunas semanas. Era muy pronto y sabíamos tan poco de ese virus, como para advertir que un año después las carpas seguirían caídas, los cuerpos de los acróbatas atrofiados por la inmovilidad y la voz de don Jorge atorada en la garganta.

Don Jorge Cassio se define como la voz del circo África; es el presentador, el cronista del espectáculo, el que pide los aplausos y conduce el estado de ánimo de los asistentes, de la risa al asombro, al suspenso. Una voz es una certeza, una convocatoria. Pero una voz es también una especie de conciencia.

Pero desde hace más de un año don Jorge perdió su voz.

En el estacionamiento de la Feria de las Fresas, don Jorge pasa solitario el día entre tráilers, casas rodantes y juegos mecánicos aparcados.  El hombre que solía recorrer pueblos y ciudades a lo largo de todo el país, ahora difícilmente se mueve más allá de los 9 metros entre su casa rodante y la  de su hermano, otro de los integrantes del circo. Frente al suyo está el campamento de los feriantes y los mecaniqueros, aquellos que operan los juegos mecánicos, pero a don Jorge poco le interesa socializar con ellos.

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El circo África, la casa de Jorge Cassio, surgió a inicios del siglo XX en Torreón, Coahuila, una ciudad en medio del desierto. Su primer trabajo dentro del circo fue ser ayudante de sus abuelos, que instalaban juegos de azar afuera de la carpa. A Jorge le tocaba ayudar a armar y desarmar los juegos, les daba las llaves, las pinzas, la herramienta, los cables para los focos. Por ese oficio le pusieron «El balastras» de apodo. Una balastra es una pieza que en la electricidad ayuda a mantener el equilibrio y la intensidad de la luz.

Más tarde, cuando se hizo adolescente, comenzó a entrenar para ser un trapecista. «Nadie nace sabiendo hacer las cosas», me dice don Jorge, «y yo tenía que entrenar diario, como un niño que comienza a caminar». Lo más difícil fue atreverse a soltar el trapecio antes de saltar al vacío.

Cuando llegó a los 30 años se sintió poco ágil y dejó los trapecios y se hizo lanzador de cuchillos. Le hago la pregunta obvia ¿alguna vez le clavó uno a alguno de sus compañeros? «clavar, clavar no, pero sí pegarle, sí, pegarle de costado, de lado, de perfil, pero así de pico, no, nunca», me responde. Cuando llegó a los 40 sintió que su tiempo había pasado y había que darle espacio a las nuevas generaciones. Así que dejó los cuchillos y tomó el micrófono. El próximo año cumplirá 50 años.

Otras pestes habían llegado antes al circo, pero ninguna como esta pandemia.

Hace poco más de una década el virus de la influenza H1N1 obligó a bajar las carpas de los circos de todo el país y el circo África estuvo tres meses sin funciones. Por eso cuando se les avisó de la pandemia por covid-19 pensaron que se trataría de algo similar, que en tres meses estarían de nuevo con las carpas levantadas y los trapecios oscilantes en lo alto del escenario. Pero nadie estaba preparado para este virus, para este encierro, para esta soledad. Menos un circo. Menos los habitantes de un circo, de una feria, los feriantes.

Cada mes y medio don Jorge y su circo levantaban anclas y se dirigían a su siguiente destino: un descampado cerca de un manglar, un baldío en medio del desierto, un llano frente al mar. Pero llevan ya un año sin andar

En el año 2015 en México se prohibió el uso de animales de exhibición en los circos y la familia Cassio se despidió de una llama, un elefante y un tigre, que fueron enviados a un zoológico. Poco se sabe qué pasó con los 2,000 animales contabilizados en todos los circos del país pero un par de años después se les había perdido el rastro a casi dos terceras parte de ellos. Los cirqueros, que fueron acusados de maltrato animal, denunciaron la falta de espacios, albergues, zoológicos para recibir a los animales y muchos fueron sacrificados.

«Nos pegó en el corazón, eran parte de nosotros, fue como si nos arrancaran a un hijo, a un compañero», me dice con su voz gruesa, parsimoniosa. A veces me da la sensación de que hablo con el eco de la voz de don Jorge, con el fantasma de algo que fue y no alcanzo a imaginarme su materialidad, aunque estamos frente a frente, sentados en medio de una decena de casas rodantes vacías, de llantas ponchadas por el desuso, de juegos mecánicos que comienzan a oxidarse.

Reinventarse después de la salida de los animales fue muy duro. Más para un circo que se llama África, donde se espera que tras las carpas aparezcan leones, tigres, elefantes. Fue difícil  asumirse. Con el tiempo, porque sí, porque el tiempo lo cura todo o al menos nos advierte que la vida continúa y que no nos espera; con el tiempo la familia Cassio asimiló la pérdida y se reinventó. En lugar de animales salvajes domesticados, tras las carpas  los visitantes del circo encontraron dinosaurios gigantes de fierro, cartón y esponja, un King Kong, un robocop y transformers.

«Y la gente volvió a vernos».

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Jorge Cassio vive en el estacionamiento del lugar donde la primavera de cada año se monta la Feria de las Fresas, en el pueblo de Irapuato, en el centro de México. Desde la primavera del 2020 los feriantes y cirqueros hacen vida en este lugar. Las llantas de sus casas rodantes ya están desinfladas, en los focos delanteros algún pájaro ya hizo nido, los perros que viajaron con los feriantes ya tuvieron camada.

Don Jorge se despierta todos los días a las 12, se prepara un café y busca una sombrita para estar a lo largo del día, esperando que den las 7 de la noche y llegue la luz eléctrica que les da el municipio.  ¿Para qué levantarse más temprano, si no hay nada qué hacer? ¿Salir a caminar? ¿Organizarse con los otros feriantes que esperan también la posibilidad de salir del encierro? ¿Conocer la ciudad? Nada de esto le entusiasma a don Jorge. El desánimo es tan grande que incluso entre la familia poco se hablan. Su hermano vive en otra casa rodante, con su esposa e hija. Jorge me dice que estas dos horas de conversación que llevamos él y yo es lo más que ha hablado con alguien en todo un año.

Cuando llega la luz, se encierra en su casa rodante a ver televisión, siete, ocho, nueve, diez de la noche, media noche, dos, tres de la madrugada. Se ha convertido en un noctámbulo, autómata y sedentario pegado a la televisión. «Al menos así descansa mi cabeza de tantas angustias» dice. Así se vacía su cabeza de preguntas sin respuestas ¿cuándo acabará este encierro? ¿qué vamos a hacer? ¿cómo vamos a sacar los gastos de reparar los tráilers parados durante un año?

Los seres más nómadas de nuestros tiempos son ahora unos sedentarios. Un año sin avanzar, sin cambiar de paisaje, de hogar. Cada mes y medio don Jorge y su circo levantaban anclas y se dirigían a su siguiente destino: un descampado cerca de un manglar, un baldío en medio del desierto, un llano frente al mar. Pero llevan ya un año sin andar. «Sin manos, me siento sin manos, como desprotegido», dice don Jorge cuando hablamos sobre la sensación de estar pegado a la tierra sin poder andar, sintiendo el cuerpo de cartón mientras sobre la cabeza el día se hace noche y se hace día y así por los tiempos hasta esta primavera del 2021, cuando cumplen un año del encierro. «Me siento como una persona normal, como normal».

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